1) El estallido de lecturas
La
proliferación de lecturas en torno al movimiento 15-M no se limita a una
práctica especular, acotada a la voluntad -siempre fallida por lo demás- de
reflejar un proceso social ya constituido. Es, más bien, un modo de construirlo
en términos discursivos y, mediante su dimensión performativa, incidir en una
direccionalidad política específica. De ahí la relevancia de las categorías
interpretativas: recortan y especifican un modo concreto de inteligibilidad y,
con ello, contribuyen a crear de modo determinado lo que interpretan.
Mientras
algunos mass-media se apresuran a
definir el movimiento como un sujeto juvenil reformista, otros enfatizan su
condición revolucionaria (e incluso libertaria) y tampoco faltan quienes lo
reducen a una reacción defensiva pequeño-burguesa. Dada la heterogeneidad del
15M esas lecturas encuentran parcialmente elementos que las corroboran, pero no
siempre consideran una cierta ambivalencia
política -como si de tratara de una identidad preconstituida o de un sujeto
político uniforme- que, lejos de resultar un obstáculo, pone de manifiesto una
temporalidad en la que la indefinición relativa es condición de existencia de un
nuevo poder constituyente en el campo político español.
Destacar
ese punto, por lo demás, no niega la premisa básica de esta reflexión: toda
lectura, por el hecho mismo de arrojar luz en cierta dirección, traza su propia
línea de sombra, lo que equivale a asumir la parcialidad del propio punto de
partida, ni siquiera cancelado por un intento de totalización abierta. En ese
sentido, como «objeto dinámico», el movimiento 15M rebasa cualquier lectura que
pueda hacerse al respecto.
Dicho
lo cual, hay suficientes elementos para suponer que si bien las ambigüedades
que atraviesan este movimiento persistirán en el corto plazo, ello no excluye
una progresiva construcción de equivalencias políticas entre sus elementos
plurales. Desde una perspectiva estratégica que apueste por la internacionalización
de la revuelta, el significante vacío (1)
más apropiado para favorecer un encadenamiento de reivindicaciones
diferenciales no es «democracia real ya» (DRY), «15M» o «acampados» sino el de
«indignados»: traza un punto nodal en el que una multiplicidad de agentes
sociales pueden sentirse incluidos, a pesar de unas diferencias ideológicas
irreductibles y precisamente por su falta de anclaje a un grupo concreto. El
carácter difuso de este significante, invocado como un límite para la
construcción de una identidad reconocible, es más bien condición de existencia
de su potencial expansión, no exenta de contradicciones y tensiones. Si “DRY”
reenvía a una plataforma específica que no suscita identificación por parte de
otros grupos participantes, y si tanto “15M” como “acampados” trazan
referencias histórico-locales, la de “indignados” tiene la ventaja de rebasar
cualquier espacio-tiempo local y ser apropiada por movimientos sociales
diversos en múltiples lugares (lo que implica una deriva que no puede resolverse a priori). Aún así, puesto
que dicho proceso de internacionalización es por el momento incierto e
incipiente, me limitaré a reflexionar sobre el 15M como experiencia colectiva
de ruptura.
Nada
señala que la proliferación interpretativa sobre estos acontecimientos
políticos no siga su curso meses después de las revueltas pacíficas que se
produjeron en distintas ciudades españolas: desde una interpretación fascista
que denuncia la debilidad del gobierno nacional y llama al desalojo policial inmediato
de los “piojosos y perroflautas” (sic) de las plazas públicas (en nombre de la
seguridad, el orden público y la salubridad de no se sabe qué damnificados)
hasta una interpretación que enfatiza la dimensión revolucionaria de sus
prácticas asamblearias y horizontales (marcadas por un anticapitalismo
militante), pasando por quienes reconocen en ese movimiento un relevo
generacional de grupos libertarios y ácratas aplastados brutalmente por un
estado opresor o por quienes toman distancia de su presunto reformismo
demócrata-burgués y su falta de radicalidad política.
Sin
embargo, el discurso que tanto en los medios masivos de comunicación como en el
sistema político institucional tiende a prevalecer es el de un “movimiento de
jóvenes indignados” que, por una situación de crisis, está siendo afectado por
las dificultades en el acceso a la vivienda y al empleo (más o menos
cualificado). Dicho de otra manera: el discurso dominante liga la indignación a
una reacción defensiva de una “juventud” acosada por el estrechamiento de sus
oportunidades vitales que, en una actitud que oscila entre lo ejemplar y lo
incívico (con supuestos conatos de violencia que mancharían su identidad, erosionando
su legitimidad democrática), sale a las calles a reclamar que los escuchen
(algo que, salvo algún partido de izquierda, no ha ocurrido en absoluto con
respecto a los partidos mayoritarios, a pesar de algunos gestos demagógicos
efectuados en ese sentido). En un giro nada inocente, se borra de esas luchas
cualquier dimensión que conecte a los antagonismos de clase, construyéndose una
categoría sociológica homogénea (“la juventud”) allí donde hay, más bien, una
pluralidad de identidades sociopolíticas incontenibles.
Ese
discurso dominante no está exento de disputas. Las advertencias de algunos
miembros de la casta política son claras y no por azar circulan acusaciones que
señalan al 15M como un “movimiento totalitario” (sic) que ha traspasado “la
línea roja” (sic) y actuado de forma “antidemocrática y violenta”, al decir de
Artur Mas de CIU. No faltan escenas de políticos que se conciben como
«víctimas» de unos actos de protesta que vulneran sus derechos o perturban el
orden público. Alcanza recordar la legitimación por parte del exministro del
interior Pérez Rubalcaba de la vergonzosa carga policial en Valencia el pasado
jueves 9 de junio de 2011, alegando que no se podía tolerar la violencia (sin
aportar la más mínima prueba de las supuestas agresiones a la policía por parte
de los manifestantes). O, para remitirnos a un contexto más inmediato, a las
justificaciones gubernamentales de las cargas policiales contra las marchas
laicas en Madrid, simultáneas a la visita de la máxima autoridad católica.
Tampoco
resulta sorprendente, en ese contexto, que a medida que se sucedieron las
semanas, la burguesía comercial afectada por las acampadas en Puerta del Sol
haya mostrado su recelo, invocando pérdidas millonarias. (Dicho sea de paso, su
posición presupone que en otras
condiciones habrían obtenido millones de ganancia; pero si eso es cierto, ¿con
qué credibilidad invocan de forma crónica la crisis para sumarse a los que
exigen más “flexibilidad laboral”, esto es, nuevas precariedades para las
clases trabajadoras?). No es de extrañar un creciente viraje de la “tolerancia”
a la “reprobación” (que no es más que la contracara de la primera) por parte de
estos sectores sociales. Su demanda creciente de uso de la fuerza policial para
impedir la ocupación de espacios públicos que simbolizan al movimiento
(especialmente la Plaza del Sol) es coherente con sus identificaciones de clase
y su repudio a todo aquello que ponga en jaque su régimen de privilegios.
A
pesar de esos estigmas y tachaduras, el movimiento en esta fase sigue
suscitando «simpatías» mayoritarias (y uso deliberadamente este término para
indicar una distancia efectiva entre las reivindicaciones del 15M y unas
adhesiones recelosas de sumarse de forma abierta, descreída de sus posibilidades
de cambio). El apoyo social al movimiento 15M sigue siendo tan amplio como
inestable y no debe inducir a engaños. Que hasta la mujer más rica de España
manifieste su apoyo resulta relativamente previsible, considerando la
heterogeneidad radical del movimiento (recordemos que participan más de 200
plataformas ciudadanas) y la pluralidad de demandas que en más de una ocasión
asumen direcciones diferentes. Salvando a los guardianes mediáticos de la
oligarquía financiera y de la derecha política (encarnados de forma
caricaturesca por el canal televisivo Intereconomía), lo que prima en los
medios masivos es un discurso que oscila entre la benevolencia paternalista, el
borrado escandaloso de su acontecer y unas advertencias recurrentes ante la
posibilidad de que estos actos colectivos traspasen ciertos límites propios de
la mentada “normalidad democrática”. Puesto que en este discurso la revuelta
pacífica está asociada a los jóvenes se transita sin dificultad entre una
actitud contemplativa –planteando como “razonable” el enojo para una generación
privada de bienestar- y una actitud recelosa –las travesuras de juventud pueden
terminar mal y más si se suman esos individuos peligrosos y desclasados, como
caídos del cielo, llamados “antisistema”-.
Esas
actitudes, desde luego, no son impedimento para que la cobertura informativa
sea dispar, cambiante y alineada tanto al partido de gobierno como al establishment económico-financiero. Esa
“cobertura” se hace fugaz cuando no puede directamente suprimirse, pero el
sesgo discursivo es claro: se trata de un movimiento juvenil minoritario -de
una dimensión indefinida: cientos o miles a lo sumo- que, en la medida que no
alteren el “orden público”, sólo marginalmente forman parte de lo noticiable,
de lo que la opinión publicada interpreta como públicamente relevante. Las
mismas vulneraciones al estado de derecho por parte de sus presuntos
defensores, esto es, por parte de las autoridades políticas y policiales, no
parece ameritar ninguna crítica ni siquiera por parte de la cadena pública de
televisión española (TVE), responsable de ofrecer un servicio público de información
veraz y confiable. Cualquier consejo deontológico de periodistas independientes
no dudaría en tachar a estos medios masivos como órganos sistemáticos de
desinformación y por tanto, como instancias de nula credibilidad. Los
responsables de su gestión, incluyendo los periodistas que contribuyen a estas
actividades propagandísticas que empaquetan las noticias como mercancías a
clientes ávidos de distracción, deberían responder al grave incumplimiento de
sus deberes periodísticos, sin descartar sanciones de suspensión o
inhabilitación profesionales en los casos más notables. La manipulación
deliberada de videos en los que la violencia policial es invisibilizada por
obra del montaje; la desatención de denuncias documentadas sobre policías
infiltrados; la reproducción de informaciones no contrastadas con respecto a
supuestas agresiones a la policía; el espacio televisivo marginal prestado a
acontecimientos políticos locales de primera magnitud como el 15M; el
sobredimensionamiento de actos de violencia callejera aislada; la
descalificación y menosprecio mostrado hacia este movimiento democrático, entre
otras cuestiones, justifican esta petición.
2) Hegemonía neoconservadora y 15M
¿Cómo
se explica que no obstante ese apoyo social amplio un partido político como el
PP haya arrasado en las elecciones municipales y autonómicas del 22-M? En otras
palabras, ¿por qué fue posible su triunfo electoral a pesar de las simpatías
suscitadas por un movimiento que desde el principio tomó distancia del
bipartidismo?
En
primer lugar, si se tiene en cuenta que el PP obtuvo aproximadamente alrededor
de nueve millones de votos, de un total de 23 millones de votantes efectivos,
la respuesta es clara: en la presente monarquía parlamentaria alcanza con ser primera minoría para gobernar. La
paradoja de este tipo de "democracia representativa" es que está
basada en que una primera minoría gobierne a todos alegando ser mayoría
absoluta. Si el número de personas que optaron por la abstención es superior a
los 11.000.000 de personas, la conclusión es que la mayoría considera que esta forma de democracia (“representativa”) no
es suficiente para movilizar su energía política. Una democracia así
concebida, sin embargo, tiene serios déficits democráticos. Que un partido
político pueda gobernar con 3 millones menos de personas que los que reúne el
electorado que no vota a ningún partido (33,77% de abstinencias, 1,70% de votos
nulos y un 2, 54 % de votos en blanco) cuestiona la “representatividad” de esa
primera minoría y más en general, la legitimidad del sistema electoral español
que protege de forma antidemocrática el bipartidismo dominante.
Una
segunda consideración debe tomar en cuenta la factura o el desgaste sufrido por
el actual partido de gobierno. A la baja representatividad del sistema político
vigente hay que sumar el desgaste de un gobierno que no ha dudado en aplicar de
forma oblicua el recetario neoliberal. Más que en clave de desempeño del
partido de oposición (que augura una radicalización del neoconservadurismo),
hay que leer la debacle del 22M como el costo electoral del giro político del
partido gobernante. Aunque los efectos de erosión de la hegemonía
neoconservadora son crecientes, lo antedicho no implica necesariamente que estemos
asistiendo a un cambio político inminente. En todo caso, limitan dicho proceso
hegemónico y remarcan las resistencias sociales que en el presente se están
articulando.
La
tensión política entre ese proceso y un apoyo difuso pero mayoritario al
movimiento 15M señala, en tercer lugar, la amplitud de sus reivindicaciones.
Esa amplitud posibilita que diferentes sectores y grupos se identifiquen si no
con el conjunto de sus planteamientos, sí al menos con algunos de estos. En ese
sentido, lo que confiere cierta unidad al movimiento 15-M no es la uniformidad
identitaria ni el consenso político, sino más bien su antagonismo sostenido
ante un sistema político, económico e institucional incapaz de dar una
respuesta satisfactoria a las demandas de millones de ciudadanos.
Este
antagonismo popular no sólo no está siendo desarticulado por la acción policial
sino que es atizado con cada una de sus intervenciones. Si por un lado el
actual gobierno nacional y algunos gobiernos autonómicos han optado por
criminalizar la protesta social (al punto de penalizar a algunos de sus
miembros, de infiltrar a la policía secreta dentro de algunas manifestaciones
como es el caso de Barcelona y Valencia y de ordenar sucesivas cargas
policiales injustificadas) en grados diversos y con algunas vacilaciones
propias al cálculo de posibles efectos electorales negativos, por otro lado, el
movimiento 15M se ha reafirmado con nuevas acciones de protesta y elaboración
de propuestas tan concretas como factibles.
El
fracaso de la política del miedo se atestigua en el fracaso del miedo a la
política: incluso en pleno receso, las calles se han convertido en el escenario
de una práctica política impensable hace escasos meses, cuando las estructuras
institucionales (incluyendo partidos y sindicatos) pretendían ejercer el
monopolio de la representación. La repolitización de las prácticas sociales
abre brechas para una política radical, poniendo en jaque la despolitización
propia de una sociedad del espectáculo. Al desprecio a la democracia que los
sujetos políticos y económicos dominantes muestran, el movimiento 15M responde
con una democratización radical de sus decisiones y una reconstitución del
poder constituyente.
3) La erosión de la política
espectacularizada
Aunque
no dispongamos de ninguna racionalidad instantánea para determinar la condición
revolucionaria de este movimiento de una vez para siempre
(devenir-revolucionario no es una fatalidad histórica ni una necesidad
trascendental), al menos sí podemos identificar en su interior algunas
prácticas y significaciones emergentes que validan la idea de que estamos
contribuyendo a la construcción de una cultura política incipiente que pone en
cuestión lo que Debord interpretaba como la «espectacularidad» de lo social,
esto es, su reducción a lo dado, en la que el ciudadano es producido como
espectador de una escena predefinida. Dicho de otro modo: si vivimos en una
sociedad del espectáculo (como “relación social entre las personas mediatizada
por la imagen” [2]) posibilitada por una economía de la abundancia, la crisis
de esta economía es también crisis de una subjetividad marcada por un proyecto
político que justifica lo existente. A la “(…) libertad dictatorial del
Mercado, atemperada por el reconocimiento de los Derechos del Hombre
espectador” (3), el 15M contrapone otra
escena que, estrictamente, no escenifica nada, sino que moviliza un
inconsciente político revolucionario.
Nada
de ello es motivo para una ilusión sobredimensionada: cuestionar la
«mistificación burocrática» sólo es el primer paso para la invención de una
sociedad postcapitalista que ponga en jaque la separación radical que estructura la espectacularización de lo
social. Al optimismo de la voluntad hay que contrapesarle el recuerdo
perturbador de un capitalismo que se reproduce incluso si ello significa la
ruina continua de sus promesas y la destrucción diaria de cientos de miles de
vidas.
Eso
no es óbice para pensar esta intervención colectiva como una réplica que
erosiona la escena sedimentada, abriendo un tiempo de repolitización de lo
social, esto es, creando una aceleración histórica que abre como horizonte de posibilidad una transformación radical de la
sociedad. Ahora bien, puesto que se trata de una posibilidad contingente entre otras, no hay ninguna razón para suponer que
esa transformación será efectiva (ni,
mucho menos, inmediata). La
posibilidad de una restauración autoritaria del control resulta mucho más
inminente y cierta. Es probable que, de no articularse a nivel internacional,
el 15M sea crecientemente reprimido y, en consecuencia, esa posibilidad
transformadora quede momentáneamente clausurada.
En
el contexto de esa indeterminación relativa, puede afirmarse que al inmovilismo
ciudadano le sobrevino un estallido pacífico pero activo de sujetos que luchan
de forma apasionada contra el hundimiento resignado de sus esperanzas. Ante una
política del espectáculo que pasiviza al
sujeto, incluso justificando las decisiones como cuestiones técnicas
ineludibles, el 15M replica a fuerza de indignación, resemantizando lo público
como espacio de protesta y deliberación políticas. Con ello, interroga el
sentido de lo público como mero espacio de circulación de mercancías o lugar de
esparcimiento privado. Al deseo de dormir de una sociedad, el 15M responde con
un deseo lúcido de soñar: no sólo cuestiona la especialización del poder y las
jerarquías representativas, sino que cuestiona lo permitido. Forja lo posible contra una legalidad que tiende a
anularlo en una red de relaciones de poder radicalmente desigual.
Insistamos
en el punto: el 15-M -como sujeto político plural- no constituye, al menos
momentáneamente, una configuración hegemónica alternativa; más bien, tiende a
limitar la hegemonía cultural y política del neoconservadurismo, a la que
contribuyen las fracciones dominadas de las clases dominantes (entre ellos, una
intelligentia tecnocrática
comprometida con el capital financiero y empresarial). La hegemonía del
conservadurismo, aunque no ofrece perspectivas para una salida inmediata a la
crisis estructural de legitimidad partidaria, hace previsible la victoria electoral
del derechista PP y, menos coyunturalmente, el taponamiento en el corto plazo
de un cambio sistémico. Puesto que el capitalismo necesita instaurar un régimen
sacrificial para seguir reproduciéndose, una perspectiva de cambio
revolucionario debe empezar erosionando las bases de ese régimen. En esa
dirección, no sin tensiones políticas, parece estar avanzando el 15M.
4) Razones de las indignaciones
Referirnos
a múltiples indignaciones, sin centro
unitario, se ajusta más a los acontecimientos políticos que intentamos pensar,
en tanto dislocaciones de un orden social parcialmente desestructurado. La
pluralidad de insatisfacciones sociales resulta clara. Sin pretensiones de
exhaustividad, hay que recordar las siguientes:
- el autismo del sistema político ante demandas y necesidades de la sociedad civil, tanto a través del desentendimiento del bien común como de la privatización de empresas públicas rentables;
- las falencias democráticas del sistema electoral español, en el que el voto de los ciudadanos no cuenta por igual según el partido del que se trate;
- la política fiscal profundamente regresiva (que grava más a los que menos tienen y desgrava a la franja minoritaria que concentra las rentas y las propiedades);
- la transferencia de pérdidas del sistema financiero a la ciudadanía y de recursos económicos de la ciudadanía al sistema financiero o, dicho en términos de clase, la expropiación manifiesta de las clases propietarias a las clases populares;
- el cinismo hipócrita de las estrategias de alianza del estado español, que no sólo deslegitima a nivel internacional cualquier alternativa política, sino que además destina fondos públicos para el sostenimiento de una política exterior belicista;
- la desfinanciación cortoplacista de las instituciones educativas y culturales simultáneamente a la financiación de instituciones religiosas, militares y financieras;
- la connivencia entre estado y sindicatos mayoritarios que no sólo han desmovilizado a sus afiliados, sino acordado graves recortes de derechos, como contrapartida de cuantiosas subvenciones;
- la persistencia de un régimen monárquico anacrónico, que además de defender privilegios de nacimiento y títulos nobiliarios de tradición medieval, participa en negocios opacos, goza de inmunidad jurídica y está sustraída de la crítica pública;
- la retórica gubernativa de la austeridad, que reclama sacrificios colectivos sin regular la abundancia privada de las oligarquías económicas ni penalizar de forma suficiente la corrupción política y empresarial;
- la continuidad de los desahucios (más de 300000 familias sin vivienda mientras en España el saldo de viviendas vacías es de 700.000) y el aumento de la pobreza (más del 20% de la población total);
- los ajustes y reformas laborales exigidos por las grandes empresas mientras distribuyen beneficios en un contexto donde el paro supera el 20% de la población activa;
- la actuación delictiva e impune de la banca y agentes de bolsa, responsables centrales de la crisis financiera y principales beneficiarios de la misma, incluyendo una política de rescate financiada por el estado;
- el subsidio millonario que el estado español, constitucionalmente declarado aconfesional, proporciona a la iglesia católica (más de 10.000 millones en 2010) mientras impone políticas de ajuste;
- los órganos de un sistema judicial injusto, con tintes no sólo conservadores sino radicalmente autoritarios y clasistas;
- las estrategias de desinformación y descalificación que los mass media han puesto en marcha para desactivar las protestas sociales, así como el control informativo férreo que fijan las principales agencias de información a nivel mundial como modo de perpetuación de lo existente;
- la desigualdad institucionalizada entre inmigrantes y el resto de ciudadanos y la expansión del racismo y la xenofobia institucionalizadas;
- el oligopolio ejercido por algunas corporaciones trasnacionales, incluso en sectores críticos como la alimentación y la farmacopea, instaurando un régimen de especulación indiferente a la supervivencia y a la hambruna de pueblos enteros;
- la resignación y sumisión que siguen gobernando nuestras prácticas cotidianas en el mundo laboral y político, así como la lentitud de respuestas colectivas críticamente articuladas.
En suma, no sólo está en cuestión un sistema político
y económico basados en la mercadocracia y la plutocracia (tal como recuerdan
algunas pancartas, como p.e. “esto no es una crisis, esto es una estafa”, “democracia not found” o “no somos mercancías
en manos de políticos y banqueros”), sino también una cultura del consumismo
que ha declinado del “derecho de soñar” y, en general, a imaginar e instituir
otro mundo social. En particular, está en cuestión una ética capitalista que
instituye un vínculo instrumental y apropiativo con el otro, basada en la
ambición de conquista y el dominio técnico del mundo, incluyendo el mundo
social.
No
todas estas indignaciones tienen la misma relevancia y, de hecho, en diferentes
grupos las prioridades de unas sobre otras varían. No constituyen un
ideario, aunque es reconocible una perspectiva que podría unificarse en la
crítica al capitalismo. Relevan asimismo una situación en la que unos agentes
sociales se movilizan tras la búsqueda de otro mundo posible. De la
articulación de esas insatisfacciones en un proyecto político contrahegemónico depende,
en buena medida, su persistencia como movimiento emergente.
Un
acontecimiento político de esta magnitud es insoslayable para la vida pública.
Como intervención histórica, marca unas modalidades singulares que reclaman
mayor atención.
En
primer lugar, la carencia de líderes que hace posible una función de liderazgo
compartido. La presencia de portavoces rotativos resta importancia a la pugna
de roles. En ese sentido, esa carencia constituye una condición para el
ejercicio de una práctica asamblearia, en la que los intercambios están
marcados por un principio efectivo de igualdad, más allá de las previsibles
disputas por el protagonismo por parte de algunos de sus miembros.
La
apuesta por la no-violencia, asimismo, aunque no impide una creciente represión
policial y jurídica, sí la deslegitima socialmente. Ante la evidencia de un
movimiento pacífico de protesta, las cargas contra éste son interpretadas
mayoritariamente, con razón, como una vulneración del estado de derecho. Esa
interpretación se transforma en un enérgico cuestionamiento a las actuaciones
policiales y, en menor medida, a las decisiones estatales que le subyacen.
Muestra las graves restricciones existentes que impiden un ejercicio
democrático como la protesta, en la que todo ciudadano sea considerado, de
forma concreta, como un sujeto de pleno derecho. La ideología ilustrada del
ciudadano libre e igual queda jaqueada por un estado que se limita a
administrar unos privilegios de clase y a obturar, de forma ilegítima, la
práctica del disenso. Aunque dicha apuesta evita un mayor descrédito mediático,
es probable que la violencia policial sistemática pueda generar, en algunos
sectores minoritarios dentro del movimiento, estallidos efímeros de violencia
callejera.
En
tercer lugar, la modalidad asamblearia y desjerarquizada que estructura las
prácticas comunicacionales al interior
del movimiento, a la par de posibilitar la construcción de propuestas
con consensos mínimos (no necesariamente unanimidades), pone serios límites a cualquier intento de
cooptación por parte de los partidos políticos tradicionales. Al evitar la
designación de interlocutores fijos, el movimiento se protege simultáneamente
de la criminalización de los que asumen de manera rotativa una función de
liderazgo e impide pactos a espaldas de sus mayorías. De esta manera, se
sostiene un proceso deliberativo que permite la creación de lineamientos de
acción y reivindicaciones colectivas sujetas a la crítica colectiva, sin
compromisos asumidos de forma unilateral.
Un
cuarto componente, ligado al precedente, es la persistencia en una alternativa
extrapartidaria, que limita la asimilación sistémica. Si bien esta situación
habilita que partidos políticos de izquierda puedan apropiarse de forma
legítima de sus propuestas, la autoexclusión de la lógica partidaria constituye
al movimiento en un factor permanente de presión, central en cualquier sociedad
que se precie de democrática. Instaura con ello un órgano no-institucional de
control que fiscaliza las decisiones gubernamentales y visibiliza políticas y
acciones claramente antipopulares. En pocas palabras, contribuye a materializar
un modelo de democracia participativa, necesaria en sistemas parlamentarios
que, de forma cada vez más notoria, se subordinan a los intereses particulares
de los poderes económico-financieros establecidos.
También
hay que mencionar la creciente capacidad de autoorganización y autoconvocatoria
del movimiento, contrariamente a las profecías de la derecha autoritaria. La
coordinación horizontal y la acción descentralizada han mostrado su eficacia
cuando se utilizan de forma imaginativa y con la lucidez que aportan sus
participantes. La constitución de comisiones específicas, para atender
necesidades diferentes, en tanto ha evitado la compartimentación, ha probado
ser un método eficaz cuando se articula en asambleas generales, convocadas de
forma rápida y con importantes niveles de participación.
La
elaboración de elementos para un discurso crítico es otro aporte relevante del
15M. En dicha elaboración pueden rastrearse elementos de una «poética de la
revuelta» que conjuga de forma creativa un ideario heredado de la izquierda,
unas demandas coyunturales nacidas de la insatisfacción de algunos sectores
sociales y unos modos expresivos que incluyen desde la poesía al graffiti,
pasando por la creación de pancartas (plagadas de humor, crítica incisiva e
interpelación directa) como por el uso de recursos teatrales (como el mimo) y la implicación del cuerpo en la
protesta.
En
ese sentido, constituye una dimensión central del 15M el despliegue de una política del cuerpo en el que la
sensibilidad es reconstituida para hacer posible una proximidad con el otro,
negada por la productivización del cuerpo. A pesar de la burla o el sarcasmo
que estas prácticas propias a una nueva sensibilidad han despertado incluso
entre sectores de la izquierda tradicional, inciden en una dimensión
fundamental de la vida social: la proxémica
que, en nuestra sociedad, tiende a quedar confinada al círculo de la intimidad.
Reactivar un cuerpo próximo es, también, apuesta por otros vínculos sociales,
en los que el erotismo, la fraternidad y el mutuo reconocimiento no aparezcan
como elementos recluidos en una intimidad acorralada sino como dimensión
estructurante de lo humano.
En
estrecha conexión a lo precedente, aparece en este horizonte una ecología política, ligada no sólo a la
reivindicación de los derechos de la naturaleza (absolutamente menospreciados
en la política clásica), sino también al derecho a sentirse parte de esa
naturaleza maltratada. Si bien algunos grupos han reenviado esas
reivindicaciones a un ámbito místico-religioso, son comunes a una sensibilidad
social que interpreta la destrucción del medio ambiente como un asunto político
de primer orden, en tanto afecta no sólo la vida en común sino la posibilidad
misma de supervivencia del género humano.
Aunque
la búsqueda de unanimidad ha trabado en varias ocasiones el desarrollo de
propuestas que rebasen una lógica de mínimos, siendo un límite que puede y debe
superarse, el 15M a través de su estructura asamblearia ha encarnado una
alternativa política en la que la pluralidad ideológica no sólo no es vivida
como amenaza, sino como condición de una democracia participativa. Contra la
disciplina partidaria que llama al alineamiento en bloque, el 15M muestra una
opción políticamente relevante y factible: hacer de la pluralidad no un
elemento residual que debe permutarse por una unidad, sino un componente irreductible y central en el
proceso de toma de decisiones. Aunque eventualmente ensombrecido por un
eclecticismo de corto alcance, y a condición de no convertirse en relativismo,
un cierto pluralismo crítico es parte irrenunciable del proceso de
radicalización democrática. Esa pluralidad diferencial es condición de
posibilidad de la construcción de unas equivalencias discursivas que,
efectivamente, apuesten por una construcción contrahegemónica.
El
uso de las tecnologías de la información y la comunicación, en particular, de
las llamadas “redes y medios sociales” así como de telefonía móvil (como medio
fotográfico y audiovisual instantáneo) también es destacable, especialmente por
el uso estratégico que miembros del 15M han hecho para burlar o erosionar el
bloqueo informativo propiciado por los principales medios masivos de
comunicación. Así como los medios no son neutrales con respecto a las
finalidades, también puede decirse que las finalidades no son independientes a
los medios. Sin esas tecnologías, algunas peculiaridades de estas luchas
sociales y políticas no serían siquiera posibles. Desde luego, es un error
atribuir un protagonismo desmedido a estas tecnologías, pero el poder de
convocatoria y organización descentralizada que han posibilitado es un factor estratégico
a considerar.
Finalmente,
y sin pretensiones de exhaustividad, también hay que mencionar la participación
persistente de una multiplicidad de plataformas en la que preocupaciones tan
diversas como las referidas a la vivienda o a la defensa de la inmigración han
constituido focos específicos de acción. Forma parte de esta historia por venir
la historia de sus conquistas.
Ya
he enfatizado la importancia de no sobrevaluar las especificidades que el 15M
activa ni subestimar los riesgos a los que se expone (desde la asimilación
sistémica hasta la disgregación sectaria, la jerarquización de sus grupos, la
institucionalización de sus demandas, la indistinción generalizante en sus
cuestionamientos o el desvanecimiento de sus reivindicaciones más radicales).
Es cierto que el movimiento 15M no ha cambiado de forma estructural el actual
estado de cosas: no alteró la hegemonía política de la derecha -consolidada
tras la debacle sonora del PSOE-. Tampoco detuvo las reformas laborales y
constitucionales en curso, ni generó cambios significativos en la banca. Ni
siquiera ha logrado que los actores dominantes
del sistema político institucional mostraran la más mínima apertura ante sus
demandas plurales, aunque sí lo haya conseguido en partidos como Izquierda
Unida y otros partidos locales. Por el contrario, en los dos partidos
mayoritarios generó una clara condena por parte del PP y un gesto entre vacilante
y represivo del PSOE, a pesar de su retórica demagógica.
En
vez de concluir, de lo que se trata es de no prejuzgar el devenir contingente
del 15M. Si hablar de «revolución» es más una declaración de intenciones que
una realidad, de ahí no se deriva que sea ilusorio referirse a un movimiento
que puede devenir-revolucionario. Hay
suficientes dimensiones para señalar que está configurándose en esa dirección, sin
por ello negar los riesgos que implica la presencia minoritaria de algunos grupos
de derecha, ciertos reclamos acotados a un ideario reformista, los componentes
teológicos y místicos de algunas de sus identidades, el riesgo de fragmentación
interna por disputas de poder o el fantasma de una impugnación indiscriminada
de lo político y lo sindical, por poner algunos casos.
Decir
que el 15M no cambió nada es falaz.
No sólo porque quebró un inmovilismo
político apenas interrumpido por alguna huelga aislada con tintes fúnebres,
sino también porque instaló como eje de debate público cuestiones apenas
debatibles pocos meses atrás, como por ejemplo la reforma del sistema
electoral, la relación entre estado y economía (incluyendo la banca) o la
relación entre religión, medios de comunicación y estado. Además de esos
debates, las intervenciones del movimiento han logrado conquistas puntuales:
detener varios desahucios, bloquear las redadas policiales a inmigrantes irregulares,
frenar la expulsión de un inmigrante irregular encerrado en un CIE y reflotar
la aprobación de la ley patrimonial
(meses antes archivada). En términos más generales, ha logrado un nivel
de movilización colectiva sin precedentes en la última década en España, a
excepción de las manifestaciones contra la guerra de Irak. Nada de ello conduce
a confundir un principio activo de cambio con conquistas sociales e
institucionales efectivas. Entre un deseo revolucionario y una sociedad
revolucionada hay una distancia radical que sólo la práctica política (no
necesaria ni principalmente partidaria) puede mitigar.
Hay
múltiples razones para suponer que las indignaciones del presente no se
desactivarán en el corto plazo. Las condiciones que han producido esta revuelta
pacífica siguen inalteradas. En El
porvenir de una revuelta (4), Kristeva
apunta: “(…) la revuelta permanente es este reiterado cuestionamiento de sí, de
todo y de nada, que aparentemente ya no tiene razón de ser” (op.cit., p. 10). En el contexto presente, hasta la apariencia
de lo injustificado se desvanece. La
revuelta tiene múltiples razones de ser.
Un
proceso revolucionario, sin ese autocuestionamiento permanente, sólo puede
conducir a una nueva forma de ceguera. Rebelarse contra los poderes
establecidos constituye un acto de dignidad cuando esos poderes no sólo coartan
la libertad de crítica, sino cuando impiden la creación de formas de vida que
no se limiten a la mera supervivencia. Ello supone dejar de confinar lo
«imaginario» al campo de lo ilusorio, para reconsiderarlo como el tejido
significativo que nos permite concebir e instituir otras formas de vinculación
social. Forma parte de nuestros desafíos participar en la construcción de un imaginario
político que no se agote en la vida concebida como una competición -en la que
sólo cuenta el goce privado- sino que apueste por una forma de vida en la que nuestros
semejantes deben tener un lugar central y decisivo. En esa apuesta se juega,
sin más, nuestro porvenir compartido.
Arturo Borra, 1 de
septiembre de 2011
(1)
Para profundizar en esta categoría, se puede consultar Laclau, Ernesto, Misticismo,
retórica y política, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006 y
Laclau, Ernesto, Emancipación y diferencia, Ariel, Argentina, 1996.
(2)
Debord, Guy, La sociedad del espectáculo,
Pretextos, Valencia, 2003, p. 38.
(3) Debord, Guy, op.cit., p. 35.
(4)
Kristeva, Julia, El porvenir de la
revuelta, Seix Barral, Barcelona, 2000.
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