sábado, 10 de septiembre de 2011

Epílogo del 11-S: la máquina de guerra estadounidense 10 años después



-I-
 No es mi propósito aportar nueva información empírica con respecto a lo ocurrido el 11-S. A excepción de los primeros meses en los que surgieron hipótesis diversas relacionadas a la autoría de la atroz masacre de más de 3000 personas en el atentado de las torres gemelas, la interpretación oficial, 10 años después, no ha cambiado: se trató de una acción terrorista perpetrada por miembros de una célula de Al Qaeda. En esa lectura, cualquier vestigio de responsabilidad del gobierno estadounidense ha quedado diluido. Si bien no hay suficiente información disponible para afirmar la activa complicidad del gobierno de EEUU con respecto a un ataque terrorista semejante, lo mínimo que habría que señalar es una grave “negligencia” ante advertencias realizadas con respecto al atentado. Con todo lo imprevisible que pudo haber resultado para la mayoría, es dudoso que el 11-S haya estado exento de cálculos de rentabilidad político-militar, cuando no directamente económica, por parte de algunas autoridades y agentes financieros estadounidenses. No cabe descartar que dichas elites, sabiendo de la inminencia de un atentado de magnitud, hayan vivido dicha posibilidad como una oportunidad para reconfigurar las relaciones de fuerza mundiales.

Para situar dicho hito histórico es relevante recordar que el gobierno de Bush, en ese contexto, estaba impulsando el proyecto de un escudo antimisilístico de escala planetaria, bajo el paradigma de un ataque convencional de gran escala, heredado de la guerra fría. En pleno impulso, sin embargo, miembros de Al Qaeda realizaron una operación sin precedentes en la historia de las guerras no-convencionales, sin recurso a tecnología militar alguna. Más de una vez se ha dicho que este grupo terrorista no sólo estaba derribando unas torres emblemáticas del capitalismo financiero, sino también el paradigma de seguridad dominante en el aparato militar de EEUU. Sólo entonces podría resultar verosímil la vulnerabilidad de la CIA al momento de impedir un atentado de esa magnitud.  

La disponibilidad de información privilegiada por parte de algunos agentes financieros y de información de inteligencia por parte de algunas autoridades estadounidenses no parece incompatible con la afirmación precedente, a condición de que la categoría de «paradigma» sea fuertemente matizada. Si por un lado esa información de un posible atentado en territorio estadounidense no pudo ser asimilada por un aparato de inteligencia dominado por una lógica de la guerra abierta, imposibilitado de responder de forma anticipada y eficaz a una alerta grave e inminente, por otro, no puede afirmarse con validez que esa matriz fuera compartida por toda la “comunidad” implicada. De hecho, ya existían importantes antecedentes de ataques similares en décadas previas, aunque de menor escala, y resulta inverosímil suponer que dichos peligros no pudieran ser procesados de otra forma por al menos una parte de la inteligencia militar.  En este sentido, es seguro que la idea de un ataque terrorista que usara tecnología no-militar ya estaba presente en algunas elites políticas, económicas y militares locales que, sin embargo, encontraron en el 11-S la oportunidad para institucionalizar un nuevo paradigma securitario.

El segundo matiz al respecto es que dicho paradigma no supuso en absoluto la exclusión de la guerra convencional, sino que más bien la extendió como supuesta forma de prevención de posibles ataques y como medio privilegiado para el desarrollo de una política energética de largo plazo (sin el menor reparo en cuanto al expolio de recursos ajenos). Una década después resulta claro que tras el atentado EEUU emprendió varias guerras en un nuevo giro de su política exterior (rehabilitando la teoría de las guerras preventivas y haciendo estallar por el aire cualquier mínimo orden jurídico internacional).

Retroactivamente: el golpe a las torres permitió crear las condiciones sociales favorables para nuevas intervenciones bélicas de EEUU, especialmente en Afganistán e Irak. El 11-S constituye un hito histórico que posibilitó el relanzamiento de una política belicista y la reactivación del complejo industrial-militar estadounidense, principal beneficiario de la gigantesca transferencia de recursos públicos que supusieron (y suponen) dichas guerras. Aunque mucho se ha discutido sobre el balance negativo que tal política implicó para las arcas públicas, en cambio no caben dudas razonables con respecto a su funcionalidad para los intereses de dicho complejo. En este sentido, el 11-S constituyó un acontecimiento que favoreció la producción de nuevas guerras, la expansión de la no menos millonaria industria de la seguridad (alimentada con el pánico permanente ante posibles ataques terroristas) y la radicalización de grupos yihadistas que significaron la “guerra santa” (esto es, su propia acción terrorista) como una forma de replicar al terrorismo padecido diariamente, incluyendo las ejecuciones extrajudiciales y la violación de derechos humanos básicos.


-II-

No es que el capitalismo no cargara con innumerables muertos –con sus muertos, pese a ponerlos como los otros muertos, los que todavía-no-se-han-incorporado-al-sistema, los que no forman parte de la contabilidad de la “comunidad propia”. A pesar de la terrible evidencia del crimen perpetrado como un ritual cotidiano sin relieve, lo que sacudió al mundo fue la muerte de millares de ciudadanos estadounidenses, ante el gesto incrédulo de un aparato que en su megalomanía probablemente estaba dificultado para prevenir una contraofensiva de semejante magnitud. Pero quizás ni siquiera sea ajustado atenerse a los muertos. En última instancia, la conmoción del mundo fue ante la vulnerabilidad radical del Estado más poderoso del mundo, caracterizado por su impunidad para cometer crímenes de lesa humanidad. El estupor parece menos relacionado a unos cientos de asesinados más que se suman al festín de muertos –más o menos efímeros e insignificantes- que ante unas escenas semejantes a una ficción apocalíptica.

Dicho de otro modo: lo conmocionante ni siquiera estuvo ligado a la muerte (mediáticamente retaceada) de millares de personas anónimas (en su mayoría, personal de limpieza y mantenimiento de procedencia latina), sino a la vulneración como tal. El protagonismo absoluto del 11-S fue de las torres gemelas como núcleo emblemático de un poder impotente. La espectacularidad de su derribo y lo que dicho derribo representó en el imaginario colectivo explican, en cierta medida, la cobertura mediática desproporcionada del 11-S. La repetición de esas imágenes del derrumbe atestigua la dificultad para elaborar esta otra igualación traumática de los estados-nación como entidades esencialmente vulnerables.

Apenas hace falta recordar la cobertura efímera y marginal de acontecimientos no menos graves en la década de los 90. Por mencionar tres en los que estuvo implicado EEUU directamente o por omisión: la masacre de Ruanda (más de 800.000 asesinados en menos de dos meses, de la cual estaba alertado el presidente de entonces, Bill Clinton); la masacre de 300.000 iraquíes civiles en la primera guerra de Irak a principios de la década o los “daños colaterales” que las fuerzas de la OTAN perpetraron en la ex Yugoslavia.

Para retrotraernos más. Las intrusiones de EEUU en América Latina (apoyando de manera activa, a través del “Proyecto Cóndor”, las dictaduras de Chile, Argentina, Brasil y Uruguay, así como la financiación de grupos paramilitares en Nicaragua, Panamá, Cuba, Honduras, San Salvador, Paraguay, o Colombia, entre otros), el apoyo a estados dictatoriales africanos y de medio oriente (Egipto, Libia, Arabia Saudita o Irak por poner algunos ejemplos), el financiamiento y provisión estratégico-militar de enemigos declarados de la URSS (como fue el caso, en la década de los 80, de los talibanes en Afganistán o de los paramilitares nicaragüenses una década antes), forman parte del historial omitido no sólo a nivel oficial sino también en el plano de las grandes agencias internacionales de comunicación. Dentro del orden informativo internacional, el 11-S no fue remitido –ni es remitido en la actualidad- al intervencionismo belicista de la política exterior estadounidense, sino exclusivamente a un acto terrorista producido por fanáticos del “fundamentalismo islámico”. La trivialidad de esta explicación, aunque superficialmente válida, borra precisamente aquella estructura sociopolítica que sostiene el fundamentalismo y crea las condiciones propicias para este tipo de actos.



Por lo demás, aunque el saldo en vidas humanas de esa política belicista es notablemente superior a la masacre producida el 11-S, este acontecimiento marca en otro sentido una ruptura, no tanto en cuanto a la condición de las víctimas, sino fundamentalmente en cuanto a la conciencia colectiva de una impotencia fundamental en lo atinente a la propia seguridad. No se trata, en este sentido, más que de la inversión del unilateralismo, leído en clave hegemónica como “barbarie” contra la “civilización occidental” (interpretación que, sin modificaciones, se sigue usando para legitimar toda barbarie occidental y para insistir en el “choque de civilizaciones”).

En última instancia, no se trata de una cuestión de cifras. Ni siquiera de una venganza injustificable pero motivada por las atrocidades mundiales perpetradas por la primera potencia mundial a lo largo del siglo XX. Como contrapartida, interpretar la réplica de EEUU con las claves del westerns (en el que el sujeto épico lucha contra los villanos en una voluntad de justicia manchada de sangre) es seguir entrampados en la lectura binaria que sirvió de fundamento discursivo para relanzar una política militarista. Bajo pretexto de combatir el terrorismo (paraestatal), la máquina de guerra estadounidense no dudó en insistir con su política terrorista. Dicho de otra manera: al estado del terror provocado por un grupo paraestatal le ha sobrevenido una forma de terrorismo de estado que no ha dudado en restituir, de forma paraestatal, la tortura, la vigilancia permanente, el secuestro, el asesinato selectivo y las matanzas a civiles.

-III-


En este punto, importa interrogarse por las condiciones que han conducido al 11-S. Una primera hipótesis que cabe formular es que el terrorismo (paraestatal) constituye una específica forma de «retorno de lo reprimido» en su versión más destructiva: las fuerzas que el Imperio repudió regresan bajo síntomas suicidas. Apoyada teóricamente en el psicoanálisis (o una variante freudo-marxista del mismo), podría sostenerse que la represión produce una compulsión repetitiva. Los traumas no elaborados retornarían, en la historia colectiva, a través de múltiples manifestaciones destructivas. Aún a riesgo de hacer un uso sui generis de esta categoría freudiana -nada original si nos remontamos a La dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer-, podríamos sostener que los hijos saqueados del capitalismo y, en particular, las víctimas de los señores de la guerra han irrumpido en el núcleo del sistema. A su favor puede invocarse, en lo que atañe al estado estadounidense, la extorsión sistemática a economías subdesarrolladas, la permanente agresión a pueblos enteros, el sabotaje activo a iniciativas políticas diferentes, la ocupación militar de territorios en varios continentes, la explotación de otros países en una economía mundial del saqueo, la ingerencia autoritaria en países subordinados y el entrenamiento técnico en la muerte ajena. En esas condiciones, no resulta especialmente sorprendente que determinados sujetos se sientan llamados a ser portavoces de lo reprimido.

Aunque la “represión psíquica” no es equiparable a la “represión militar”, hasta donde sé, ello no impide trazar algunas equivalencias: en ambos casos lo perturbador es suprimido violentamente de la superficie de la conciencia o de lo público, persistiendo la invisibilización del objeto reprimido que se resiste a la pura reificación. Hace falta insistir en que, aunque EEUU se empecine en invisibilizar los efectos de sus políticas militares a través del marketing político y estrategias de imagen basadas en el principio de un estado humanitario y democratizante, no puede impedir que el objeto se rebele de esa posición repudiada. Que persiga convertir en imperceptible (para sus comunidades nacionales) la penuria de millones de seres humanos no quita que esos millones, pese a todo, sigan ahí, dispuestos a hacerse visibles incluso bajo formas funestas.  

Podría señalarse que esta lectura, aunque interesante, en algunos puntos es insostenible: no todo “sujeto reprimido” elabora su drama apelando al terrorismo y en todo caso, hay formas de terrorismo (estatal) que no se nutren en absoluto de un daño previo sino lisa y llanamente de la avaricia y la ambición desmedidas de diferentes elites de clase. Si el terrorismo estatal está indudablemente soldado al capitalismo, pensar que el terrorismo paraestatal constituye una respuesta (tan furiosa como previsible) provocada por los hijos desheredados del capitalismo no suele ser el caso. Por el contrario, el terrorismo, para ser operativo, requiere de un aparato estratégico-militar oneroso, habitualmente dirigido por líderes que apenas mantienen una relación directa con las clases más desfavorecidas y que, en cambio, sostienen el rentable negocio de la guerra y forman parte de las clases propietarias que lucran con la muerte. Sus líderes son cualquier cosa menos víctimas del capitalismo.

Aun así, ¿cómo podrían reproducirse estas máquinas bélicas dirigidas por los señores de la guerra, participen o no en las estructuras del estado, sin ese trasfondo de cientos de miles de víctimas? Desde esta perspectiva, la respuesta es relativamente clara: sin el repudio activo y la violencia abierta hacia unas poblaciones concretas, en clara desventaja a todos los niveles con respecto a las fuerzas militares imperiales, no habría posibilidad de liderazgo alguno de esos señores de la guerra ni mucho menos sería posible el reclutamiento de “mártires”. En otras palabras, sin la intervención de las máquinas de guerra estatales y paraestatales, promovidas por el complejo industrial-militar trasnacional, no habría posibilidad alguna de que los discursos fundamentalistas pudieran calar en sujetos –habitualmente, identificados con las víctimas- dispuestos a inmolarse.

Dicho lo cual, podemos reformular lo dicho: asumiendo que la articulación de una fuerza operativa implica la intervención estratégica de unos agentes que distan de ser identificables con las clases oprimidas, lo que esta hipótesis afirma, en cambio, es que el terrorismo paraestatal es una específica forma de encarnación de lo reprimido, que retorna como violencia extrema (incluso contra sí mismo, bajo el modo de la inmolación). No habría posibilidad de líderes de este tipo sin ese retorno de lo reprimido, esto es, sin la reaparición de fuerzas que pretendían ser suprimidas o aniquiladas. No se trata de ninguna metáfora: el asesinato ilegal de Bin Laden en manos de comandos especiales del ejército estadounidense, aunque confuso en su ocurrencia, es inequívoco en cuanto a este deseo aniquilador.

Podríamos también invertir el enunciado: los líderes del terrorismo paraestatal son producto de las grandes potencias estatales del capitalismo. Entre política exterior occidental y política del terror de Medio Oriente hay una relación directa indisimulable. Cabría preguntarse si, finalmente, el terrorismo no constituye una creación occidental en la que sus creadores, como en Frankenstein de Mary Shelley, pierden el control de lo creado, desatando una fuerza que vuelve, como un boomerang, sobre ellos.

En este sentido, el terrorismo en su versión paraestatal –como es el caso del terrorismo islamista-, es la apropiación perversa y fundamentalista de ciertas reivindicaciones de los desheredados por parte de los señores de la guerra, financiados y comandados por un bloque histórico compuesto por los estados aliados del norte. Por su parte, el terrorismo estatal, aunque mantiene la máscara mesiánica, se comporta de forma completamente cínica: no hace más que dar rienda suelta a sus intereses corporativos, aun si para ello necesita invocar “valores civilizatorios” que, de forma etnocéntrica, se autoatribuye.

Retomemos, entonces, el argumento central. Si hay goce (un goce inconfesable casi siempre, ligado a la fascinación de la destrucción fantástica del poderío) [1], tal goce está posibilitado por una represión previa de lo que puede haber de igual con respecto al otro. Puesto que considero que soy absolutamente distinto a mi antagonista, puedo destruirlo sin conmiseraciones. Lo que retorna, entonces, no es simplemente un sujeto excluido o marginado, fabricado por la propia potencia [2], sino un sujeto abyecto que adquiere resonancia mundial por mostrar simultáneamente una igualdad negativa (“todos somos vulnerables”) y volver a conjurarla (“pero daremos primero el golpe”). La igualdad repudiada es la condición necesaria que permite esta escena mortífera.

El goce proviene de una certeza que se revela, finalmente, como falsa: es el amo quien teme ahora (ese temor fue reconocible en las semanas de preparación militar que precedieron la invasión de Afganistán y reapareció en los meses posteriores a la supuesta victoria en Irak). Pero tal temor es efímero. El temor a la muerte pertenece a los que van al frente, los que arriesgan su vida. Tanto los señores del capital como los señores de la guerra mantienen a distancia ese temor, poniendo en juego la vida de los otros.

Sólo hay guerra entre amos, pero a través de esclavos. Si hay algún miedo posible de su parte es el que proviene del escenario de la derrota, porque amenaza con destruir la propia potencia como amo, en este caso, una teocracia suicida o un régimen expansionista. La desesperación de millones y el fundamentalismo mesiánico (que es teopolítico de ambos lados, o en otros términos, que es una forma de teocracia que mata a sus hijos) enlazados a un antagonismo radical, pueden cristalizar en un acontecimiento como el 11-S.

El retorno de lo reprimido –la igualdad repudiada- muestra aquí sus facetas más horrorosas: el síntoma suicida, bajo la forma de comando dispuesto a inmolarse y, lo que es peor, bajo la producción de una nueva masacre. Es corto de miras señalar que una vez les vuelve la pena de muerte a la que este estado imperial condena a muchos países y a cientos de miles de sus ciudadanos de segunda mano. Porque –hace falta insistir- los que murieron son parte del ejército de desheredados. Puede que alguien disfrute que el 11-S haya ocurrido en uno de los países en los que el sueño de omnipotencia tiene más asidero real. La derrota, sin embargo, sigue estando del mismo lado: en las clases subalternas.

Para el imaginario suprematista lo que escandaliza no son los muertos, sino la vulneración sufrida por una potencia como EEUU; una vulneración que es simbólica y material aunque no se hayan empleado más que armas blancas. Que el 11-S haya dado lugar a una nueva fase de intervención imperial no niega la herida infligida a ese imaginario suprematista. Lo reprimido en el capitalismo es la justicia económica y social, el hambre que asedia a dos tercios de la humanidad, la paz repudiada en nombre de intereses corporativos que requieren desarrollar la industria de la guerra -justificada moralmente por el imperio por presuntas causas humanitarias- para ampliar su rentabilidad.

Que la rentabilidad esté basada en la industrialización de la muerte no parece perturbar en lo más mínimo una economía del genocidio. La muerte del Otro forma parte estructural del capitalismo fundamentalista. La muerte en la propia comunidad es efecto indeseado del rechazo producido por una política imperial que no escatima medios: racismo, clasismo, xenofobia, nacionalismo… En esta espiral, EEUU actuó acorde a su guión preestablecido: localizar un enemigo con premura, para no seguir repitiendo la insoportable imagen de su condición inerme.


La imagen de la vulnerabilidad concreta, de la destrucción fantástica de Nueva York y sus habitantes, es insoportable y fascinante: así lo corroboró la política de información dominante en los medios masivos de comunicación. El protagonismo absoluto no lo tuvo, en este sentido, el conjunto de asesinados, sino el derrumbe de las dos torres magníficas. Una vez más, lo omitido es el cuerpo (sufriente, agonizante). El dolor incontable, que nada tiene de sensacionalista, es lo que quedó borrado, a fuerza de control informativo. En vez de mostrar el horror, los medios masivos optaron por un pacto de silencio, en nombre de la seguridad nacional. Las preguntas que inicialmente se formularon -averiguar qué sucedió con los aviones caza detrás del silenciado quinto avión, qué ocurrió con las denuncias de desaparecidos, con las conexiones locales, con los miles de musulmanes que habitan USA, con el presunto avión estrellado contra el Pentágono, con las operaciones bursátiles previas al atentado, etc.- quedó lisa y llanamente en el olvido.

Sin un enemigo reconocible, identificable, una vulneración semejante hubiese dado rienda suelta al pánico. La respuesta de EEUU no fue otra que la de construir enemigos por etapas: Afganistán, Irak… y las aventuras bélicas se repiten ahora en Libia. Es probable que, de no haber mediado las dificultades conocidas sobre el terreno, dicho aventurerismo se hubiera propagado con más velocidad por otras regiones ricas en recursos energéticos y aptas para la ampliación de mercados, el asentamiento de nuevas bases militares y el desarrollo de negocios ligados a la reconstrucción y explotación de recursos energéticos escasos. La plaga de la sospecha todavía se extiende sobre Medio Oriente y, como una peste endémica, puede incluso extenderse hacia África o el lejano Oriente. Nada indica que EEUU vaya a alterar su política de guerra y su arrogancia de dueño del mundo.

Las colisiones de varios aviones contra los emblemas del capitalismo han recordado imágenes propias de la ciencia ficción. El poder de la ficción, ya no cinematográfica o literaria, puede seguir caminos tortuosos. Las ficciones han montado una realidad del horror. Porque la planificación racional de la muerte tiene su marco siempre en ficciones ominosas, ligadas al mesianismo, a los sueños del amo que todo lo controla, como si el núcleo mismo del control no fuese el descontrol de los propios medios que se despliegan para controlar (la CIA, el FBI, el capital financiero, las industrias militares).

Al borde del abismo, en la continuidad de una guerra interminable, vivimos en un régimen de control reconstituido a partir del 11-S. Ese régimen preanuncia nuevas masacres, contadas en miles o millones. La historia bélica de EEUU en el siglo XXI se escribirá con la justificación del 11-S.


Arturo Borra
 
[1] En un polémico artículo, dice Baudrillard: “Que algún día soñamos con ese acontecimiento, que cada uno sin excepción lo ha soñado, porque nadie puede no soñar con la destrucción de un poder que ha alcanzado tal grado de hegemonía, resulta inaceptable para la conciencia moral de Occidente. Pero es un hecho, y un hecho a la medida justa de la patética violencia de los discursos que quieren borrarlo” (Baudrillard, Jean,  "El espíritu del terrorismo", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, pp. 53-70).
[2] En el mismo texto, Baudrillard es rotundo: “Es el sistema mismo el que ha creado las condiciones objetivas para esa represalia brutal. Al guardarse todas las cartas en la mano, obliga al Otro a cambiar las reglas del juego. Y las nuevas reglas son despiadadas, porque la apuesta es despiadada. A un sistema cuyo exceso de poder plantea un desafío irremediable, los terroristas responden por medio de un acto definitorio, sin posibilidad de intercambio alguno. El terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreductible en el seno de un sistema de intercambio generalizado” (op. cit.).

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