Para aproximarnos a la cuestión
que se me ha pedido examinar —¿qué es la crítica?— lo primero que tenemos que
hacer necesariamente es decidir qué tipo de crítica es la que vamos a tomar en
consideración. Hay, en efecto, muchas y diferentes formas de comprender la
naturaleza de la crítica, y las gramáticas que corresponden a cada una de ellas
son también muy diversas. ¿Deberíamos afrontar la actividad de la crítica en
términos de juicio o en términos de práctica? ¿Es, como con frecuencia se
afirma, una actividad autoconsciente ligada a la Ilustración, una
característica de la modernidad? Son preguntas que nos llevan a maneras muy
diferentes de tratar el tema. Más aún, como Michel Foucault señaló
correctamente, la crítica no se puede definir separadamente de sus objetos, y
por eso está condenada a la dispersión. Si tuviéramos que restringir el objeto
de nuestra investigación a la crítica social, ello limitaría el campo de
significados posibles; pero no evitaría que siguiéramos encontrándonos con
controversias cruciales. Pensemos por una parte en Jürgen Habermas, quien
argumenta que la crítica social depende de una forma de teoría crítica de la
sociedad —la teoría de la acción comunicativa— que provee la base sobre la cual
es posible elaborar juicios normativos fuertes; y pensemos por otra parte en
Foucault, quien piensa la crítica como una práctica de resistencia.
Mi objetivo en este texto será
muy concreto. Me limitaré al campo de la crítica social, y aún más en concreto
a la relación entre crítica social y política radical. Mi intención es escrutar
uno de los puntos de vista sobre la crítica social actualmente más en boga,
aquel que piensa la política radical en términos de deserción y éxodo, para
ponerlo en contraste con el enfoque basado en la noción de hegemonía que he
venido defendiendo en mi trabajo. Mi intención es traer a primer plano las
principales diferencias que existen entre estos dos enfoques, que podríamos
representar esquemáticamente de la siguiente manera: crítica como retirada vs.
crítica como compromiso, para mostrar cómo emanan de marcos teóricos y formas
de comprender la política que están en conflicto entre sí. Voy a argumentar que
en última instancia el problema del tipo de política radical que postulan
pensadores postoperaistas como Antonio Negri y Paolo Virno estriba en su
errónea concepción de lo político que no reconoce la dimensión irradicable del
antagonismo.
Crítica como retirada
El modelo de crítica social y de
política radical que proponen Michael Hardt y Antonio Negri en Imperio y Multitud [1] reclama una ruptura total con la modernidad y la
elaboración de un enfoque posmoderno. Desde su punto de vista, tal ruptura es
necesaria por las transformaciones radicales que han tenido lugar en nuestras
sociedades desde las últimas décadas del siglo XX. Estos cambios, que son
consecuencia del proceso de globalización y de las transformaciones en los
procesos de trabajo provocadas por las luchas obreras, se pueden resumir en
líneas generales de la siguiente manera:
(1) La soberanía ha adoptado una
nueva forma, compuesta de una serie de organismos nacionales y supranacionales
unidos por una sola lógica de mando. Esta nueva forma global de soberanía que
denominan Imperio ha reemplazado al estado previo de imperialismo, que estaba
todavía basado en el intento por parte de los Estados-nación de extender su
soberanía más allá de sus fronteras. En contraste con lo que sucedía durante la
fase de imperialismo, el actual Imperio no tiene un centro territorial de poder
ni fronteras fijas: se trata de un aparato de mando descentralizado y
desterritorializado que va incorporando progresivamente en sí, dentro de sus
fronteras abiertas y expansivas, todo el ámbito global.
(2) Esta transformación se
corresponde, según afirman, con la transformación del modo capitalista de
producción, en el cual se ha reducido el papel de la fábrica industrial,
priorizándose actualmente el trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En
la posmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende a
darse a través de la producción biopolítica. El Imperio busca actualmente
aplicar su mando sobre la totalidad de la vida, y representa así la forma
paradigmática de biopoder.
(3) Estamos asistiendo a una
transición que nos conduce de la "sociedad disciplinaria" a la
"sociedad de control". Esta última se caracteriza por un nuevo
paradigma de poder. En la sociedad disciplinaria, que se corresponde con la
primera fase de acumulación capitalista, el mando se construye mediante una red
difusa de dispositivos o aparatos que producen y regulan las costumbres,
hábitos y prácticas productivas con ayuda de instituciones disciplinarias como
la prisión, la fábrica, el psiquiátrico, el hospital o la escuela. La sociedad
de control, en contraste, es una sociedad en la cual los mecanismos de mando se
vuelven inmanentes al campo social, distribuyéndose por los cerebros y cuerpos
de los ciudadanos y las ciudadanas. Los modos sociales de integración y de
exclusión se interiorizan cada vez más por medio de mecanismos que directamente
organizan los cerebros y los cuerpos. El nuevo paradigma de poder es de
naturaleza biopolítica. Lo que está en juego en esta forma de poder es
directamente la producción y reproducción de la vida.
(4) Hardt y Negri afirman que las
nociones de "intelectualidad de masas", "trabajo
inmaterial" y "general intellect" nos ayudan a captar la
relación entre producción social y biopoder. El papel central que en la
producción de plusvalía jugaba anteriormente la fuerza de trabajo del
obrero-masa fabril se ve cada vez más ocupado por la fuerza de trabajo
intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial
implicado en la comunicación, la cooperación y la reproducción de los afectos
ocupa una posición cada vez más central en el esquema de la producción
capitalista.
(5) Dado que, en el tránsito
hacia la posmodernidad y la producción biopolítica, la fuerza de trabajo se ha
vuelto cada vez más colectiva y social, se requiere un nuevo término para
referirse a este trabajador o trabajadora colectiva; este término es Multitud.
Hardt y Negri creen que el tránsito hacia el Imperio abre nuevas posibilidades
para la liberación de la Multitud. Ven la construcción del Imperio como una
respuesta a las varias máquinas de poder y de lucha de la Multitud. La
Multitud, dicen, convocó al Imperio; y la globalización, en tanto en cuanto
opera una desterritorialización real de las estructuras previas de explotación
y de control, es una condición para la liberación de la Multitud. Las fuerzas
creativas de la Multitud que sostienen el Imperio tienen la capacidad de
construir un contra-Imperio, una organización política alternativa de los
flujos globales de intercambio y globalización, con el fin de reorganizarlos para
dirigirlos hacia nuevos fines.
Llegados a este punto, merece la
pena introducir la obra de Paolo Virno para completar el cuadro. Los análisis
de Paolo Virno contenidos en Gramática de
la multitud [2] coinciden en muchos aspectos con los de Hardt y Negri, pero
también muestran significativas diferencias. Es, por ejemplo, mucho menos
optimista de cara al futuro. Mientras que Hardt y Negri tienen una visión
mesiánica del papel de la Multitud, la cual, necesariamente, hará caer el
Imperio para establecer una Democracia Absoluta, Virno ve los cambios actuales
como fenómenos ambivalentes, reconociendo las nuevas formas de subjetivación y
precarización que son típicas del estadio posfordista. Es verdad que la gente
no es tan pasiva como lo era antes, pero también es cierto que esto sucede
porque se han convertido en actores de su propia precarización. De manera que,
en lugar de ver la generalización del trabajo inmaterial como un tipo de
"comunismo espontáneo", como hacen Hardt y Negri, Virno tiende a ver
el posfordismo como una manifestación del "comunismo del capital".
Señala que la iniciativa capitalista orquesta hoy en su propio beneficio
precisamente aquellas condiciones materiales y culturales que podrían, en otra
situación, haber abierto el camino a un futuro potencialmente comunista.
A la hora de imaginar cómo la
Multitud podría liberarse, Virno declara que la era posfordista requiere la
creación de una República de la Multitud, entendiendo por tal una esfera de los
asuntos comunes que ya no está dirigida por el Estado. Propone dos términos
clave para aprehender el tipo de acción política característico de la Multitud:
el éxodo y la desobediencia civil. El éxodo es, de acuerdo con él, un modelo cabal de acción política, capaz de
enfrentar los retos de la política moderna. Consiste en una defección masiva
que rechaza el Estado buscando desarrollar la condición pública del intelecto
fuera de la esfera del trabajo y en oposición a ella. Ello requiere que se
desarrolle una esfera pública no-estatal y un tipo radicalmente nuevo de
democracia que se ha de dar en términos de construcción y experimentación de
formas de democracia no-representativa y extraparlamentaria organizada en torno
a ligas, consejos y soviets. La democracia de la Multitud se expresa en un conjunto
de minorías activas que no aspiran nunca a transformarse en una mayoría, sino
que desarrollan un poder que rechaza convertirse en gobierno. Su modo de ser
consiste en "actuar en concertación", y mientras tienden a
desmantelar el poder supremo rechazan convertirse en Estado. Es por esto que la
desobediencia civil necesita emanciparse de la tradición liberal, que es el
marco en el que se la suele ubicar. En el caso de la Multitud, la desobediencia
civil ya no significa ignorar una ley específica porque no se corresponde con
los principios constitucionales, pues en tal caso se trataría todavía de una
forma de expresar lealtad al Estado. Lo que se ha de poner en cuestión mediante
la desobediencia radical es la propia facultad de mando del Estado.
En lo que respecta a cómo
imaginar el tipo de acción política más adecuada para que la Multitud se
libere, me parece a mí que no hay diferencias fundamentales entre Virno por una
parte y Negri y Hardt por otra, puesto que estos últimos también abogan por la
deserción y el éxodo. Argumentan que, dado que en el Imperio ya no hay un
afuera, las luchas en contra se han de producir en todas partes. Este
"estar en contra" es para ellos la clave de toda posición política en
el mundo, y la Multitud debe reconocer la soberanía imperial como el enemigo,
con el fin de descubrir cuáles son los medios adecuados para subvertir su
poder. Mientras que en la era disciplinaria el sabotaje era la forma
fundamental de resistencia, afirman que en la era del control imperial la nueva
forma podría ser la deserción. Es en efecto a través de la deserción, mediante
la evacuación de los lugares del poder, que Hardt y Negri piensan que se pueden
ganar las batallas contra el poder. La deserción y el éxodo son para ellos una
forma poderosa de lucha de clases contra la posmodernidad imperial.
Otro punto de acuerdo importante
entre Virno y Hardt/Negri reside en su concepción de la democracia de la
Multitud. Es cierto que Virno nunca utiliza el término "democracia
absoluta", pero en ambos casos lo que encontramos es un rechazo del modelo
de democracia representativa y el dibujo de una oposición descarnada entre la
Multitud y el Pueblo. El problema con la noción de pueblo es, de acuerdo con
ellos, que se ve representado en una unidad con una única voluntad, y que está
ligado a la existencia del Estado. La Multitud, por el contrario, rehúye la
unidad política. No es representable porque se trata de una multiplicidad
singular. Es un agente de autoorganización activo que nunca podrá alcanzar un
estatuto jurídico ni converger en una voluntad general. Es antiestatal y
antipopular. Virno, como Hardt y Negri, afirma que la democracia de la Multitud
ya no se puede concebir en términos de una autoridad soberana representativa
del pueblo, y que se necesitan nuevas formas de democracia que sean
no-representativas.
Para resumir, podríamos decir
que, de acuerdo con este modelo, la actividad de la crítica corresponde a una
forma de negación que consiste en retirarse de las instituciones existentes.
Crítica como compromiso hegemónico
En contraste con lo anterior, voy
a presentar la manera en que concibo cómo la crítica social puede hoy adecuarse
mejor a la política radical. Concuerdo con los autores previos en que se hace
necesario tomar en cuenta las cruciales transformaciones que en el modo de
regulación del capitalismo ha producido el tránsito del fordismo al
posfordismo. Pero considero que la dinámica de esta transición puede ser
captada mejor en el marco de la teoría de la hegemonía que hemos propugnado en Hegemonía y estrategia socialista, libro
que escribí conjuntamente con Ernesto Laclau [3]. Estoy de acuerdo con que es
importante no interpretar estas transformaciones como una mera consecuencia del
progreso tecnológico, y en que hay que traer a primer plano su dimensión
política. Lo que quiero enfatizar, empero, es que son muchos los factores que
han contribuido a esta transición, y que es necesario reconocer su naturaleza
compleja. Mi problema con el punto de vista operaista y postoperaista es que,
al poner tanto énfasis en las luchas obreras, tienden a ver esta transición
como si fuese dirigida por una sola lógica: la resistencia obrera al proceso de
explotación, que fuerza a los capitalistas a reorganizar el proceso de
producción, desplazándose hacia el posfordismo, donde el trabajo inmaterial es
central. Desde su punto de vista, el capitalismo sólo puede ser reactivo, y
rechazan aceptar el papel creativo que juegan tanto el capital como el trabajo.
Lo que rechazan es, en efecto, el papel que en esta transición juega la lucha
por la hegemonía, y lo que me dispongo a argumentar de inmediato es que ello se
debe a su ontología inmanentista y a su rechazo a reconocer lo político en su
dimensión antagonista.
De acuerdo con el enfoque por el
que abogo, los dos conceptos clave para enfrentar la cuestión de lo político
son "antagonismo" y "hegemonía". Por una parte, es
necesario reconocer la dimensión de lo político como la posibilidad siempre
presente del antagonismo; y esto requiere, por otra parte, aceptar la inexistencia
en todo orden de un fundamento final, así como la indecidibilidad que lo
impregna. Esto significa reconocer la naturaleza hegemónica de todo tipo de
orden social, y concebir la sociedad como el producto de una serie de prácticas
cuyo propósito es establecer un orden en un contexto contingente. Las prácticas
de articulación mediante las cuales un orden determinado se crea, así como el
significado de las instituciones sociales que se fijan, es lo que llamamos
"prácticas hegemónicas". Todo orden es la articulación temporal y
precaria de prácticas contingentes. Las cosas siempre podrían haber sido de
otra manera, y todo orden se basa en la exclusión de otras posibilidades. Es
siempre la expresión de una estructura particular de relaciones de poder. Lo que
se acepta en un momento dado como "orden natural", junto con el
sentido común que lo acompaña, es resultado de la sedimentación de prácticas
hegemónicas; no es nunca la manifestación de una objetividad más profunda y
exterior a las prácticas que lo hacen llegar a ser. Todo orden hegemónico es
susceptible de ser cuestionado por prácticas contrahegemónicas que intentan
desarticularlo, con el fin de instalar otra forma de hegemonía.
Sostengo que es necesario
introducir esta dimensión hegemónica cuando pensamos la transición del fordismo
al posfordismo. Esto significa abandonar el punto de vista de que es una sola
lógica —las luchas de los trabajadores y trabajadoras— la que opera en la
evolución de los procesos de trabajo, y reconocer el papel proactivo que juega
el capital. Para ello, podemos encontrar algunas consideraciones interesantes
en la obra de Luc Boltanski y Eve Chiapello, quienes en su libro El nuevo espíritu del capitalismo [4]
sacan a la luz el modo en que el capitalismo logró utilizar las demandas de
autonomía de los nuevos movimientos que se desarrollaron en la década de 1960,
embridándolos por medio de la economía en red posfordista y transformándolos en
nuevas formas de control. Es lo que llaman "crítica artista",
refiriéndose a las estrategias estéticas de la contracultura: la búsqueda de la
autenticidad, el ideal de autogobierno, la exigencia antijerárquica, fueron
utilizadas para promover las condiciones que requería el nuevo modo de
regulación capitalista, reemplazando el marco disciplinario característico del
periodo fordista.
Desde mi punto de vista, lo que
resulta interesante de este enfoque es que muestra cómo una dimensión
importante de la transición del fordismo al posfordismo consiste en un proceso
de rearticulación discursiva de discursos y prácticas ya existentes,
permitiéndonos visualizar esta transición en términos de intervención
hegemónica. Es cierto que Boltanski y Chiapello nunca utilizan este
vocabulario, pero su análisis es un claro ejemplo de lo que Gramsci llamó
"hegemonía por neutralización" o "revolución pasiva", para
referirse a una situación en la que las demandas que desafían el orden
hegemónico son recuperadas por el sistema existente, satisfaciéndolas de un
modo que neutraliza su potencial subversivo. Cuando captamos la transición del
fordismo al posfordismo en este marco analítico, podemos entenderla como un
movimiento hegemónico por parte del capital que restablece su papel
protagonista restaurando su legitimidad cuestionada.
Resulta claro que, una vez que
concebimos la realidad social en términos de prácticas hegemónicas, el proceso
de crítica social característico de la política radical ya no puede consistir
en retirarse de las instituciones existentes, sino en comprometerse con ellas,
con el fin de desarticular los discursos y prácticas existentes por medio de
los cuales la actual hegemonía se establece y reproduce, y con el propósito de
construir una hegemonía diferente. Quiero enfatizar que tal proceso no puede
consistir meramente en separar los diferentes elementos cuya articulación
discursiva está en el origen de esas prácticas e instituciones. El segundo
momento, el momento de rearticulación, resulta crucial. De otra manera, nos
encontraríamos con una situación caótica de pura diseminación, dejando la puerta
abierta para que penetren otros intentos de rearticulación por parte de fuerzas
no progresivas. Tenemos en efecto muchos ejemplos históricos de situaciones en
las que la crisis del orden dominante conduce a soluciones de derecha. Por lo
tanto, es importante que el momento de desidentificación se vea acompañado de
un momento de reidentificación, y que la crítica y desarticulación de la
hegemonía existente vaya de la mano de un proceso de rearticulación. Esto es
algo que no comprenden aquellos enfoques que se plantean en términos de
reificación o falsa conciencia, los cuales creen que basta con quitarse de
encima el peso de la ideología para dar lugar a un nuevo orden, libre de
opresión y poder. Tampoco lo entienden los teóricos de la Multitud —si bien en
su caso esta incomprensión sucede de otra manera—, quienes creen que su
conciencia de oposición no requiere una articulación política. De acuerdo con
el enfoque basado en la hegemonía, la realidad social se construye
discursivamente y las identidades son siempre el resultado de procesos de
identificación. Es mediante la inserción en prácticas múltiples y en juegos de
lenguaje que se construyen formas específicas de individualidad. Lo político
juega un papel estructurante primordial, porque las relaciones sociales son en
última instancia contingentes y cualquier articulación prevalente es el
resultado de una confrontación agonística cuyo resultado no está previamente
decidido. Lo que se necesita es por tanto una estrategia cuyo objetivo sea
desarticular la hegemonía existente por medio de una serie de intervenciones
contrahegemónicas, para establecer otra más progresiva gracias a un proceso de
rearticulación de elementos nuevos y viejos en una diferente configuración del
poder.
Conclusión
Creo que es importante darnos
cuenta de que las diferencias entre los dos enfoques que he presentado surgen
de las diferentes ontologías que sostienen sus respectivos marcos
teóricos. La estrategia del éxodo,
basada en una ontología de la inmanencia, supone la posibilidad de un salto
redentor hacia una sociedad que está más allá de la política y la soberanía, en
la cual la Multitud sería capaz de forma inmediata de gobernarse a sí misma y
actuar concertadamente sin necesitar la ley ni el Estado, y donde el
antagonismo habría desaparecido. La estrategia hegemónica, en contraste,
reconoce que el antagonismo es irreductible, y en consecuencia la objetividad
social nunca se puede constituir por completo, a resultas de lo cual el
consenso totalmente inclusivo y la democracia absoluta no se pueden lograr
nunca. De acuerdo con el punto de vista inmanentista, el terreno ontológico
prioritario es un terreno de multiplicidad. En muchos casos, se basa en una
ontología vitalista de acuerdo con la cual el mundo físico y social se ve
enteramente como la expresión de alguna fuerza vital subyacente. El problema
que presentan todas las versiones de este punto de vista inmanentista es su
incapacidad de dar cuenta del papel que juega la negatividad radical, esto es,
el antagonismo. Es cierto que la negación está presente en todos esos teóricos,
quienes incluso utilizan el término "antagonismo"; pero su negación
no se concibe como una negatividad radical. Se concibe a cambio o bien bajo el
modo de una contradicción dialéctica, o bien simplemente como una oposición
real. Como mostramos en Hegemonía y estrategia socialista, para poder concebir
la negación bajo el modo del antagonismo se requiere un enfoque ontológico
diferente, en el cual el territorio ontológico principal sea un territorio de
división, de unicidad malograda. El antagonismo no se puede comprender cuando
se plantea una problemática concibiendo la sociedad como un espacio homogéneo,
porque ello es incompatible con el reconocimiento de la negatividad radical.
Como ha enfatizado Ernesto Laclau, los dos polos del antagonismo están ligados
por una relación no-relacional, no pertenecen al mismo espacio de
representación, siendo por tanto heterogéneos entre sí. Es de esta
heterogeneidad irreductible de donde emergen. Con el fin de abrir espacio a la
negatividad radical, lo que necesitamos es abandonar la idea inmanentista de un
espacio social homogéneo saturado, para reconocer el papel de la
heterogeneidad. Esto requiere renunciar a la idea de una sociedad que está más
allá de la división y del poder, que no necesita la ley ni el Estado, en la que
la política, en definitiva, desaparecería.
Se podría argumentar que la
estrategia del éxodo es la reformulación, con vocabulario diferente, de la idea
de comunismo tal y como la encontramos en Marx. En efecto, hay muchos puntos en
común en las ideas de los postoperaistas y en la concepción marxista
tradicional. Es cierto que para ellos ya no existe el proletariado sino la
Multitud, que es el sujeto político privilegiado; pero en ambos casos se ve el
Estado como un aparato monolítico de dominación que no puede ser transformado.
Ha de "ser olvidado" para abrir espacio a una sociedad reconciliada
más allá de la ley, del poder y de la soberanía.
Si nuestro enfoque ha sido
denominado "posmarxista", es precisamente porque hemos cuestionado el
tipo de ontología que subyace a tal concepción. Al traer a primer plano la
dimensión de la negatividad que impide la plena totalización de la sociedad, lo
que hemos puesto en cuestión es la posibilidad misma de una sociedad
reconciliada. Reconocer que el antagonismo es inerradicable implica reconocer
que toda forma de orden es necesariamente una forma de hegemonía, y que el
antagonismo no puede ser eliminado: la heterogeneidad antagonista señala el limite
de la constitución de la objetividad social. En lo que concierne a la política,
esto significa la necesidad de concebirla en términos de lucha hegemónica entre
proyectos en conflicto que buscan encarnar lo universal y definir los
parámetros simbólicos de la vida social. La hegemonía se obtiene mediante la
construcción de puntos nodales que fijan discursivamente el significado de las
instituciones y de las prácticas sociales, y que articulan el "sentido
común" por medio del cual una determinada concepción de la realidad se
establece. Se trata de un resultado que siempre será contingente, precario y
susceptible de ser cuestionado por medio de intervenciones contrahegemónicas.
La política siempre tendrá lugar en un campo atravesado por antagonismos, y
concebirla como una forma de "actuar en concertación" lleva a un
borrado de la dimensión ontológica del antagonismo, la cual he propuesto llamar
"lo político". Una intervención política adecuada es siempre aquella
que se compromete en un cierto aspecto de la hegemonía existente, con el fin de
desarticular/re-articular sus elementos constitutivos. Nunca puede ser
meramente de oposición ni concebirse como una deserción, porque se dirige más
bien a re-articular la situación en una nueva configuración.
Otro aspecto importante de la
política hegemónica estriba en cómo establecer una "cadena de
equivalencias" entre varias demandas, con el fin de transformarlas en
demandas que cuestionen la estructura de relaciones de poder existente. Es
claro que el conjunto de las demandas democráticas que existen en nuestras
sociedades no es necesariamente convergente, e incluso unas pueden estar en
conflicto con otras. Es por esto que necesitan ser articuladas políticamente.
Lo que está en juego es la creación de una identidad común, un
"nosotros"; lo cual requiere que se determine un "ellos".
Esto es algo que tampoco comprenden los varios defensores de la Multitud,
quienes parecen creer que ésta posee una unidad natural que no necesita
articulación política. De acuerdo con Virno, por ejemplo, la Multitud tiene
siempre algo en común: el general intellect. Su crítica a la noción de Pueblo,
que Hardt y Negri comparten, por considerarlo homogéneo y expresión de una
voluntad general unitaria que no deja espacio a la multiplicidad, queda totalmente
fuera de lugar si pensamos en la construcción del Pueblo mediante una cadena de
equivalencias. En este caso, de lo que se trata es de una forma de unidad que
respeta la diversidad y que no borra las diferencias. Como hemos enfatizado
repetidamente, una relación de equivalencia no elimina la diferencia, pues
entonces tendríamos simplemente una identidad. Estas diferencias pueden ser
sustituidas las unas por las otras tan sólo en la medida en que, en tanto
diferencias democráticas, se oponen a las fuerzas o discursos que las niegan.
Es por esto que la construcción de una voluntad colectiva requiere definir un
adversario. Tal adversario no puede ser definido en términos tan generales como
"Imperio" o "Capitalismo", sino en términos de puntos
nodales de poder que necesitan ser puestos como objetivos y transformados con
el fin de crear las condiciones de una nueva hegemonía. Se trata de una
"guerra de posiciones" (Gramsci) que necesita ser lanzada en una
multiplicidad de lugares. Ello sólo se puede hacer estableciendo conexiones
entre movimientos sociales, partidos políticos y sindicatos. Crear, mediante la
construcción de una cadena de equivalencias, una voluntad colectiva que se
comprometa en un amplio espectro de instituciones con el fin de transformarlas:
ésta es, desde mi punto de vista, el tipo de crítica que debería inspirar la
política radical.
Traducción de Marcelo Expósito
[1] Véase, de Michael Hardt y
Antonio Negri, Imperio, Paidós,
Barcelona, 2002; Guías. Cinco lecciones en torno a Imperio, Paidós, Barcelona,
2004; Multitud. Guía y democracia en la era del Imperio, Debate, Buenos Aires,
2004.
[2] Paolo Virno, Gramática de la multitud. Para un análisis
de las formas de vida contemporáneas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003.
Sobre la misma temática véase también, del mismo autor, Virtuosismo y revolución. La acción política en la era del desencanto,
Traficantes de Sueños, Madrid, 2003; y Ambivalencia de la multitud. Entre la
innovación y la creatividad, Tinta Limón, Buenos Aires, 2006.
[3] Chantal Mouffe y Ernesto Laclau,
Hegemonía y estrategia socialista. Hacia
una radicalización de la democracia, Siglo XXI, Madrid, 1987.
[4] Luc Boltankski y Eve
Chiapello, El nuevo espíritu del
capitalismo, Akal, Colección Cuestiones de Antagonismo, Madrid, 2002.
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