En la línea de La desaparición del exterior: Cultura,
crisis y fascismo de baja intensidad (Eclipsados, Zaragoza, 2012), FBI (fascismo de baja intensidad) de
Antonio Méndez Rubio -editado por La Vorágine, Santander, 2015- reincide en una
de esas verdades del capitalismo que podrían calificarse de “insoportables”,
ante todo, porque nos pone contra las cuerdas. Si bien FBI como sigla podría
remitir a la Agencia Federal de Investigación de EEUU y mediante esa remisión
metonímica al encumbramiento del estado policial en nuestra época, aquí el
significante FBI va más lejos aun: reenvía al fascismo de baja intensidad que
coloniza nuestras formas de vida (algo que Foucault ya vislumbraba en su
“Introducción a una vida no fascista” que precede el Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia de Deleuze y Guattari).
Al plantear este vínculo con
nuestro mundo cotidiano, Méndez Rubio nos hace mirar en dirección de lo que nos
negamos a ver. Como decía Lacan en un contexto diferenciado, se trata de saber
algo de eso de lo que no se quiere saber absolutamente nada, ante todo, porque
pone en riesgo nuestras vidas e incluso lo más íntimo de nuestro ser. No por
azar la cita de Pasolini se repite: “Todos estamos en peligro”. Cuando se
sobrevive en un orden criminal como el presente, nadie permanece indemne. Desde
el primer fragmento, somos lanzados ahí, con la sospecha de que “(…) destruir
la vigencia del régimen fascista implica destruir una parte de mi corazón”
(Méndez Rubio, op.cit., pág. 5).
Como clave interpretativa parcial
pero decisiva, el fascismo de baja intensidad nos compromete en primera persona
por el vínculo totalizador que plantea con respecto al contexto presente,
planteando una presión mínima a la vez que continua sobre cada uno de nosotros.
En esta versión renovada de la vida fascista, más centrada en el mercado que en
el estado, la “baja intensidad” ni siquiera es excluyente de la alta intensidad
de los conflictos bélicos, la represión policial o el uso (para)legal de la
fuerza.
Sin detenerme en la argumentación
del autor, deliberadamente fragmentaria y entrelazada a otras voces –desde
Reich o Benjamin hasta Bauman o Sloterdijk, por citar sólo algunos nombres-,
quizás lo central de esta intervención crítica sea poner sobre la mesa, de
manera rotunda, lo que desde hace algunas décadas algunas posiciones críticas
vienen sosteniendo, en concreto, la alianza estructural entre capitalismo y
fascismo o, si se prefiere, la relación entre una incitación ilimitada al
consumo, el industrialismo voraz y el nacional-estatalismo moderno, desplazado
en el presente (al menos en parte) por la dictadura de los mercados.
Semejante reflexión crítica,
desde luego, implica referirse a la cultura de masas y en particular, a la
tendencia a la pantallización de nuestras vidas que no sólo involucra el
aislamiento, sino la disminución de la empatía ante el sufrimiento de los otros
y la estandarización de nuestros modos de pensar y actuar, entre otras
consecuencias. Solamente como apunte, resulta de especial relieve la crítica de
Méndez Rubio a las tecnologías de la información y la comunicación, en
particular, al autismo compartido que promueven, como si en la matriz uterina
del Capital el afuera fuera algo ilusorio y cargado de peligros. Es sintomático
que los discursos hegemónicos, aun aquellos que mantienen algún tinte
reformista, no cesen de ligar cualquier alternativa política diferente al mero
desastre o al caos, como si no estuviéramos ya bailando en un abismo, en un
espacio irrespirable.
No parece descabellado recuperar
la confesión de Ana Frank en su Diario,
cuando, en su encierro del 42 al 44 en uno de los tantos escondites que
proliferaban en una Holanda ocupada por las fuerzas alemanas, decía: “Me angustia más de lo que puedo expresar el que
nunca podamos salir fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos
fusilen. Eso no es, naturalmente, una perspectiva demasiado halagüeña” (1).
Es sabido que Ana Frank sólo pudo salir de camino hacia su muerte, tras su paso
por Auschwitz y Bergsen-Belsen. Su angustia daba cuenta de una claustrofobia
que también podría ser la nuestra. Alguien podría objetar que nosotros, a
diferencia de Ana Frank, sí que podemos salir al exterior. Pero es esa lectura
(o coartada interpretativa) lo que está en cuestión en FBI, incluso si el muro
ya no está fuera sino que ha sido interiorizado por el sujeto.
De ahí que contra la reducción
del fascismo al nazismo alemán, como si se tratara de algo pasado y ajeno a
nosotros (aunque rentable para la industria cultural), lo que perturba de esta
pequeña máquina de guerra que es FBI
es la conexión de la actualidad con lo que el autor llama «constelación
fascista», tomando distancia de toda búsqueda conceptual de una “esencia” del
fascismo. Más bien, se trata de pensar esta constelación como un fenómeno
complejo y poliédrico que presenta al menos cuatro rasgos interrelacionados,
referidos a la masificación autoritaria, la base industrialista de la
modernidad, el despliegue de un proyecto de control ilimitado y lo que el autor
llama la “liberación emocional de una serie de «pasiones movilizadoras» que
giran en torno a la experiencia del colapso y el acorazamiento del individuo
masificado (y que bien podría vincularse a la bancarrota del sujeto ante la
presión ambiental y a un repliegue narcisista bastante extendido que significa
la alteridad como amenaza).
No menos inquietantes son los
efectos apuntalados por Méndez Rubio sobre esta forma específica de fascismo,
relacionados al crimen masivo que produce y al grado de resignación, cuando no
de indiferencia brutal, con que tendencialmente los demás viven (o vivimos) el
“imparable exterminio humano” tanto en las fronteras convertidas en cementerios
como en regiones donde la “maquinaria de muerte” (el despliegue policial-militar)
sigue haciendo sus estragos. Otro tanto habría que decir sobre las referencias
a la “producción industrial de miseria” como “adicción del capitalismo” y a la
explotación omnipresente en la que malvivimos. Las preguntas no cesan de
proliferar: ¿cómo conectar en términos analíticos este neofascismo a otras
claves interpretativas, no menos relevantes, como es la crisis de subjetividad
contemporánea, la expansión de múltiples formas de racismo, la primacía
cultural del cinismo o la interminable economía del sacrificio en la que
sobrevivimos? Y, en clave vital, ¿cómo construir maneras efectivas de
desplazarnos de ahí, en las condiciones asfixiantes del presente,
deconstruyendo no sólo el discurso del amo sino también la metafísica de la
derrota?
Aunque lo dicho no invita a un
optimismo irrestricto, pensar la hegemonía del fascismo de baja intensidad,
lejos de conducirnos a un callejón sin salida, sigue siendo imprescindible para
hacer hueco a lo que se asfixia, comenzando por nuestro pulso deseante y
nuestros sueños. Es previsible, sin embargo, que más de uno opte por matar al
mensajero o, inclusive, llamarse al silencio ante un texto de combate como
éste.
Puede que el riesgo más íntimo de
un planteo crítico semejante no sea otro que el desconocimiento, ante todo,
porque al producir un saber sobre eso de lo que no queremos saber nada, desafía
la omnipresencia de un discurso de la seducción que se pretende inofensivo.
Como ha señalado Adorno (2): “Después de que millones de hombres inocentes han
sido asesinados, comportarse filosóficamente como si aún hubiese algo
inofensivo sobre lo que discutir, (…) y no filosofar de manera que uno tenga
que avergonzarse de los asesinos, sería ciertamente para mí una falta contra la
memoria, contra esa mnemosyne, que ya
desde Platón es el nervio de la filosofía”. Desde ese nervio, Méndez Rubio
sigue contribuyendo a pensar la catástrofe del presente y toda la arquitectura
sistémica que la sostiene.
Arturo Borra
Notas:
(1) Frank, Ana (2004): Diario, trad. D. Puls, De Bolsillo, Barcelona, pág. 39.
(2) Adorno, Theodor (1991): Terminología filosófica I, Taurus Humanidades, Madrid, pág.126.
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