Ya sé que estamos a unos días de Navidad,
que hace frío, tienes que hacer compras y no hay calefacción en la calle.
Tampoco se trata de olvidar que el fin de semana te toca llevar al cine a los
chicos y comprarles palomitas, que hay una lista interminable de pretextos para
decir “la próxima” o “para qué si total”; ya sé incluso que eres un
revolucionario de facebook, que subes fotos del Ché y Mandela en Instagram y
que tampoco te cortas un pelo en arengar a las masas aletargadas llamando a la
rebelión desde tu sofá. No es cuestión de olvidar que cargado de obligaciones
de fin de semana –comenzando por ejercitar tus manos haciendo zapping o escribiendo un tuit- , no tienes tiempo para hacer por
otros lo que otros hacen por ti. Faltaría más: el fin de semana hay epidemias,
viajes imprevistos, obligaciones familiares, compromisos inaplazables, entregas
de fin de año, trabajo acumulado, reuniones repentinas que no te dan respiro.
Sería incluso una necedad negarte
el derecho a la pereza, sabiendo que vives
estresado discutiendo en el almuerzo. No podría desde luego convencerte de nada,
porque los argumentos sólo valen cuando tú los esgrimes. Al fin de cuentas, ¿de
qué serviría referirse al saqueo criminal de estos años, al orden de la estafa,
al austericidio planificado que te asfixia
pero no te mata, al arrebato de tu salud o tu derecho a no permanecer en la
ignorancia, a querer sostener una improbable libertad y creer que «democracia»
no es solamente un significante que se invoca en sus funerales cada cuatro años?
Ya sé que estamos próximos a las
rebajas y no hay unidad popular, que los cánticos son anacrónicos y faltan
consignas, que todo está fragmentado y que ahora le toca a otro. No creo que
nada de esto te vaya a persuadir de que es mejor tomar la calle que quedarse en
casa; que es mejor tener frío en una marcha que calor en un centro comercial; que
llevar a tu hijo a una mani es infinitamente más valioso que sentarlo en una
butaca a ver cómo el mundo maravilloso pasa frente a sus ojos sin que él pueda
siquiera acariciarlo. Tampoco –desde luego- está uno para prescribir nada y
solamente la sombra de una crítica nos convierte ya en arrogantes insoportables
que quieren decirle a la gente lo que hay que hacer.
Faltaría más. Cada cual responde por lo que hace. Vive su
(in)coherencia. Si hasta es previsible que en vez de abrir la boca para
protestar contra una ley que te amordaza, te limites a bostezar y apurar tu bocata,
mientras miras aburrido en tu pantallita móvil 45 wassap sin responder. Todo eso y más. Claro que puedes optar por quejarte
en privado en vez de participar en una protesta pública. Que puedes chillar mirando
en la tele la cola del paro, quedarte mudo cuando te llaman la atención sobre
tu baja productividad y mirar de reojo al negrata
que se seca la frente mientras tu amo sigue celebrando su festín obsceno. Hay infinitas razones para que nadie
tenga derecho a decirte nada, que somos todos iguales, que nadie es ejemplar,
que no tengo autoridad moral y todos roban y todas esas tonterías.
Sólo hazme un favor. Si no pones
el cuerpo, ahórrate conmigo tus quejas sobre la injusticia. Incluso si tienes
razón, no me apetece escucharte. Ni quiero tus lecciones sobre cómo cambiar el
mundo en veinticuatro horas. Yo seguiré ensayando junto a otros, en el frío de
la calle, la posibilidad de otra vida.
A.B.
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