La “ley mordaza” es un hecho
consumado: su admisión a trámite parlamentario, con mayoría absoluta del Partido
Popular, no deja lugar para lo imprevisible. Se trata, sin más, de una forma jurídica
que convierte las fuerzas de seguridad en un arma discrecional en manos de un
gobierno dispuesto a ahondar en sus políticas de ajuste infinito a pesar de la voluntad
mayoritaria. Puesto que prevé la expansión de la conflictividad social, el
bloque gobernante pretende blindar sus decisiones encausando las futuras
manifestaciones colectivas en un rígido armazón jurídico.
A partir de 2015, el «derecho a
reunión y manifestación» quedará herido de muerte: el Ministerio del Interior
tendrá “carta blanca” para disuadir a los manifestantes mediante penalizaciones
económicas y, lo que es peor, para instituir un orden público represivo. La criminalización
de la movilización ciudadana incluye diversos frentes. Impedir un desahucio, no
identificarse ante un agente policial, desobedecer a la policía o difundir
imágenes de antidisturbios, entre otras cuestiones, podrán ser multadas con
montos que pueden alcanzar hasta los €30000. Mediante esta operación, el
gobierno español toma por asalto el espacio público, restringiendo su uso como
ámbito legítimo de la protesta.
A la limitación grave de las
libertades ciudadanas –incluyendo el derecho a la información- a nivel interno,
hay que agregar el injerto de la legalización de las “devoluciones en caliente”,
esto es, la privación del derecho de asilo en frontera y de garantías
contempladas en la Ley de Extranjería vigente, ya de por sí restrictiva. La
legalización de este tipo de devolución express
(que suprime la obligación del estado español de abrir un expediente
administrativo a personas en situación irregular que ingresan en territorio
español) constituye el peor agravio a la Carta europea de los derechos humanos
por parte del gobierno nacional, en consonancia a las políticas de asilo y
migración europeas, desentendidas de la suerte de las víctimas que Europa
contribuye a crear. El mensaje es claro: no
es momento de ponerse sentimentales ni de mostrarse humanitarios. Dado el exceso de mano de obra
desocupada -confinada al margen o a la economía sumergida-, la decisión a la
vista no ofrece dudas: prescindir de todos los indigentes que se pueda.
Insistir en el carácter autoritario de esta iniciativa
legislativa es tan cierto como trivial. La cuestión va mucho más allá. Como
réplica estratégica del gobierno a las sucesivas derrotas judiciales que ha
sufrido en este período (en su pulseada con las movilizaciones populares), la Ley
de Seguridad Ciudadana convierte la autoridad policial en mandataria de un
poder de estado sin ningún contrapeso judicial. Representa así una regresión
histórica de extrema gravedad, incluso si pasa desapercibida en el aluvión de
políticas y prácticas gubernamentales antipopulares. La aprobación de dicha ley
es la ratificación a la Comisión Europea y a los capitales inversores de la
continuidad de una política económica marcada por los recortes públicos, las
dádivas al capital privado, el pago de los intereses de la deuda externa, la
privatización de servicios y empresas públicas, el rescate de la banca, la
continuidad de una política tributaria regresiva y el desmantelamiento de un ya
enflaquecido estado de bienestar.
Tras las sanciones
administrativas que esta ley prevé, se reactiva la voluntad de sofocar los
movimientos sociales disidentes. La consigna es clara: “Que el 15-M no se
repita”. El afán de encausar cualquier germen de protesta organizada se
transforma en algo peor: el empeño en reasegurar las condiciones sociales para que
la gran burguesía financiera y empresarial pueda ensanchar sus márgenes de
rentabilidad, sin temor a resistencias colectivas estructuradas. Se trata, en
suma, de una declaración de guerra (de clase). La “ley mordaza” es la
contraparte social al bloqueo estructural de las investigaciones judiciales
sobre la corrupción que afecta a los grupos dominantes y, en particular, a
figuras centrales del establishment. Por esta vía, el gobierno obstruye los dos
frentes más amenazantes para su estabilidad política: la proliferación de
procesamientos judiciales por corrupción y la posible articulación contrahegemónica
de las protestas sociales.
De un golpe, el partido de
gobierno ha reforzado la realidad del estado policial que plantea de iure su existencia como sujeto
soberano. La tautología del poder gubernamental que se autoafirma por el mero
hecho de existir confirma lo que sabíamos a nivel teórico desde Gramsci: la
«crisis de hegemonía» en la que ese poder está inmerso deriva en un incremento brutal
de la «coerción directa». La «mano dura» que convierte en ley no es sino su
fracaso por construir legitimidad. La política del miedo se convierte así en el
instrumento por excelencia para reprimir los antagonismos populares.
Paradójicamente, las luchas
sociales están atrapadas en su propia fragmentación. La articulación partidaria
(por parte de fuerzas de centro-izquierda) de una pluralidad de demandas sociales
insatisfechas coexiste con una movilización social tan esporádica como
parcelada. Como si tras las “marchas de la dignidad” de marzo de 2014 y la
consiguiente persecución jurídico-policial a sus organizadores, la indignación generalizada
no encontrara un cauce público para manifestarse de forma
coordinada, en tanto sujeto colectivo de lucha, como no sea mediante el apoyo a fuerzas partidarias
emergentes (comenzando por Podemos).
Cualquiera fuera la hipótesis que
explique esta situación, no será el partido gobernante quien facilite la
construcción de ese sujeto colectivo. Si por una parte el enriquecimiento
ilegítimo de las clases dominantes podría toparse con el límite de un giro
electoral a mediano plazo, por otra parte, el grado de movilización social contra
los portavoces gubernamentales de esas clases sigue resultando desigual y, en
cualquier caso, plagado de dificultades para articularse en un frente común. Entretanto,
la escalada represiva, como contrapartida irreductible del neoconservadurismo,
sigue su curso.
La tensión entre la actual deriva
antidemocrática y la gestación y consolidación de un proyecto político
alternativo está trazada: se mueven en dos temporalidades diferentes y
desfasadas. La institución del «orden público» como espacio de control no es
una realidad lejana. La política de criminalización no se limita a una cuestión
local o nacional. Forma parte de un (des)orden global que nace de la previsión
técnica de los expertos del ajuste: es improbable que los damnificados acepten
morir sin protestar. De ahí que haya que leer la presente ley no sólo como síntoma
de un gobierno nacional profundamente reaccionario sino también como parte de un
proceso de reestructuración del nuevo orden mundial: la formación de «estados
policiales» que se arman de derecho para intentar sofocar el espectro de la
revuelta ante un capitalismo que a diario muestra su poder de arrase.
Los tiempos de la revuelta, sin
embargo, están desfasados con respecto a la velocidad de las elites políticas y
económicas. El expolio de la democracia es la consecuencia más visible de la
dictadura de los mercados. En la convulsión del presente, la posibilidad
(incierta) de desestructuración del bloque hegemónico no anula en lo más mínimo
los movimientos (certeros) de ese bloque para reestructurarse de forma
acelerada. A escala nacional, la aprobación de esta ley mordaza podría
convertirse no sólo en una derrota táctica de los grupos damnificados, sino en un
obstáculo central para el despliegue de un proyecto de democracia radical.
Puesto que dicho proyecto requiere del espacio público como uno de sus lugares
fundamentales de constitución, parte de su porvenir pasa por la derogación de
una ley que priva a la ciudadanía de su derecho a tomar la calle.
Arturo Borra
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