domingo, 1 de marzo de 2015

“Maldita policía”: la regularidad del abuso


 


 
Los abusos policiales denunciados por el documental Ciutat morta (dirigida por Xapo Ortega y Xavier Artigas) y el ensañamiento con las víctimas recuerda la pesadilla totalitaria de 1984 de George Orwell: la guerra es la paz, la esclavitud es la libertad, la ignorancia es la fuerza. Semejante inversión de los términos es parte de esta «neo-lengua» que instituye la mentira sistemática como la verdad (de estado). Las informaciones empíricas acumuladas son suficientes para poder sostener que las fuerzas policiales españolas incurren de forma metódica en el abuso de autoridad. El uso desproporcionado de la fuerza, los falsos testimonios y la falsa imputación de delitos, el maltrato y las humillaciones a las personas detenidas, las multas indiscriminadas y la privación ilegítima de la libertad, las identificaciones arbitrarias de ciudadanos y los seguimientos extrajudiciales, la persecución policial y las torturas crónicas, entre otras, son variantes de esta práctica institucionalizada.

 
Nada que se parezca a “excesos individuales” o “casos aislados”. Incluso la tortura se ha convertido en una cuestión de “método” a pesar de su carácter inconstitucional y del derecho (reconocido internacionalmente) de todo ser humano a no ser sometido a tortura o trato o pena cruel, inhumano o degradante. La escasez de investigaciones judiciales y la desestimación frecuente de las demandas interpuestas por las presuntas víctimas es un signo rotundo de que el sistema judicial no promueve de forma efectiva la transparencia y el respeto de los derechos humanos por parte de los cuerpos de seguridad del estado. Los 6.621 casos de tortura o malos tratos policiales denunciados en España en la última década (1) no dan cuenta cabal de esta regularidad del abuso. Hay buenas razones para suponer que el estado no sólo no investiga de forma suficiente estas prácticas funestas sino que las regula y, eventualmente, las incita. No por azar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reprendido a España a causa de que el (sic) “sistema siga permitiendo este tipo de situaciones” (2).
 

Independientemente al carácter ilegal de la tortura, su utilización por parte de la policía ni siquiera podría explicarse como intento de mejorar la “eficacia” de los interrogatorios. La práctica de la tortura produce, por definición, dudosos resultados: da por sentada la culpabilidad y toda alegación de inocencia es, apriori, descartable. Dicho de otro modo, lo que la tortura produce en primer término es un «sujeto culpable», aunque se trate de una «culpabilidad metafísica» (tal como la llamaba Rodolfo Walsh) que presupone lo que hay que comprobar. Su objetivo último, por tanto, no es obtener un testimonio fidedigno o una confesión veraz sino hacer una pura demostración de fuerza, suficientemente intimidatoria para doblegar cualquier resistencia del sujeto e inculparlo por un delito que no necesariamente cometió.

 
Las denuncias de torturas en el País Vasco –que contabilizarían un total de 3.587 de casos registrados entre 1960 y 2013, según un estudio encargado por el gobierno vasco- son de por sí elocuentes (3), a lo que hay que sumar la represión que han sufrido miles de ciudadanos sospechosos en nombre de la lucha contra el terrorismo, como si cualquier método fuera válido para combatir a los que usan el terror como método. La persecución policial y la tortura a presuntos colaboradores o terroristas de ETA apenas empaña el discurso cínico que sostienen las autoridades gubernamentales actuales. No necesitamos reconstruir de forma exhaustiva ese discurso para saber que el terrorismo de estado es parte de la Era de Terror en la que vivimos. Volverán a invocar la excepción: “el País Vasco no es España”. Bien podría preguntarse si acaso con ello no están reconociendo de facto su derecho a la autodeterminación, en tanto sitúan a este territorio fuera del territorio español.
 

Admitamos, sin embargo, que ese ejemplo es controvertido. ¿También lo es el caso de los Centros de Internamiento de Extranjeros (esos “pequeños Guantánamos”), denunciados de forma sistemática por la vulneración de derechos humanos básicos y por el maltrato colectivo que padecen los “internos” en condiciones complemente inaceptables (4)? Claro que, en el discurso de la excepción, también en este caso se alegará que esas políticas de encierro no afectan a las “mayorías sociales”. Todo este archipiélago de excepcionalidades apenas estremecerá semejante argamasa ideológica.

 


Hagamos entonces otro giro argumentativo. Ejemplifiquemos con lo más próximo: el comportamiento policial en los desahucios que ejecuta a diario. Nada mejor para ilustrar la regularidad del abuso policial que la reciente denuncia judicial de “vejación injusta” por parte de un policía a la reportera que lo retrató riéndose en pleno desahucio (5). Lo escandaloso para el régimen oficial es, ni más ni menos, que se capture el rostro sonriente de quien ejecuta una orden inmoral: no el goce perverso del rostro sino la imagen retratada. “Vejación injusta” llaman a esa imagen los guardianes del orden.

 
Reír mientras se tira, literalmente, a la calle a una familia no es ilegal en un orden injusto. Lo delictivo no es el gesto que retrata la crueldad de quien ejecuta con esmero una orden canalla, sino el hecho de capturar en una imagen la verdad de la injusticia. En efecto, la policía se ríe de los desahuciados; goza como verdugo lo que padece como damnificado en otra parte, fuera de escena. Se identifica con el amo que no dudará en maltratarlo cuando le llegue el turno (y el turno siempre llega en la economía política del sacrificio). No es nuevo: los cuerpos policiales agencian en aquellos dispositivos que terminarán ejecutándolos también a ellos. Su posición objetiva no informa de sus filiaciones ideológicas. Claro que podrían invocarse, también aquí, honrosas excepciones dentro de esta regularidad; sin embargo, es la propia institución policial quien se encargará de marginar, bajo su régimen disciplinario, semejantes “anomalías”. 

 
Vano insistir en que la autoridad a la que responden se llena la boca de vacío pseudodemocrático, proclama cada día la metafísica del estado de derecho, se muestra políticamente correcta y correctamente eufemística, se infla de la marca España, se erige en amo indiscutible, enarbola el himno de las vallas y se molesta ante los indigentes rebuscando en un contenedor su hambre diaria. Ellos seguirán ejecutando órdenes que ni siquiera se cuestionan. La estética monumental que los seduce les resulta incompatible con el dolor de mano de obra desocupada. Se ríen del sufrimiento de esos cientos que son desahuciados cada día y obedecen como esbirros ejerciendo por un momento de verdugos, sintiéndose poderosos con los débiles.

 
Luego, el estado policial en el que sobrevivimos juzga al que retrata la indignidad, no al canalla que se ríe. En ese mundo inverso estamos: cuando se procesa el testimonio y se ensalza la fiesta perversa de los amos. Una fiesta obscena, en la que cada vez hay menos comensales de honor y muchos hambrientos mirando el festín detrás del vidrio, comiendo con los ojos y deseando lo que carecen. De hecho, el actual gobierno nacional ha dado fuerza de ley, con la reforma del Código Penal y la “Ley Mordaza”, a la posibilidad (nada especulativa) de una práctica abusiva. Lo excepcional se ha convertido en norma jurídica y lo ilegítimo en asunto legal. La escalada autoritaria es evidente, a pesar de las escasas movilizaciones sociales en un sentido contrario; quizás menos evidente sea el asalto a la «democracia» (ya de por sí restringida, cuando no meramente formal) que semejante legislación supone, bajo el lema fascista “todo el poder a la policía” (6).

 
Habrá que insistir todavía que esa risa no constituye un gesto a contracorriente. La cuestión es estructural. Seguirán avanzando. Comprarán pistolas para disparar cargas eléctricas, más material antidisturbios y lo que haga falta para sostener la máquina represiva. No hay nada accidental. El ajuste perpetuo requiere desajustar a los damnificados a la fuerza. Es previsible: puede que los todavía no-muertos protesten mientras son cocinados a fuego rápido. La estrategia del shock funciona por cierto tiempo, pero –se sabe- también la terapia de choque, a fuerza de repetición, puede perder buena parte de su eficacia. La verdad del enriquecimiento ilícito de las clases dominantes y el empobrecimiento de las clases subalternas también amenaza con hacer estallar la hegemonía neoconservadora. Y, habrá que repetirlo, en tiempos de crisis, la política represiva es la contraparte necesaria para que el programa del neoconservadurismo pueda seguir su curso.

 
La risa canalla es el retrato de la impunidad policial pero, de forma más perversa, es el síntoma de una Autoridad indiferente al dolor que inflige o, para ser más preciso, que goza haciendo sufrir. ¿No es esa la lección de Sade: un Sujeto que erigido en Ley soberana obtiene un plus de goce que extrae de aquel que somete? La deriva antidemocrática incita esa risa. La estimula, en el peor sentido conductista. Vivimos en efecto en ese intento de control conductual que se ejerce desde los poderes de estado.

 
Ahora bien, ¿quién es esa Autoridad indiferente, este “dios salvaje”? Podría buscarse la respuesta en el actual estado policial y, sin embargo, semejante respuesta sería ciega a su condición servil, esto es, a su servidumbre a los organismos financieros internacionales y a las grandes corporaciones trasnacionales. En el presente, esa Autoridad sin rostro no es otra que el Mercado, en su condición anónima, capaz de difuminar la carga de responsabilidad, de hacerla difusa, en cientos de miles de accionistas y millones de profesionales a su servicio, incluso si es posible identificar a los grandes propietarios, las grandes corporaciones, la gran banca privada y a sus mandatarios más destacados.
 

Puede que la verdad siniestra de esa Autoridad sin rostro no sea otra que la necesidad de auto-ocultarse para poder ser. La auto-ocultación supone un blindaje jurídico-policial: que los esbirros puedan “hacer el trabajo sucio” sin ser identificados en su goce, nutriendo imaginariamente su posición como encarnación de una ley sádica, aun cuando sólo sean partícipes de las migajas sobrantes del festín obsceno del capitalismo.

 
Paradójicamente, la culpabilidad metafísica de las víctimas se convierte en exoneración material de los sujetos co-responsables de un saqueo sin precedentes, que incluye el arrase de millones de vidas. Es indudable que los que articulan ese Sujeto quieren borrar las huellas del crimen. La Autoridad mística del mercado capitalista, como institución política moderna es, precisamente, la instancia no retratable que debemos deconstruir teórica y prácticamente, no sólo para poder identificar el rostro de los verdugos, sino también para reconstruir una existencia social donde el gesto de una risa no esté asociada a la regularidad del abuso.
 
 
Arturo Borra
 

(1)     Cf. “España ha vivido desde 2004 más de 6.600 casos de tortura o malos tratos policiales”, en http://www.publico.es/politica/espana-vivido-2004-mas-600.html

 

 
(3)     Cf. “Un estudio sobre la tortura en Euskadi da una cifra provisional de 3.587 casos”, en http://ccaa.elpais.com/ccaa/2015/02/06/paisvasco/1423230093_999410.html

 
(4)      Remito a “Acerca de los Centros de Internamiento de Extranjeros. La política del encierro”, versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131848

(5)  Cf. “Denuncian por "vejación injusta" a una reportera por fotografiar a un policía”, en https://www.diagonalperiodico.net/libertades/25826-denuncia-por-vejacion-injusta-desahucio-la-reportera-fotografio-policia.HTML

(6) He desarrollado esta cuestión en “La institucionalización del estado policial: «Ley de seguridad ciudadana» y represión social”, versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=177301

 

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