¿Qué actualidad
puede mantener una novela como Mientras
agonizo[i],
escrita hace casi un siglo (su primera versión es de 1930), considerada de
forma habitual como una “obra menor” de un “autor mayor”? ¿Qué relación podría
ocupar con respecto a ¡Absalón, Absalón!,
Luz de agosto, Santuario, El ruido y la furia o Palmeras salvajes, entre otros títulos?
¿En qué sentido un texto semejante podría
aportar a una interpretación crítica del presente?
Digámoslo de entrada: Mientras
agonizo quizás sea una de las
novelas de Faulkner menos atendidas por la crítica y puede que también sea una
de las menos leídas, oscurecida por el resplandor narrativo de otros de sus
textos. Sin embargo, considero que hay buenas razones para reivindicarla como parte irreductible de su herencia literaria, en
tanto material relevante que habilita a una lectura autónoma, por derecho
propio, no supeditada a otros de sus textos.
De ahí que a continuación quisiera ensayar una lectura más
pormenorizada, no tanto centrada en las peculiaridades formales de esta novela
como en su relación con lo que Said llama «mundanidad»[ii].
Puesta en contexto, el potencial interpretativo de Mientras agonizo (sin pretender hacer un análisis totalizador de la
«obra» de este escritor, tan magistral como polifacética) es suficientemente
vasto para permitirnos explorar en esa dirección.
Retornemos, entonces, a la pregunta sobre la «actualidad»
supuesta del texto. No se trata, en primer término, de atenerse a la inmediatez narrativa. Es evidente que
algunas circunstancias históricas han cambiado de una forma drástica desde
1930, comenzando por los procesos de urbanización y el desarrollo tecnológico
vertiginoso que ha marcado la historia estadounidense en el siglo XX (a
diferencia de otras zonas planetarias en las que la falta de infraestructura
técnica sigue siendo un problema vigente de magnitud). También podría procurar
analizarse la diferencia en el régimen de propiedad de la tierra (y un posible
pasaje tendencial de un modelo minifundista a uno marcado por latifundios
concentrados por la oligarquía terrateniente) o, dentro de una estructura social
de clases, las transformaciones del campesinado durante el siglo pasado.
De manera inversa, tampoco se trata de hacer una lectura
simplemente metafórica, tomando el
texto como una superficie libre, que habilitaría
a una cadena de sustituciones o a un juego de analogías entre una historia
pasada y nuestra historia presente, recuperando metáforas como la opresión
(predominantemente de clase y género, pero también de carácter generacional o
racial) o la penuria material (la pobreza, las condiciones precarias de vida,
etc.). Una lectura semejante perdería algo decisivo en el relato: el carácter perturbador del detalle.
De ahí que mi objetivo es retomar el relato de Faulkner en su
«materialidad efectiva»: aquello que podría recuperarse aun de un concepto
desdibujado de «literalidad», esto es, lo que pertenece al orden del fragmento en su condición inquietante. Sólo entonces cabe
volver el relato hacia nosotros –en lo que hay de común en este «nosotros», lo
que forma parte de nuestra «condición humana», incluso si no estuviéramos
dispuestos a asimilar, de forma apresurada, esa condición a la noción más
problemática todavía de «naturaleza humana». Omitiré, en este sentido, la
disputa filosófica al respecto.
En esta estrategia de lectura, más bien, el movimiento
planteado es remitir esa condición humana a unas experiencias históricas
concretas, que siguen actuando en nuestras conformaciones subjetivas, aun si
admitiéramos que lo que hay de común entre
nosotros a menudo rebasa un período histórico determinado. Así pues, si por
«actualidad» entendemos, ante todo, aquello que actúa sobre lo presente, más allá de su inmediatez o instantaneidad
temporal, esto es, a contramano del sentido de actualidad como presente
efímero que plantean los discursos informativos dominantes, entonces, leer una novela escrita tiempo atrás no
sólo no constituye un obstáculo para pensar nuestro
tiempo sino que puede favorecer su inscripción en una secuencia histórica
mayor, sin que ello implique perder de vista las líneas de discontinuidad que
pudieran estar operando. Contra una concepción deshistorizante, lo pertinente
de este retorno es que permite
pensar, tanto por sus contrastes como por sus similitudes, algunas claves del
«ahora» eterno en el que el discurso postmoderno más conservador quiere
instalarnos, como si no hubiera porvenir posible, en lo que contiene de
alteridad y alteración, esto es, en su signo imprevisible[iii].
Volvamos, pues, sobre esa sociedad de la que habla Faulkner y
que anticipa ya varias líneas de continuidad. La trama sorprende en su engañosa
sencillez, a pesar de una estructura narrativa fragmentaria y difícil. Addie
Bundren, madre de cinco hijos (Dewel Dell, Jewel, Darl, Cash y Vardaman) y
esposa de Anse, agoniza en su cama, en las afueras del pequeño pueblo donde
vive junto a su familia, mientras aguarda el féretro que uno de sus hijos
construye por las noches. En efecto, todos parecen esperar el féretro,
comenzando por Addie. Como si ese fuera el único lugar en que pudiera estar a
salvo ya: el espacio final donde reposar. El esposo, por su parte, ha asumido
el compromiso de llevarla hasta Jefferson tras su muerte, para que pueda yacer
en paz junto a sus progenitores.
La peripecia se desata entonces. Con una carreta como único
transporte, padre e hijos emprenden la marcha hacia la ciudad natal de Addie, a
unos sesenta kilómetros de su residencia. El puente que lleva al destino
deseado, sin embargo, ha sido arrastrado por el río crecido por las lluvias
recientes. El encadenamiento de sucesos fatídicos se convierte en regla y la
tarea de enterrar a la difunta amenaza con convertirse en una empresa
imposible. En vez de encontrarnos con un registro épico, nos topamos con una
odisea invertida, casi ridícula, causada ante todo por el tenaz compromiso que
Anse asume, aunque más no sea en tanto compensación imaginaria ante el
sufrimiento impartido a su mujer durante su vida, como si «cargar con el
muerto» fuera una forma de reparación.
En resumen, la trama narrativa es relativamente simple (no
obstante la fragmentariedad y pluralidad de perspectivas que asume el relato):
la “normalidad” de la vida de una familia rural pobre de Tenesse es
interrumpida por la muerte de la madre. Desde luego, Faulkner no ahorra
detalles de esa “normalidad”. Los secretos abundan, los silencios se
multiplican, la dureza emocional se intensifica. Incluso la experiencia amorosa
aparece como mero orgullo, “(…) ese deseo furioso de ocultar la vil desnudez
que traemos con nosotros (…)” (p. 50).
La pobreza atraviesa sus vidas de forma ubicua: introduce una
dimensión carencial en cada uno de los actos, se instala como condición con la
que se coexiste. La muerte en un contexto así se hace consuelo. Los hombres de la casa , al menos, tienen la
posibilidad de descanso tras las duras jornadas de trabajo en el campo. En una
sociedad patriarcal, sin embargo, esa tregua no vale para las mujeres: ni Addie
ni su hija (Dewel Dell) pueden desplazarse de ese confinamiento a la necesidad
-su rueda brutal que no se detiene hasta la muerte. La contundencia narrativa
de Faulkner ahorra explicaciones
sobre esas desigualdades de género manifiestas dentro de la precariedad de unas vidas de por sí asediadas.
El problema, como decimos, es dar sepultura a quien no ha
tenido posibilidad de descanso. Y ese problema supone atravesar el río crecido
por las lluvias, a pesar del puente derribado por la corriente. Pero -lo intuimos-
cuando hay un puente roto hay, ante todo, un peligro del que no se salva ni la
muerta en su féretro, ni el “tiro” que arrastra la carreta y que es arrastrado
fatalmente.
De desastre en desastre: la familia no tiene más camino que
comprar otro “tiro” que sustituya al que se llevó la corriente, incluso si para
ello es preciso empeñar el caballo de Jewel conseguido a fuerza de duplicar su
jornada laboral y trabajar también por las noches. Su opinión, sin embargo, no
cuenta para el padre, dispuesto a empeñar lo poco que (no) tiene para cumplir
el mandato asumido.
Dar-sepultura, como en el caso de Antígona, es una cuestión ética; sin embargo, en este caso, no hay
lucha contra la ley de la ciudad, contra la voluntad soberana, sino más bien
contra la fuerza ciega de una
naturaleza indomesticable. El problema en este viaje hacia el descanso es que
no hay descanso. El cadáver comienza a descomponerse: la putrefacción adquiere
dramática inmediatez. El “largo camino” de una decena de kilómetros es propicio
a la descomposición. El cuerpo inerte evoca el drama de los vivos –incluso si
el deseo de Darl es poner fin a esta agonía colectiva incendiando el cobertizo
en el que está el féretro, mientras los demás duermen.
Pero no es fácil deshacerse de un cadáver e interrumpir la
mortificación incesante que supone su transporte. La pierna quebrada de Cash
(secuela de su rescate del féretro en el río crecido) parece correr la misma
suerte. Un órgano gangrenado que ahonda la misma desolación, el presentimiento
insistente de una amputación. El “sucio secretito” de Dewel Dell con el médico
de cabecera de la familia, la obcecación del padre por cumplir un juramento
absurdo, el internamiento de Darl tras su impulso piromaníaco, la ofensa del
padre contra Jewel al arrebatarle el fruto de su trabajo, el dolor delirante de
Vardaman que representa a su madre como un pez, forman parte de un puzzle terrible, en el que la ausencia
de Dios se manifiesta como omnipresencia del sufrimiento.
El desenlace a toda esta desesperación no deja de ser
sorpresivo: la conformación inmediata de un nuevo matrimonio de Anse, tras
sepultar a su antigua esposa. No hay tiempo para el duelo o las despedidas. La
restitución de la “normalidad” aparece así como primordial, aunque no deje de
ser irónica: lo que se recompone no es más que una alianza patrimonial que con suerte permitirá reproducir la rueda de
la subsistencia. El proceso se cierra relevando el vacío de la esposa:
suturando su hueco a través del mito de la normalidad familiar.
En efecto, el acto
restitutivo es el acto mítico por excelencia: la miseria, en lo que tiene
de sacrificial y absurdo, prosigue su curso indiferente. Todo coagula ahí: en
la unión de un viudo y una solterona que pone fin a una deriva en la que la muerta se pudre, como los recuerdos
primeros de Addie de su experiencia amorosa, enterrada desde pronto, confinada
en una rutina forzosa en la que no queda deseo alguno.
Quizás sea justo decir que Faulkner, como otros narradores
del infierno, no alegoriza, lo que no significa que suscriba a una visión
realista. Tampoco tenemos que alegorizar nosotros. La literalidad del relato es
apabullante, incluso si esa «literalidad» está desde el principio horadada: en
efecto, “las palabras no se ajustan nunca a lo que tratan de decir” (p. 160) y
un poco más adelante: no son más que “una mera forma para llenar una carencia”
(p. 161). Lo literal, pues, es ese desajuste, esa carencia que
necesariamente rebasa toda propiedad, todo
sentido propio.
La familia entera movilizada para enterrar el cuerpo inerte
de la madre es una lucha drástica contra el tiempo que apremia. En este
sentido, el tiempo del relato es el tiempo de la podredumbre, como ocurre
también con la pierna de Cash. Breviario
de podredumbre de Cioran podría obtener ahí su préstamo: “La historia no es
más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a
pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se
aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar
simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción,
de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo”[iv].
En el desfile de Faulkner la «religiosidad» resulta
insoslayable: aparece como una justificación del sufrimiento, una aceptación de
lo inaceptable. Como si el destino o la fatalidad no dejaran más camino que
aguardar la propia muerte, entre la resignación y el consuelo, mientras
fabrican nuestro féretro. La religiosidad, pues, aparece como renuncia al acto
ético y político que constituye la rebelión. La mitología que instaura una
sociedad de clases, marcada por el patriarcado, oculta así la verdad del abuso que asoma en la trama, en primer término, en la
hija adolescente que hace favorcitos a quien le promete una solución a su
embarazoso secreto o en la subalternidad indiscutida de la esposa. En efecto,
ese mundo recuerda una historia de clase y de género: las “sirvientitas” que
hacen favores sexuales a cambio de falsas promesas de los señoritos ansiosos de
debutar después de ir a misa el domingo o la historia del matrimonio
tradicional como forma opresiva de reproducción de la autoridad.
Lo terrible está ahí: en una escena pútrida que hace
manifiesto no tanto el descalabro de lo normal sino la «normalidad» como hecho siniestro, regularidad del
desastre que confluye en nuestro presente. Lo patológico es esta normalidad
endurecida, entumecida, gangrenada, ultrajada. La estabilidad de la vida como
penuria, de la familia como jaula, del matrimonio como alianza patrimonial,
sustraída de la experiencia amorosa, de la singularidad insustituible de sus
miembros. Al fin de cuentas, la difunta es como un “tiro”. No hay tiempo para
el duelo. No hay otro tiempo que el de
procurar recomponer la normalidad perdida, aunque para ello el padre deba
conseguir unos dientes postizos y así volver a sonreír ante su inminente nueva esposa,
aun si ello supone despojar a la hija del dinero que tiene para abortar.
Nos toca a nosotros trazar nuestro viaje entre esa
experiencia y la nuestra. No cabe descartar, al fin de cuentas, que también
nosotros cargamos con un muerto en pleno proceso de putrefacción. Nuestra
“normalidad” no es mejor en varios puntos (incluso si admitimos unas
condiciones materiales de vida comparativamente mejores para algunos grupos y
clases): la sustituibilidad infinita de cada uno de nosotros, la equivalencia
general de las vidas endurecidas, la estructura de desigualdad que permanece en
el contexto del capitalismo industrial. Como animales de tiro, lo que hay de
singular en el/la muerto/a se esfuma: el recuerdo de una dulzura pasajera. El
matrimonio como alianza instrumental sostiene una familia convertida en célula
de una sociedad miserable y el pasaje del campo a la ciudad no hace sino
intensificar esa miseria, esa gangrena que nos impide marcharnos o, al menos,
caminar por pie propio.
Todo se pudre no es una simple constatación
metafísica; una variante del ser para la
muerte heideggeriano o de la conciencia
de la finitud hegeliana. Es, ante todo, la inmediatez de un cuerpo que se
deteriora, se estropea, se quiebra o entra en descomposición. La precisión
lapidaria de la narración –sin visión privilegiada, sin omnisciencia alguna-
queda reafirmada en un juego de perspectivas donde lo “real” no es esa cosa
firme que subyace invariante, sino el trauma que cada cual asimila como puede
–la temporalidad desquiciada que cortocircuita lo simbólico, arruina el relato,
desarregla las ruedas o derrumba los puentes. Lo que es peor: la putrefacción ya
está en esa pobreza extrema como “castigo de Dios”, en su extraña demostración
de su amor (p. 104), en su promesa de restitución de la igualdad que aquí
carecemos: “(…) el Señor les quitará lo que tienen a los que tienen y se lo
dará a los que no tienen” (p. 104). La justicia divina contrasta con la
injusticia mundana: nada que repare, en
esta tierra oscura, el sufrimiento.
Mientras agonizo nos devuelve, por esa vía, al espejo
de un trauma no conceptualizado: lo que hay de agonístico en la experiencia del
“mientras”, en la vivencia del transcurso. No me consta que pueda describirse a
Faulkner como un escritor irónico. Pero quizás no pueda eludirse aquí la
dimensión irónica del relato, precisamente, como dimensión que erosiona la
“seriedad” de lo recto, la doblez de las grandes intenciones, presentadas a
menudo como actos épicos. Lo épico es lo que falta. De Benjamin a De Man, la
ironía es poder corrosivo y ese
poder, como crítica, no puede obviarse aquí. Como cuando el autor da voz al
esposo para referirse a Addie: “Siempre fue de las que lo dejan todo limpio
antes de irse” (p. 28) [lo que no deja de ser llamativo cuando esa “limpieza”
refiere a los propios preparativos de su funeral].
La ironía conduce a la puesta en crisis de una vida
normalizada en la que lo regular es la putrefacción de los cuerpos, la
extensión de los “sucios secretitos”, la repetición de la penuria material y el
embrutecimiento moral y espiritual. “Embrutecimiento”, sin embargo, sigue
suponiendo un estado previo del sujeto próximo a un cierto desarrollo
educativo, a una situación intelectual no-degradada. Quizás ese sea otro de los
mitos en los que el individualismo se regodea: una naturaleza humana
preconstituida que, en el mejor de los casos, la sociedad vendría a corromper,
si no le atribuye ya algún impulso egoísta innato.
Pero quizás sea más exacto decir que los personajes de
Faulkner nunca han salido de esa «bestialidad» que constituye el “término
intermedio” entre «humanidad» y «animalidad». Es el término que él sugiere en
varias ocasiones, como cuando Dewey Dell asume su imposibilidad de llanto: “No
sé llorar” (p. 62); o en la propia conjetura de Vardaman de que su madre es un
pez. Bestial, en efecto, es esa vida
humana próxima a la vida animal, como un tiro o una mula.
A pesar de todo ese oprobio diario, algunos personajes de
Faulkner deliran –y con ello,
introducen un desajuste con respecto a una normalidad patológica. En un mundo
bestial se empecinan en concebir una existencia más allá de la muerte brutal
que los seres humanos padecen en la carencia generalizada, en la injusticia de
la desigualdad de la tierra. La ironización de esa normalidad pone en
discusión, precisamente, lo que aparece como un “ciclo natural”: desnaturaliza
el padecimiento, dejando emerger de lo terrible una esperanza agonística, una demanda de justicia (indefinidamente
postergada en esa tradición religiosa que la significa como algo venidero, esto
es, como advenimiento divino). Un
punto de fuga: Vardeman antes que Jewel, Darl antes que Cash.
La actualidad del relato de Faulkner es doble: la de una
normalidad sacrificial, en la que los seres humanos viven como bestias, y la de
la necesidad impostergable de interrumpir esa normalidad, pero no ya como quien
viaja a enterrar la muerta, para restituir el patrimonio matrimonial y la
rutina de la necesidad, sino como un desplazamiento irreversible, un proceso
que revolucione la vida.
Pero las jaulas invisibles siguen intactas: de la bestialidad
omnipresente en el mundo rural (los humanos como burros de carga a jornada completa) al free lance del urbanita que no conoce ya
la frontera que separa tiempo de trabajo
y tiempo de vida, como si tras la
variación de estilos o formas vitales insistiera la misma inflexibilidad del mundo de la producción capitalista –y
tanto más en nuestra época que anuncia la «flexibilidad ilimitada» como
exigencia inflexible del capital.
Volvamos otra vez: la familia Bundren vive sus condiciones de
existencia como voluntad divina, un castigo que contiene una futura recompensa:
“Dios castiga a los que ama” (p. 104), aunque sea, ciertamente, una
demostración “extraña” (sic). Y, en efecto, mucho habría que decir sobre esa
claudicación ética en nombre de una “justicia divina” que posterga
indefinidamente la justicia humana, sobre la extraña inversión de los castigos
terrenales que carga con dureza las espaldas de esos seres bestiales que sueñan
con descansar en paz. Al fin y al cabo, la misericordia no es más que una
esperanza incierta, o mejor todavía, la espera de “Su gracia” de la que nunca
se puede estar seguro. “El mero hecho de que hayas sido una esposa fiel no
significa que no haya pecado alguno en tu corazón, y el mero hecho de que tu
vida sea dura no quiere decir que la gracia del Señor ya te haya absuelto” (p.
156). No hay pues, absolución segura: Dios, como fundamento externo,
inescrutable en su designio, no depara ninguna certeza. Exige, más bien, un sacrificio infinito sin
contrapartida, sin garantía alguna de que nuestro devenir pueda compensar los rigores del presente.
Se dirá que esa religiosidad
que acepta el castigo como posibilidad de una justicia venidera está ya muy
lejos de nuestro contexto cultural presente. Y, sin embargo, tras la variación
de figura, tras el cambio de significante, la metafísica del Mercado
reintroduce por la ventana lo que había expulsado por la puerta: la aparición
de otra forma del pecado, que es el consumo endeudado, el “consumo excesivo” de
los pobres, los que no aceptan el fundamento externo, la ley soberana del
Mercado.
Tras el cambio de fundamento, lo que se mantiene es la
creencia (pseudo)religiosa en un determinante externo a la propia sociedad, un
fundamento ligado a una fatalidad ante la que no cabría más que la obediencia
incondicional, incluso si la demostración extraña de su amor al prójimo no
fuera sino el implacable castigo a los “cercenados de la tierra”, como árboles
en la mitad de la noche, padeciendo una tempestad ingobernable. La hipóstasis
es clara: el dios-mercado no es menos inflexible que el que hace inciertas las
cosechas. Ni menos cruel que aquel que arroja al camino con la promesa de una
sepultura para la muerta.
“Es Él quien juzga y quien castiga, no nosotros” (p. 157):
“cruz” y “salvación”. Él: figura de la «heteronomía»: aquel que determina la
ley de vida y muerte. Dios o el Mercado, llámese como quiera. Ambos
bestializan: en nombre de una justicia venidera, justifican el arrase de la
libertad humana, la cancelación de un proyecto de autonomía individual y
colectiva que niega cualquier
trascendencia del fundamento con respecto a la sociedad.
A diferencia de Cioran, no requerimos elevar a rasgo
metafísico insuperable esta sucesión de Falsos Absolutos, la necesidad mítica
de adorar un significante despótico. La repetición circular, pues, no
constituye una ley inexorable: forma parte de la alienación de lo humano en un
gran Otro que, en última instancia, no existe. Quizás la enseñanza de Faulkner -si
así puede llamarse a un relato atenido a la violencia de una facticidad sin parábola que no esté
corroída- no sea otra que la de hacer visible esa resignación convertida en
credo, la mitología de una salvación venidera que posterga indefinidamente la
subversión política de un orden social que normaliza el sufrimiento. Hay quien
enloquece en esa jaula. Quien se incendia en esta sociodisea sin épica. El
delirio infantil de Vardaman nos recuerda la verdad enterrada junto a la
muerta: “Mi hermano es Darl. Se ha ido a
Jackson en el tren. No se ha ido en el tren para volverse loco. Se ha vuelto
loco en nuestra carreta” (pp. 231-232). Puede que lo que sigue uniéndonos a
Faulkner sea la voluntad de detener esa marcha ciega que asfixia la existencia.
Arturo Borra
[i]
La edición que utilizo es la versión traducida por J. Zulaika, editada por
Anagrama, 2012, Barcelona.
[ii]
“En mi opinión, los textos son mundanos, hasta cierto punto acontecimientos, e
incluso cuando parecen negarlo, son parte del mundo social, de la vida humana
y, por supuesto, de momentos históricos en los que se sitúan y se interpretan”
[Said, Edward (2004): El mundo, el texto
y el crítico, trad. R. García Pérez,
Debolsillo, Barcelona, p. 15].
[iii] La noción de «tradición selectiva» es pertinente en este contexto: la
“tradición”, más que mero elemento superviviente del pasado, a distancia del
presente, aparece como fuerza preconfigurativa; una fuerza que recupera algunos
elementos del pasado en detrimento de otros. Así pues, la «tradición» antes que
factor inerte, constituye una versión intencionalmente selectiva del pasado
conectado con un presente preconfigurado. “A partir de un área total posible
del pasado y el presente, dentro de una cultura particular, ciertos
significados y prácticas son seleccionados y acentuados y otros significados y
prácticas son rechazados o excluidos” [Williams, Raymond (2000): Marxismo y literatura, 2ª
ed., Península, Barcelona, p. 138].
[iv]
Cioran, Emile (2001): Breviario de
podredumbre, trad. F. Savater, Gallimard, p. 29-30.
No hay comentarios:
Publicar un comentario