jueves, 30 de enero de 2014

Lecturas sobre el presente (1): Bartleby el escribiente

 
 
 
La lectura de textos literarios como Bartleby el escribiente (1) de Herman Melville puede contribuir a una aproximación a la dimensión cultural del capitalismo, escamoteada en numerosos análisis del presente, incluyendo aquellos que reducen lo cultural a un proceso secundario determinado por la infraestructura económica. Bartleby el escribiente es un brillante caso para pensar una situación histórica que abate a la «humanidad», al menos en un sentido contemporáneo al relato de Melville (alrededor de 1850). El término es empleado por el autor, cuando traza un paralelismo sorpresivo: “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!” (2012: 74). Es, desde luego, un lazo disimétrico. Podría objetarse que Bartleby no representa la humanidad sino, a lo sumo, un cierto modo de ser de lo humano, una específica subjetividad moderna, ligada a unas condiciones histórico-culturales concretas.
 
Quizás por ello, en la introducción, el prologuista José Luis Pardo no parece reparar en esa frase final. Rebatible o no, la relación espécimen-especie está planteada de forma explícita. Que Melville se refiera a la «humanidad», en vez de a una clase social específica (constituida por seres como Bartleby, confinados en el anonimato), a una sociedad específica (la estadounidense) o, a lo sumo, a la sociedad occidental moderna como conjunto, no es una cuestión menor. Señala en una dirección específica. Incluso si ponemos bajo sospecha semejante totalización (por universalizar una particularidad histórica), ello sin embargo no nos habilita a omitir esta equivalencia propuesta en el relato, a riesgo de hacernos perder de vista su condición metonímica: el antihéroe en cuestión desplaza a una situación que, según apunta el autor, nos afecta colectivamente. Lo que dice nos atañe, entonces, aun si no somos sus contemporáneos. Así queda sugerido: en tanto humanidad, todos podríamos ser Bartleby.
 
Centrémonos en lo singular. De Bartleby no sabemos casi nada, salvo que pernocta por las noches en el despacho del abogado donde trabaja desde hace unos meses. No tiene vida social conocida ni muestra deseo de tenerla en lo más mínimo. Su «pobreza de experiencia», como recuerda Pardo a propósito de Benjamin, se hace manifiesta en la carencia de secreto, en la falta de espesor vital. No es “nadie”; lo contrario, quizás, al «cualsea» de Agamben (2): detrás, no hay nada, como ocurre con las figuras estelares efímeras que los medios televisivos producen (y destruyen) de forma serial.
 
Aunque no hay ningún nudo aparente en la narración de Melville, se puede advertir una cesura. Si en la primera parte nuestro protagonista acepta de forma dócil los encargos como copista, en un segundo momento advertimos que éste se desengancha de toda cadena de autoridad. No en nombre de la opresión de clase –en este caso, el abogado es de esa extraña categoría de personas que todavía muestra alguna preocupación por él-, sino del “vacío de sentido” insuperable en que el personaje se mueve. Podría decirse que algo en la “mecánica” de Bartleby se ha estropeado; quizás la revelación por parte de su jefe de lo único que escapa a la trivialidad de su vida: que su residencia no es otra que la oficina en la que trabaja. El escribiente, una vez que el espejo del otro lo revela en su indigencia vital, en la verdad de su insignificancia, se abandona a la inacción. Como una máquina de escribir rota, el escribiente ya no funciona. La «falta de hogar», desde luego, podría conectarse al universo vacío correlativo a la «muerte de dios» nietzscheana, esto es, a la soledad absoluta en la que la modernidad sitúa lo humano. La «desesperación», sin embargo, no tiene por qué ser explicada en clave metafísica. Podríamos ensayar, más bien, una lectura política del relato.
 
El “preferiría no hacerlo” que jalona toda la historia, a menos que interpretemos un gesto político de disidencia –interpretación, en última instancia, errónea-, describe lo que, como humanidad contemporánea, nos implica. Hacer nada o no hacer nada es una cuestión de énfasis, no de cualidad. Según la enunciación, se puede poner el acento en la “actividad” o “pasividad” del sujeto, pero en un punto de innegable confusión, en una zona indiscernible en la que «voluntad» e «impotencia» coinciden. El desplazamiento en la acentuación puede precisarse: si en la primera parte del relato la preferencia se plantea en un sentido contrario a la acción, primando el momento de pasividad, en la segunda parte, la pasividad coincide con la preferencia y se convierte en una forma de actividad.
 
Preferiría no hacerlo se mueve en el orden de un deseo insatisfecho que choca con el automatismo de la acción. ¿Qué hace un copista que no sea repetir la Letra muerta y revisar compulsivamente el rigor de la copia? El condicional matiza la acción compulsiva; hay una preferencia en sentido inverso que, sin embargo, la acción cotidiana desatiende. No es que uno quiera que sea así, pero ello no impide en absoluto que así sea. No es difícil reconocer en esa rendición una forma de supervivencia desolada, que afecta al menos a cierto segmento de humanidad, una vez que es impelida a repetir tediosamente una escritura de la que no hay nada que decir (o una vida en la que no hay nada que hacer). En este caso, el «sujeto» no es sino el soporte de unas estructuras clausuradas; su papel queda limitado a la reproducción de un círculo de actividad vital despojada de sentido. La creatividad anulada produce sujetos escribientes: un ser “pasivo” que se limita a la tarea irreflexiva de copiar o, ulteriormente, un ser “activo” que se entrega a la pasividad de hacer nada.
 
Bien podría aquí invocarse a uno de los ideólogos de las relaciones industriales, convertidas luego en «administración de recursos humanos»: “No se os pide que penséis…”.  La sentencia de Taylor, en efecto, resume un sistema de organización del trabajo basado en la separación radical entre «planificación» y «ejecución». La ética productivista complementa esas condiciones de producción en la que el “trabajador manual” es reducido a un engranaje maquínico dentro de la división social del trabajo. El planteamiento radical del relato, mucho antes de esta técnica productiva, es la extensión de una lógica mecanicista en la que la singularidad del cualsea es anulada. Para decirlo de modo extremo, al modo althusseriano: todo marcha bien en la medida en que obedezcáis, más allá de vuestro deseo, de las preferencias subjetivas. “No penséis…” es el imperativo funcional; de lo contrario, la máquina se estropea, la Escritura fracasa, el Sujeto muere. Aunque en nuestros términos esas destrucciones permitirían una reactivación de los flujos del deseo, de las escrituras pluralizadas y de las prácticas del disenso, desde una perspectiva interna esta exigencia o interpelación no cesa de plantearse desde diversos dispositivos institucionales, independientemente a que las actuales mutaciones en la organización del trabajo hayan alterado de forma significativa el sistema taylorista.  
 
Lo central, para el caso, es que Melville expande la mancha. El escribiente repite indefinidamente lo que no quiere hacer. Todo marcha bien, según esta ideología productivista, hasta que Bartleby “pierde los papeles”. El cortocircuito, entonces, hace estallar la presunta marcha gozosa de la historia o, algo que vendría a ser equivalente, el supuesto “fin de la historia” (el círculo perfecto de la reproducción capitalista). La excepcionalidad del relato de Melville es que nos instala en una escena que anticipa con una lógica implacable uno de los dramas centrales del siglo XX: la de un sujeto que repite de forma compulsiva una actividad indeseada, carente de sentido desde su perspectiva inmanente. La “humanidad” sigue sin evitar lo evitable (3). La resolución de Bartleby -su “activa pasividad”- es “dejar de hacerlo”.
 
El “preferiría no hacerlo” se concreta así en una negativa total. Podríamos considerarlo “revolucionario” si, en efecto, esa interrupción implicara una politización radical de esta (de)subjetivación a la que es reducido el “escribiente”, de la absurdidad hipostasiada como condición metafísica. Ese deseo permitiría mostrar la contingencia radical del presente y, por tanto, su revocabilidad histórica. En el caso del relato, sin embargo, el “preferiría no hacerlo”, aunque da lugar a un pasaje al acto, es coincidente con la activa pasividad de hacer nada. De algún modo, lo “absurdo” de la repetición compulsiva (asumiendo que podría haber formas creativas de repetición) persiste en Bartleby como condición ontológica insuperable. De ahí que la única alternativa que nuestro protagonista vislumbra sea la muerte como liberación. Si tras el enunciado “preferiría no hacerlo” irrumpiera un «acto» capaz de cuestionar un orden impositivo o de desafiar un régimen reificante, la preferencia subjetiva subvertiría el orden de la acción. Pero la negación de Bartleby es una forma de nulidad absoluta: ninguna alternativa ético-política asoma ahí, como no sea dejarse morir (diferente al suicidio). No deja de ser pertinente el recordatorio de la primera teoría crítica: “La negación indiscriminada de todo lo positivo, [es] la fórmula estereotipada de la nulidad (...)” (Adorno y Horkheimer, 1997: 38 [4]).
 
Si por una parte potenciar la creatividad y el deseo en la práctica cotidiana podrían plantearse como claves culturales de un proceso revolucionario, capaz de construir unas constelaciones de sentido diferentes, por otra parte el capitalismo no hace sino taponar esa creatividad y deseo o, al menos, subordinar esos términos al imperativo funcional. En la medida en que la preferencia es interrumpida o abortada en detrimento del hacer, pues, no hay sabotaje a la máquina. Como deseo pasivizado, implosiona en el sujeto escindido, bajo diversos síntomas. La máquina sigue funcionando, aunque la condición de existencia de este funcionamiento sea arruinar millones de vidas. El “preferiría no hacerlo” sigue siendo estéril mientras su condicionalidad no desafíe el hacer actual, el momento “reproductivo” de la práctica que tapona la emergencia del «acto» político capaz de subvertir la estructura social. Con ello, reafirma el cinismo hegemónico: preferiría no hacerlo, sé cuán negativa puede ser esta práctica, pero no puedo dejar de hacerlo, ante todo, porque no estoy dispuesto a desistir de un régimen de pequeños goces, aun si ese régimen autoriza la peor de las injusticias, que es la del Goce sacrificial: la destrucción sistemática de los otros.  
 
Pero Bartleby tiene la coherencia que nosotros carecemos. Da el paso que nosotros evitamos: dejar de hacer lo que preferimos no hacer. Lleva hasta el límite su pasividad consecuente. No renuncia a nada: excluye lo que no quiere, aunque se trate de una preferencia mortífera. ¿Podría decirse que Bartleby muere a causa de su nihilismo? Creer en la nada sería todavía una peculiar forma de creencia: aquella que plantea una desconfianza radical ante el deseo de vivir. El protagonista de esta historia colectiva, sin embargo, parece moverse por debajo de ese umbral: no desea vivir; está atrapado por una nulidad que afecta su vida cotidiana, en el centro vacío de su ser. Por eso, la muerte aparece aquí como liberación; una forma de construir una salida. Quizás ese sea el estado mismo de cierta “humanidad” occidental que nos implica en primera persona: la que preferiría no participar en la máquina devastadora del capitalismo, en su mercadología, su crimen perpetuo, su daño sin rostro.
 
Claro que llegados a este punto, tenemos razones para preguntar si las preferencias no son en verdad diferentes a las proclamadas o, al menos, si no coexisten de forma conflictiva con otras: ¿por qué si preferimos esto sigue primando aquello que quisiéramos evitar? ¿En qué sentido deseamos otra cosa? ¿Qué significa que la práctica aparece escindida del deseo? Finalmente, ¿qué sujetos (y a través de qué modalidades) ejercen este poder de fijar unas rutinas, de construir unas repeticiones que llamamos prácticas sociales? Se dirá que, a pesar de todo, un proceso hegemónico, antes que mera dominación pasiva, presupone ciertos enganches subjetivos. Pero una de dos: o Bartleby muere porque su nihilismo no le permite hacer otra cosa (una preferencia sin contenido, un gesto puramente negativo) y en tal caso dejar de repetir conduce a la muerte, o bien Bartleby es esa “humanidad” que encarna una posición subalterna, en tanto escribiente que sigue repitiendo una práctica vaciada de sentido, más allá de unos deseos abstractos que se le opondrían.
 
La posibilidad, sin embargo, de una máquina social fuera de todo deseo es inverosímil. La mera obediencia a lo que no es del orden de las preferencias, esto es, la pura coacción suena a coartada, por más asimetrías de poder que pudiéramos reconocer en las relaciones sociales. Uno mismo tendría que cuestionarse su propia participación no tanto en los sistemas coactivos como en la retícula institucional que produce ese proceso hegemónico. Tendría entonces que interrogar al mismo tiempo su propia repetición,  darle una productividad diferente, en suma, introducir una diferencia que permita vivir otras posibilidades imaginadas.
 
En Bartleby la sustracción del automatismo, la interrupción de esta funesta «normalidad», se paga con la muerte. La extraña osadía de un personaje semejante, con su carga tragicómica, es dejarse morir para liberarse del círculo de la nulidad. Pero puesto que esa repetición es producto de unas estructuras históricas, la salida de Bartleby no es la única posible. Es más bien una resolución contingente: una fuga desesperada ante esas estructuras. Dejar de copiar indefinidamente una Escritura heredada, por tanto, no tiene como consecuencia necesaria la fatalidad de la muerte. Podría conducir, asimismo, a la construcción de otra vida social. 
 
Por lo demás, el lazo entre Bartleby y la humanidad, en el desenlace, se convierte en contrapunto: “dejarse morir” sigue siendo un cortocircuito en el círculo de las repeticiones. Una forma de salir del cinismo de una práctica que se sabe catastrófica y que a menudo se declara “imprescindible” para la supervivencia. Lo decisivo en el protagonista es esa interrupción, esa desobediencia, que la “prudencia” del sentido común desaconseja para seguir acatando una orden que ha perdido sentido para quien la cumple (si alguna vez lo tuvo). Algo no menos drástico: ese sentido común preferiría no saber nada. No asumir su responsabilidad. Borrar sus huellas. No tener que hacerse cargo de una práctica que no se desea –al menos, en lo que tiene de penoso- pero que sostiene en nombre de una promesa de satisfacción.
 
Como una transacción simbólica ante lo que se sigue haciendo, lo que queda en pie es la fórmula del avestruz, como si esconder la cabeza fuera a evitar que las esquirlas nos den en el cuerpo. Preferiría no saber nada de los efectos de esa práctica, del crimen en el que nos movemos, de la infinita injusticia que asedia al mundo. Pero puesto que no podemos sustraernos de ese saber, en tanto contrapartida de nuestra implicación práctica en la reproducción del mundo social actual, no hay forma de eludir el momento de la decisión ante la estructura cínica del capitalismo: necesariamente tomamos partido.  
 
La muerte o el goce mortífero de la compulsión siguen ahí, no como una opción binaria ineludible sino como alternativas contingentes, entre otras, ante la “encerrona” en la que históricamente parecemos entrampados. Quizás La lucidez de Melville es prefigurar en el siglo XIX lo que la obra de Kafka desarrollara en el XX: la de un mundo administrado en el que el sujeto se lanza a luchar por lo (im)posible movido por la asfixia ante el presente. Como él, no nombra la utopía ni anticipa alguna reconciliación final, sino que se mueve en el espacio de la distopía y el antagonismo, acaso como única forma de abrir resquicios en el atolladero de lo real.
 
Llegados a este punto, ¿hay alternativa entre la preferencia puramente negativa y la práctica cínica? La pregunta es de índole ética y política: ante la justicia que declaran imposible, debe haber alternativas y cada uno toma partido, lo quiera o no, en la práctica creativa de ese deber. No hay nada como no sea la propia «humanidad» la que puede desbloquear la creación histórica de nuevas posibilidades. En esas condiciones, la negativa crítica se transforma en otra forma de desobediencia: aquella que politiza radicalmente la práctica y hace posible su devenir revolucionario. Pero esa ya no es la historia del escribiente, sino la historia que nos atañe escribir a nosotros, sus sucesores.
 
Arturo Borra 
 
(1) Melville, Herman: (2012): Bartleby, el escribiente, trad. J. L. Borges, Siruela, España.
(2) En La comunidad que viene (trad. J.L. Villacañas y C. La Rocca, Pretextos, Valencia, 2006), Agamben se refiere al “cualsea” para referirse al ser humano que, tal como sea, sea cual sea, importa: “(…) la singularidad expuesta como tal es cual-se-quiera, esto es amable” (p. 12). Bartleby es, quizás, aquel ser conmovedor que, sin embargo, no parece despertar ningún amor en los demás: vive en la soledad más absoluta, incluso si su rutina le exige interactuar ocasionalmente con sus compañeros o su jefe.
(3) Así ocurre, por limitarme a un ejemplo, con la pobreza mundial. Es evidente que hay medios técnicos suficientes para suprimir la pobreza que afecta a una parte significativa de la población mundial. Se sabe de sobra de ese mal completamente evitable y, sin embargo, las políticas destinadas a desterrarla son irrisorias.   
(4) Adorno, Teodor y Horkheimer, Max (1997): Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, México.
 

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