martes, 8 de octubre de 2024

El crepúsculo de la «humanidad» en la era de la guerra global - Arturo Borra




I.          Sobre el humanismo renacentista

La categoría de «humanidad», desde su irrupción significativa en el pensamiento filosófico occidental, implicó una referencia universal que excede propiamente el concepto de «especie» -como unidad biológica dada entre los seres humanos- y de «comunidad» -como unidad instituida entre miembros de un colectivo específico-. Aunque con matices diferenciados, «humanidad» no refiere a ninguna comunidad particular ni, mucho menos, al conjunto de especímenes que conforman la especie humana. Aunque la propia unidad biológica de la especie humana ha sido puesta en cuestión por el racismo científico del siglo XIX, de forma similar al cuestionamiento a toda idea de comunidad por parte del individualismo político moderno, lo que podría estar en crisis en el presente es algo de mayor alcance: la propia idea de «humanidad» como conjunto indivisible de seres humanos dotados de dignidad.

La idea abstracta de que los seres humanos formamos parte de una totalidad orgánica, esto es, una colectividad que no está dada por naturaleza sino que ha de ser construida en términos históricos no tiene ella misma más que unos pocos siglos. Es precisamente esta «humanidad» como categoría general la que hoy mismo podría estar sufriendo una erosión inédita, de la mano de la proliferación de particularismos político-culturales que se presentan como mutuamente excluyentes, comenzando por la ofensiva neoliberal que no reconoce más que «individuos» en tanto sujetos naturalmente egoístas.

En efecto, puede que ningún otro movimiento filosófico haya impulsado con más vigor esta idea de «humanidad» que el humanismo renacentista, al suponer un reconocimiento de la dignidad humana a priori, claramente contrapuesta a la condición originariamente «pecaminosa» de los miembros particulares de la comunidad cristiana y a la condición inerradicablemente «infiel» de los miembros de otras comunidades religiosas. En rigor, el propio reconocimiento de cualquier parecido de familia entre sujetos religiosos diferenciados ha sido reiteradamente negado por las religiones instituidas, en cuanto podría significar sin más la admisión tácita de la propia relatividad de las creencias de esos sujetos o comunidades. En este sentido, la línea de demarcación entre la presunta “fe verdadera” y el resto de los credos, reducidos a falsas creencias, necesariamente implicó en términos históricos el debilitamiento de la humanitas en común para exaltar el papel de la comunitas (religiosa).

En suma, en el contexto cultural del Renacimiento, que de forma incipiente comenzaba a limitar el alcance del dogmatismo religioso ejercido durante la Edad Media, la idea de «humanidad» cobró fuerza como forma filosófica de contraponer a una comunidad religiosa particular un ideal cosmopolita que incluyera a otros seres humanos e incluso a otras comunidades en una misma categoría común. No por azar el Discurso sobre la dignidad del hombre, publicado originalmente en 1486 por Pico della Mirandola, constituyó uno de los hitos más relevantes en la fragua de la idea de «humanidad» como sujeto. Al respecto, resulta manifiesto que el concepto en cuestión fue ganando impulso con los procesos de secularización de las sociedades occidentales modernas, incluso si esas mismas sociedades, históricamente, han infligido un trato indigno y degradante a otras comunidades. Dicho de otra manera: si por una parte el humanismo filosófico moderno no ha impedido el genocidio de pueblos enteros ni detenido la dinámica del expolio colonialista, por otra parte, contribuyó de forma decisiva a fortalecer el ideal de igualdad humana que se fue fraguando, de forma contradictoria y vacilante, en el período de varios siglos.

Más todavía: aunque el propio desarrollo histórico del capitalismo ha negado ese ideal igualitario de forma sistemática, desde la primera declaración de los derechos humanos en 1789 como declaración de derechos universales, ha consolidado el imaginario secular de una «humanidad» común, con independencia al género, la raza, la etnia, la clase social, la orientación e identidad sexual e incluso la opinión política[1]. El flagrante incumplimiento de los derechos humanos por parte de las propias potencias occidentales que se arrogaron la función de custodiarlos, e incluso el absoluto desprecio que han mostrado históricamente esas potencias frente al derecho de los demás, no es razón para dejar de reconocer en esa declaración de carácter universal un horizonte normativo en el que cada ser humano es constituido como sujeto de múltiples derechos, en tanto integrante de la humanidad.

 

II.       La masacre consentida

Ahora bien, si al fin y al cabo la modernidad anunció en términos filosóficos una «humanidad» que ella misma denigró de forma reiterada en términos históricos, sin privarse siquiera de medios tan brutales como el asesinato, la tortura, la persecución y el genocidio, ¿en qué sentido nuestra contemporaneidad podría considerarse de forma válida como diferente? ¿Qué diferencias sustantivas hay entre las masacres repetidas en la historia humana y las masacres actuales, comenzando por la que está perpetrando el estado israelí en Medio Oriente con el apoyo de las principales potencias occidentales? ¿No fue acaso el nazismo la encarnación de todo lo ominoso que también supuso la modernidad capitalista? O de forma más directa, ¿no ha sido el fascismo en un sentido amplio el que ha arrojado al basural de la historia el ideal de «humanidad»? Y ¿no son acaso las dos guerras mundiales del siglo XX la encarnación misma de la desaparición de este ideal renacentista?

Por más sorprendente que resulte, incluso el fascismo del siglo XX pretendía justificar todavía su genocidio en nombre de un ideal específico (perverso desde luego) de “humanidad”. Sus más abominables prácticas tenían el reverso de una justificación retórica en la que la categoría de humanidad estaba presente, aun si se desterraba de su alcance a otros seres humanos categorizados como “animales” o “subhumanos”. A pesar del manifiesto desprecio a comunidades enteras de seres humanos (p.e. personas judías, comunistas, gitanas, con discapacidad) y de su exclusión del concepto de “humanidad”, la propia noción aún conservaba un sentido como máscara ideológica, esto es, como una referencia positiva que había que reconfigurar en términos supremacistas. La vocación imperial del viejo fascismo se justificaba así en nombre de un presunto mejoramiento de la humanidad como conjunto (a diferencia del fascismo actual que está dispuesto a prescindir sin más de la propia idea). Que esa justificación fuera una máscara hipócrita, un pretexto para avasallar mejor a los otros, no niega la omnipresencia de esta referencia a la «humanidad» (ciertamente angostada) como una suerte de testigo universal de la historia.

Nuestra época, por el contrario, parece estar asistiendo a los funerales de la «humanidad» como categoría englobante que iguala a todos los seres humanos como titulares de derecho, más allá de su ciudadanía reconocida. No porque fuera a extinguirse la especie humana en un corto plazo o porque el apocalipsis sobrevuele por sobre nuestras cabezas bajo la forma de la amenaza nuclear o de la catástrofe ecológica -amenazas manifiestamente presentes y recurrentes- sino porque, a diferencia de otras épocas, las clases dominantes ya no ocultan en lo más mínimo que se han desentendido de distintas comunidades, condenadas sin más a su exterminio forzoso.

En efecto, en las condiciones culturales del presente, en el horizonte de la subjetividad neoliberal ni siquiera aparece la necesidad de justificar las masacres en curso en nombre de alguna presunta “humanidad” beneficiaria. Toda la retórica humanista -y con ella la declaración universal de los derechos humanos y las instituciones que pretenden hacerla efectiva-, parece sumida en una especie de impotencia recurrente, esto es, de completa desactivación práctica. Para decirlo directamente: los derechos humanos, en las coordenadas del discurso hegemónico, han devenido letra muerta, que a nada obliga, incluso si desde una política de izquierdas no cabe más que su reivindicación política.

El soberano desprecio que el neoliberalismo y otras narrativas fundamentalistas han mostrado en las últimas décadas por la carta de derechos humanos la ha convertido no ya en una declaración vacía sino directamente superflua, al punto de no contar con ella en lo más mínimo. Como si la crítica moderna al relato antropocéntrico del «humanismo» -en lo que tiene de pernicioso, al presuponer una dignidad humana general avasallada en la práctica de mil maneras en la propia modernidad-, en vez de haber dado lugar a una política emancipatoria más consecuente, a un sentido de la justicia expandido a la totalidad de los pueblos, no hubiera dado pie más que a su supresión efectiva. Según el supuesto implícito de ese giro, puesto que la idea de «humanidad» es un mito incapaz de detener el curso beligerante de la historia, entonces, no cabe más que arrojarla al fregadero de los ideales caducados.

Que el crepúsculo de la «humanidad» como categoría englobante y general se produzca en las condiciones de un capitalismo que ha globalizado la guerra, como una mercancía más, no deja de ser paradójico: mientras los más optimistas tenían razones para pensar que este proceso daría un nuevo impulso a la cooperación entre diferentes comunidades políticas o al mutuo reconocimiento de la condición común entre humanos diversos -a saber, su «humanidad»-, lo cierto es que el movimiento histórico-universal concreto ha propiciado la proliferación de diferentes antagonismos sociales expandidos a nivel mundial y la negativa creciente a reconocer al otro como semejante e incluso como sujeto de derecho.

De un modo que habrá que seguir elucidando, las llamadas «nuevas derechas»[2] lo que están capitalizando en el actual orden mundial, gobernado por un sistema económico-financiero completamente desatado con respecto a los estados nacionales, no es nada distinto a esta especie de retirada voluntaria del campo de lo común bajo la forma de una creciente privatización de la vida o, más radicalmente, a este repliegue identitario en el que la «humanidad» no aparece ya ni siquiera como un horizonte político deseable, en tanto ideal de desarrollo social justo e igualitario o de reconocimiento del otro como sujeto infinitamente perfectible pero en todos los casos digno, portador de derechos. Por el contrario, lo que se está expandiendo a una velocidad sorprendente, movida por una auténtica pasión por la desigualdad, es la caída de esa «humanidad» significada como una abstracción de la que hay que sustraerse mediante la reafirmación de una diferencia jerarquizada que reclama privilegios en detrimento de todas las otras.

 

III.     Sobre la nueva derecha

Aunque buena parte de esta “nueva derecha” se agota en la vieja búsqueda de una política de restauración tradicionalista -presentando los derechos colectivos adquiridos como amenaza para el propio bienestar de los sujetos privilegiados-, de forma subrepticia, lo que está emergiendo en esa derecha, como algo específicamente novedoso, no parece ser otra cosa que la misma disolución de la referencia a la «humanidad» como conjunto indivisible al que estamos inexorablemente unidos, planteando por el contrario una relación de abierta hostilidad hacia todo aquello que suponga alteridad. La incitación continua al odio no es más que una manifestación de esta referencia perdida. La idea de que hay que responder ante esa «humanidad» parece una idea ya asediada por algo anacrónico, perteneciente a un tiempo puesto a distancia, fatalmente ligado al pasado.

De la mano de esta derecha autoritaria que hegemoniza el mundo, tanto a nivel social como estatal, en suma, lo que se está perpetrando es el crimen contra un ideal moderno con potencial revolucionario: el que apostó por la igualdad efectiva de los seres humanos ya no por su pertenencia a una comunidad particular o a la especie sino por su sola pertenencia a la colectividad humana. La misma universalidad de la categoría exigía a nuestras sociedades, en términos normativos, una labor de construcción de una justicia que incluyera a los otros, que se responsabilizara por su bienestar, que respondiera ante los incumplimientos de sus derechos e incluso que defendiera su humanidad contra los poderes instituidos. Toda esa retórica humanista ha quedado confinada, en el mejor de los casos, a cierto izquierdismo más o menos minoritario, acusado de “nostálgico”.

Incluso en las guerras del Golfo de finales del siglo XX las retóricas discursivas que utilizaron estados imperiales como EEUU o Reino Unido invocaban una promesa democratizadora, un bien colectivo para la humanidad, consistente en una supuesta restauración de la libertad de un pueblo bajo el yugo de una tiranía malvada. Por supuesto que toda esa retórica no ha pasado de ser una estratagema para legitimar lo ilegítimo. Pero la referencia a la «humanidad», como testigo colectivo de la historia, resultaba todavía insoslayable. (Ciertamente, otro debate sería reflexionar cómo esa «humanidad» invocada, en vez de constituirse en sujeto protagónico de la historia, ha quedado reducida a un papel meramente testimonial).

En cualquier caso, el siglo XXI bien podría ser el siglo en el que un cambio de régimen político se está produciendo a pasos acelerados, en nombre de una ética de los negocios universalizada que se desentiende de sus consecuencias políticas y sociales desastrosas. Dicho cambio de régimen podría estar manifestándose, entre otros síntomas, en el hecho brutal de que en las actuales retóricas beligerantes de los estados la referencia a la “humanidad” se ha esfumado sin más. La propia referencia a la «democracia» como régimen político dominante en nuestras sociedades occidentales, en estas condiciones históricas, debe ser cada vez más matizada para que cuente con una mínima verosimilitud. En cualquier caso, las palabras referidas a la guerra entre Rusia y Ucrania por parte de David Cameron a comienzos de 2024, entonces secretario de estado para asuntos exteriores y ex primer ministro del Reino Unido, son perfectamente ilustrativas de este cambio epocal: “Lo mejor que podemos hacer este año es mantener a Ucrania en esta guerra. Luchan con tanta valentía. No perderán por falta de moral. (…) [La guerra en Ucrania] tiene una excelente relación calidad-precio para Estados Unidos y otros países. Quizás entre el cinco y el diez por ciento de su presupuesto de defensa, casi la mitad del equipo militar que Rusia tenía antes de la guerra ha sido destruido, sin que se haya perdido un solo soldado estadounidense”[3].

Lo sorprendente en estas declaraciones, además de la total ausencia de referencias negativas al conflicto armado, es la admisión explícita de la guerra como oportunidad de inversión extraordinariamente lucrativa, incluso si eso supone cientos de miles de muertos ajenos. No es sólo que los estados, en su giro gerencialista, admiten sin más, como criterio de justificación, la propia conveniencia instrumental, la relación calidad-precio, el interés geoestratégico o el cálculo económico a secas. Las declaraciones de los principales líderes del mundo en el actual contexto de guerra global muestran algo más que una indiferencia absoluta con respecto al derecho en general y a los derechos humanos en particular: constatan la desaparición de toda referencia a la «humanidad» como testigo universal de la historia ante la que se debe responder en términos morales.

A la hipocresía de la modernidad le sobreviene un discurso político que, en su franqueza brutal y desvergonzada, no se siente siquiera forzado a arriesgar una justificación moral para intentar legitimar sus peores tropelías. La desaparición de la «humanidad» como «significante flotante» -por recuperar una categoría de Ernesto Laclau- en el campo político y mediático, desde luego, no ha dado paso a una fase política más promisoria. Tras la denuncia derechista de las máscaras ideológicas no hay más que un nuevo juego de máscaras: las que en nombre de la “autenticidad” condenan a dos tercios de la sociedad a la más absoluta indignidad.

El crepúsculo de la idea de una «humanidad» compartida no es una mera mutación en la historia de las ideas: crea las condiciones simbólicas para que el genocidio siga siendo posible mediante su legitimación social. El propio testigo ha desaparecido de la escena, asesinado por las bombas que nuestros estados genocidas lanzan encogiéndose de hombros ante la catástrofe social y ecológica que están provocando de forma irreversible.



[1] Desde luego, dicha declaración inicial, aprobada como declaración de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano” por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789, no estuvo exenta de ambigüedades, incluyendo el alcance de la propia categoría de “Hombre” y sus connotaciones sexistas.

[2] No deja de ser sorprendente que a fines de la década de los 50 del siglo pasado, Theodor Adorno ya se refiriera certeramente al “nuevo radicalismo de derecha”, que no duda en vincular al “(…) hecho de que en todo momento siguen vivas las condiciones sociales que determinan el fascismo” (Rasgos del muevo radicalismo de derecha, Taurus, España, pág. 9). Adorno no duda en vincular este radicalismo de derechas tanto a las cicatrices de una democracia formal antes que real como a la “sensación de catástrofe social”, erigiéndose los movimientos de la “nueva derecha” en  “garantes del futuro” que reducen lo político a mera propaganda contra la presunta amenaza del comunismo.

[3] Citado en: https://www.meneame.net/m/actualidad/cameron-guerra-ucrania-tiene-relacion-calidad-precio-buena-sueco. No deja de ser extraordinario el hecho de que la transcripción escrita de semejantes declaraciones sea prácticamente imposible de encontrar en castellano en Internet. Que semejantes declaraciones hayan pasado inadvertidas o no hayan sido objeto de una reflexión profunda no deja de ser indicativo, por lo demás, de la profunda crisis de la crítica (no sólo periodística) en el presente.