-I-
Ni siquiera conozco sus nombres.
¿Qué decir de sus historias a partir de un instante en que se cruzan los
caminos y uno se convierte en testigo involuntario de su sufrimiento?
¿Llenaremos nuestros huecos de saber con más prejuicios o proyecciones? A lo
mejor habría que recordar el reverso de las estadísticas que nada dicen sobre
estas vidas en singular, de esta repetición ciega de la desesperación, del
maltrato convertido en moneda corriente. Y si no somos capaces de dar al menos
cierta comprensión, ¿no sería mejor permanecer en silencio, evitar tanta
redundancia y dejarse de mitologías que nos mantienen en la buena conciencia de
quienes se piensan que hicieron méritos suficientes para gozar de lo que otros
carecen?
O recomenzar: la historia de alguien
como astilla real que horada nuestros inventarios de éxitos. Mejor detenerse en
lo que desconocemos. Reconstruir desde ahí, en singular, lo que ocurre aunque
más no sea por un momento en que distintas fuerzas confluyen para que todo
estalle. El estallido también se dice en singular. O incluso en una implosión
que amenaza con arrasar nuestras certezas mínimas. De ese arrase nacen, como
una estocada, preguntas incontestables. Preguntas que ni siquiera pueden hacer
sentido si no se atraviesa la experiencia que las suscitan. El dolor es
concreto.
Tratar de comprender, si
es posible, la experiencia que me devuelve a la desesperación de M. intentando
autolesionarse con un arma blanca ante la vista de todos, en plena calle, entre
gritos y miradas curiosas que piensan que no tienen ninguna responsabilidad
ante estas realidades. Son esos gritos los que me sacan de mi puesto de
trabajo. No es difícil imaginar, a raíz de otros tantos casos, que esos gritos
son los preliminares de algo mayor. En la ONG en la que trabajo -donde hay un centro
de día para personas sin hogar- de forma periódica irrumpen como esquirlas
estas situaciones límite, producto de vidas tan desestructuradas como
desamparadas, estallando como única vía de salida frente a un malestar que no
cesa.
La secuencia es nítida: salgo a
la calle y algunos compañeros intentan impedir a un muchacho que se haga daño a
sí mismo con un instrumento punzante. Ya tiene cortes en varias partes de su
cuerpo. Llora, se queja y, a medio camino entre el castellano y el árabe,
repite su intención de suicidarse. Cada vez son más los que miran manteniéndose
al margen. Ya han llamado a la ambulancia pero la espera es angustiante.
Entre los que observan hay otros
jóvenes que, en el lenguaje despersonalizado y alienante de la administración
pública, forman parte de ese colectivo nebuloso llamado exMENA. Una sigla así
solo puede tener como función atenuar lo cortante que hay en la realidad de
miles de vidas arrojadas a la intemperie, sin protección alguna, en la
precariedad absoluta (potenciada más todavía por una pandemia que ha alzado una
nueva losa entre “nosotros” y los “otros”). Se trata de crear una retórica
eufemística que encubra la situación sangrante de muchos jóvenes que, hasta
ayer, eran considerados por parte de las autoridades públicas como “menores
extranjeros no acompañados”. Bastaría recordar que tras esa sigla
–estigmatizada por una ultraderecha racista y xenófoba que no cesa de crecer
más allá de su localización partidaria- lo que se oculta o retacea es el
sufrimiento anónimo de quienes arriban a España por las únicas vías que tienen
a su alcance: una valla, una patera o, en el mejor de los casos, un vehículo
para ocultarse como polizones en los pasos fronterizos. En tanto vías
desesperadas, ponen en riesgo sus vidas con la última esperanza de poder
recomenzar. De tener alguna oportunidad. De fantasearla al menos. Porque la
administración se limita a administrar esas vidas como si se trataran de una
obligación legal con fecha de caducidad.
Basta tener dieciocho años para
ser arrojado de los recursos de alojamiento que se despliegan para esos fines.
Contra toda evidencia, llaman a esos jóvenes “emancipados”. En una sociedad que
no cesa de ensanchar la línea que separa la “juventud” de la “adultez”, que
priva del acceso a un empleo digno o a una vivienda decente a una franja
importantísima de jóvenes, que dificulta la posibilidad de independizarse de
sus familias y sostener una perspectiva esperanzada sobre su futuro, llaman
“emancipación” al proceso mediante el cual jóvenes en situación manifiestamente
vulnerable son forzados a salir de los “pisos tutelados” sin recurso
habitacional alternativo.
“Emancipación” es exactamente lo
que no ocurre. Son, sin más, jóvenes abandonados a su suerte. A veces, con
alguna formación ocupacional y cierto aprendizaje de idiomas. En otros casos,
sin más que un dolor sin nombre y un historial creciente de adicciones que
permita afrontar la crueldad de la calle. Lo saben infinitamente quienes lo
padecen cada día en el contexto español (aunque, desde luego, no de modo
exclusivo): ser “moro” o “negro” -de forma regular- cierra todas las puertas,
expulsa de cualquier reino de igualdad, expone a la inclemencia o al temor de
los demás, arroja al suburbio con la leve expectativa de que la policía no les
persiga al menos mientras duermen. Después la tarea diaria de esperar en una
fila un bocata o una ducha caliente, solicitar una ayuda de urgencia (si es que
logran acceder a ese derecho), rogar que alguien se digne a empadronarlos a
cambio de alguna “comisión” y así al menos cuente ese tiempo para intentar
conseguir, tras al menos tres años de espera, un maldito permiso de trabajo. No
porque fueran a acceder a algún empleo decente, algo menos precario que el de
la economía sumergida a la que están condenados. Más bien, por la promesa de
que alguna vez puedan salir de ahí. Llaman a esos jóvenes “emancipados”. Pero
¿cómo podrían serlo cuando no tienen garantizados sus más elementales derechos,
privados como sujetos humanos hasta de la posibilidad de ser reconocidos como
tales en la vida cotidiana?
M. vuelve a gritar que quiere
suicidarse. Otros observadores conversan como si se tratara de un espectáculo
mientras un grupo protesta no se sabe bien contra quiénes. Un intercambio
rápido de frases (incomprensibles para mí) entre dos jóvenes se produce a unos
metros. Conversan en árabe. De forma abrupta, uno se abalanza sobre el otro y
comienza a golpearlo con todas sus fuerzas. Son tres o cuatro puñetazos
furiosos en la cara, una patada y varios golpes al aire, mientras procuramos
separarlos junto a otro compañero. Toda esa rabia ciega se precipita sobre I.
Su cara ensangrentada apenas disimula su llanto. Está aturdido por los golpes
todavía.
La ambulancia que han solicitado
para el otro muchacho no ha llegado. Ya han llamado a la policía, pero también
se demora. Toda la calle es un caos. Mientras el agresor se aleja del lugar, en
medio de la calzada, I. intenta levantarse como puede. No tarda demasiado en
hacerlo, aunque apenas puede sostenerse. Procuro calmarlo pero su llanto es
incontenible. Como sus gritos. De forma imprevista, comienza a golpear con
fuerza su cabeza contra el vidrio de un coche. Lo hace con la mayor violencia
posible. Procuro impedirlo tomándolo de los brazos pero solo con ayuda de otro
compañero logramos que deje de agredirse para que ingrese al centro donde
trabajo. Grita una y otra vez que se quiere morir. No bien ingresa, golpea con
su puño derecho una mampara de plástico y la rompe, tomando un trozo e
intentando cortarse las venas. Se lo impedimos por la fuerza, pidiéndole
vanamente que se detenga.
El muchacho está desquiciado.
Mediante un rodeo se dirige a la cocina del centro de día. No es difícil
imaginar cuál es su intención. Impedimos que logre acceder a esa zona, pero
insiste en su intento de hacerse daño. Ingresan dos policías que le piden sin
éxito que se calme. El joven repite que quiere ir a la cárcel o volver a su
país. Uno de los policías le explica que no puede detenerlo porque no ha hecho
nada. Entonces vuelve a golpear su cabeza contra una puerta y es esposado por
el policía, en el suelo, mientras le pedimos que no le haga más daño. El
muchacho se sienta en un sofá mientras intenta recuperar la calma sin
conseguirlo.
Afuera, la ambulancia se lleva a
M. que poco antes había intentado suicidarse. La calle está cortada por un
coche de policía. Al menos diez agentes intentan averiguar qué ha ocurrido,
mientras uno pregunta por la nacionalidad de los implicados. Al confirmarle su
procedencia, señala que “los argelinos generan estos problemas”. Le intentamos
explicar que no se trata de una cuestión de nacionalidad sino de un problema
generado por una situación de exclusión social grave que afecta a muchas
personas. No hay respuesta de su parte ni tampoco parece estar interesado en escuchar.
Mientras tanto, esperamos la
segunda ambulancia para I. Nos damos ánimos entre quienes estamos ahí, en medio
de sollozos. Nos alejamos unos metros mientras conversamos. Escuchamos algunos
comentarios racistas de algún transeúnte. Apenas sabe de lo que habla. De forma
previsible, en unos días M. e I. otra vez se encontrarán en la intemperie de la
calle, en la misma situación de indefensión. Sin nadie que atienda toda esa
desesperación que llega al punto extremo de arrebatar hasta el deseo de vivir
en quienes –eso dicen al menos- “tienen todo por delante”.
-II-
¿Pero a quién dirigir unas
crónicas de una desesperación que no cesa de multiplicarse? ¿A quiénes podrían
conmover que no estén ya conmovidos y, sobre todo, qué efectos transformadores
podría tener en una sociedad donde el endurecimiento emocional o la
indiferencia frente al otro es cada vez más evidente? No, desde luego, a
quienes se atrincheran en su racismo o su xenofobia como forma de aferrarse a
sus privilegios; tampoco a unos órganos gubernamentales que han convertido la
discriminación estructural de ciertos grupos y colectivos en una política de
estado. ¿Quién escucha hoy a los damnificados de un sistema que aplasta sus
sueños y los condena al margen? ¿A qué otro interpelar para hacerlo más
receptivo, para movilizar su energía por aquello que en la agenda hegemónica no
importa en absoluto? Y más todavía: ¿cómo convertir esa receptividad en una
apuesta colectiva por transformar esas condiciones de existencia paupérrimas?
Por dignidad habría que
avergonzarse de que situaciones semejantes nos pasen inadvertidas. El
«humanismo» no basta si no moviliza nuestros pies, si no agita nuestros cuerpos
para exigir un trato digno a quienes pernoctan en una ciudad indiferente, sin
lugar donde ir ni seres amados que abrazar. En la soledad más desgarradora a la
que se enfrentan cada noche. Por un cierto decoro de lenguaje, más nos valdría
ahorrarnos nuestros dramas de individuos atribulados. Y no porque no existan.
Nadie nos exime del sufrimiento propio, de las pequeñas catástrofes de la vida
cotidiana, de los naufragios íntimos a los que estamos expuestos en esta
sociedad de la desigualdad. Pero llegados a este punto, ¿cómo podríamos
equiparar nuestro dolor con este desgarro continuo, interminable, al que están
expuestas estas otras vidas fragilizadas? Solo nuestra miseria moral podría
ahorrarnos la diferencia abismal entre “ellos” y “nosotros”. Hay que decirlo
hasta que perturbe: nuestra sociedad produce vidas inhabitables. Lo
sorprendente es que esas vidas no se rebelen más a menudo. Que no estalle todo.
Hay que dejarse de esquemas
reductivos y simplistas que atribuyen a una única causa ese no poder-habitar la
existencia, esa dimensión insoportable del sufrimiento que arrebata hasta el
deseo de vivir. Las opresiones sistémicas se conjugan, se solapan, se
entrecruzan. Y, sobre todo, deberíamos cuidarnos de incluirnos de forma
apresurada en la fila de las víctimas. Antes que esa falsa inclusión, habría
que hacerse cargo de los privilegios de los que se goza, escuchar el rumor de
la desdicha, mirar de frente, a los ojos, a esos seres que sobreviven a pesar
de ellos mismos, en condiciones de extrema vulnerabilidad pero mucho más
fuertes, si se piensa, que “nosotros”, los que no podríamos resistir ni un día
lo que a menudo ellos no tienen más remedio que soportar durante toda su vida.
Por dignidad, decoro o, aunque
más no sea, por vergüenza: antes de alzar la voz por nuestro sufrimiento, abrir
los ojos, hacer silencio para escuchar ese grito desgarrado de M. o I., última forma de no rendirse, aunque sea
golpeando su cabeza contra un coche, con todas sus fuerzas, con la única
expectativa de dejar de sufrir, de olvidar los estigmas incrustados en su
cuerpo y cesar el infierno en que se han convertido sus vidas.
Pero hay que estar prevenidos
incluso de la propia conmoción, si no es capaz de arrancarnos de nuestras
poltronas o nuestros confortables espacios. Esos sentimientos, esa
sensibilidad, nunca bastarán si no nos impulsan (o no nos empujan) a un hacer transformador,
si no arriesgan una política además de una ética, si no activan los resortes de
una práctica en común que altere las condiciones que hacen inhabitables todas
esas vidas en el margen.
Más allá de los gestos teatrales
que sostienen la representación de los papeles (donde, desde luego, nosotros
protagonizamos las historias), habría que comprometer todo el cuerpo, romper
nuestro habitus desacostumbrado a las
violencias sistémicas, desgarrarse el pecho y, como Bertolt Brecht, situarse
del lado no de los que hacen la historia sino
de quienes la padecen. Incluso si hay
algo insalvable entre sus experiencias y las nuestras, algo imposible de
intercambiar, un saber vivencial que escapa a nuestros conceptos, dejarse
afectar, mantenerse afectado, fuera de ese mal difuso que se llama «buena
conciencia», sería un principio. Insuficiente por donde se mire. Casi ridículo
para quienes habitamos un bienestar vallado. Incomprensible en la
sobreabundancia de los predadores.
Pero seguiría siendo un principio:
sostenerse en el desasosiego, en la cuerda floja, a condición de luchar, de no
convertirlo en límite insuperable, de seguir arriesgando otro mundo cada día,
de no claudicar ante la indiferencia que se cierne sobre nosotros. En ese
arriesgar también se vislumbra la promesa de una alegría que no mienta. De una
vida que, a pesar de los golpes, merezca ser vivida.
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