martes, 18 de diciembre de 2018

«Historia de un naufragio anunciado» -Arturo Borra

 
 
 

a-       La fosa del Mediterráneo

Poner cifras a las muertes recurrentes que se producen en el Mediterráneo es una tarea difícil pero necesaria para dimensionar en cierta medida la magnitud del desastre que se está produciendo ahora mismo en las puertas (entrecerradas) de Europa. Los muertos, sin embargo, no son meras cifras. Son vidas interrumpidas de forma abrupta, pérdidas irreparables, contadas en varios miles cada año, que nunca tendrán oportunidad de arribar a la orilla de sus sueños, aunque las cifras mismas corran el riesgo de convertirse en una simple abstracción, despojada del contenido dramático que eso supone tanto paras las familias que quedan atrás como para los que perecen en esa ruta mortífera. Lo cierto es que las víctimas se multiplican: según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), más de 17000 seres humanos han perdido la vida en los últimos 3 años en su intento de arribar al continente europeo. Las estimaciones, sin embargo, son mínimas. Si repasamos la información proporcionada por el Proyecto de Migrantes Desaparecidos («Missing Migrants Project»), estas estimaciones solo tienen en cuenta las muertes que se producen en tránsito. Y, por si fuera poco, las estadísticas nada pueden decirnos sobre aquellos cuerpos desaparecidos que jamás serán identificados ni localizados.

Por supuesto, no es superfluo reflexionar sobre el papel que están jugando los estados nacionales, los organismos internacionales y las propias sociedades tanto en la producción de esas catástrofes de gran escala como en la elaboración de políticas y prácticas que apunten a combatir las causas que generan los desplazamientos forzados y a reducir drásticamente una sangría humana que se repite entre la indiferencia y el estupor. Lo que está en juego, una vez más, es el sufrimiento que cientos de miles de seres humanos padecen como consecuencia de unas políticas migratorias y de asilo que les deniegan de forma regular el acceso legal y seguro a territorio europeo, a menudo invocando problemas de seguridad o de control de fronteras.

La gestión de las fronteras o los controles securitarios, sin embargo, nunca podrán justificar estas muertes por goteo ni deberían estar por encima del socorro a personas en situación desesperada. No se trata de ninguna fatalidad trágica. Al contrario, los naufragios que se repiten cada día podrían evitarse en gran parte si los estados utilizaran sus recursos e instrumentos para ese fin prioritario que debería ser salvar vidas. Las escasas iniciativas por parte de la UE para afrontar este gravísimo problema, a pesar de su carácter recurrente, corrobora una voluntad política que da las espaldas a todo ese dolor anónimo de una multitud de personas abandonadas a su suerte. Esa voluntad parece más bien orientada a transferir a terceros países la gestión de la llamada “crisis de refugiados” (como es el caso de Turquía o Libia), aceptar a regañadientes mano de obra dispuesta a trabajar en mercados laborales generalmente precarios y temporales (en condiciones de desigualdad) y expulsar a quienes apenas cuentan desde esta perspectiva oficial.

Detrás de las cifras están las vidas perdidas y, con ellas, sus aspiraciones que jamás encontrarán un espacio hospitalario donde realizarse. ¿Hace falta insistir en que huir de una guerra, del cambio climático, de alguna forma de persecución o de situaciones de pobreza extrema son razones suficientes para intentar ponerse a salvo? La producción de masas desplazadas, claro está, no es producto de la generación espontánea, sino de la creciente desigualdad entre Norte y Sur global, así como de unas políticas que expulsan a millones de personas de sus hogares. Negar la relación entre estos desplazamientos colectivos y las actuaciones de los estados europeos forma parte del problema. El caso de Libia puede ayudar a comprender mejor la profunda interrelación entre estos fenómenos.
 

b-      El caso de Libia

Como es sabido, tras la caída de Gadafi en 2011, precipitada por la intervención bélica de la OTAN, Libia entró en un proceso de desintegración que ha llevado al país a una situación de creciente deterioro económico, violencia política e impunidad judicial. Con un estado fallido, la sociedad libia se ha visto desde entonces afectada por la corrupción y el vacío políticos y los continuos abusos contra migrantes y desplazados en tránsito. Dada la ubicación estratégica de Libia, el país se ha convertido en el principal lugar de paso en África para quienes huyen de la guerra y las persecuciones antes de intentar arribar a Europa.

A pesar de la importancia de este enclave y de la vulnerabilidad de quienes se agolpan ahí a la espera de una oportunidad para lanzarse al mar, tal como denuncia ACNUR, en los últimos años no han cesado de incrementarse las torturas, la esclavitud y el tráfico y trata de personas con fines de explotación sexual y laboral, así como violaciones y abusos de todo tipo padecidos especialmente por mujeres y niños. No es solo que Libia es la ruta más mortífera: la vulneración de derechos humanos se ha convertido en una práctica cotidiana, incluyendo la retención ilegal de miles de personas desplazadas. Ni siquiera el trato inhumano que reciben estas víctimas parece ser razón suficiente para que los estados europeos faciliten el ejercicio del derecho de asilo y desarrollen medidas más efectivas de asistencia humanitaria. La escasa preocupación gubernamental ante esta situación se traduce en escasez de medios para el rescate de personas, en obstáculos sistemáticos para solicitar asilo y en la falta de respuestas efectivas para revertir un drama colectivo del que los estados europeos son corresponsables.  Es esa falta de voluntad política y no las inclemencias naturales las que están convirtiendo el Mediterráneo en una enorme fosa común.
 

c-       La creación de vías seguras y legales

La creación de un dispositivo europeo de salvamento y de corredores humanitarios podría reducir de forma notable la multiplicación de muertes en el Mediterráneo, así como la adopción de medidas complementarias de protección que garanticen el cumplimiento de los derechos humanos de las personas migrantes y desplazadas. Sin lugar a dudas, la falta de vías legales y seguras, la política de cierre de fronteras y la vulneración recurrente del derecho de asilo (especialmente en la frontera Sur) forman parte de las causas que provocan semejante catástrofe. La puesta en marcha de operaciones de rescate más efectivas y, en general, la implementación de medidas urgentes de socorro y protección dirigidas a los colectivos damnificados no es ninguna imposibilidad.

Es momento de exigir a los gobiernos europeos el cambio sustancial de sus políticas migratorias y de asilo, más allá de gestos aislados más o menos bien intencionados. Ante una situación semejante, en pleno siglo XXI, la pasividad nos convierte en cómplices de un sistema de control fronterizo basado en el rechazo de quienes son víctimas de múltiples formas de violencia. Frente a la xenofobia y el racismo que se extienden como una plaga en los países occidentales, necesitamos construir un proyecto europeo justo, inclusivo e igualitario, capaz de acoger a quienes el sistema mundial arroja fuera de sus hogares en busca de una vida mejor. Lo menos que cabe exigir en estas condiciones es el cumplimiento efectivo de la legislación internacional en materia de asilo y, en particular, de garantizar el ejercicio de dicho derecho en las fronteras.

No es tiempo de grandes declaraciones de intenciones. Es momento de actuar. Junto a todas esas muertes evitables, también naufraga la promesa de una Europa a la altura de sus mejores ideales, comenzando por aquellos que ella misma postuló en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La hospitalidad ante el otro, especialmente si se halla en situación de indefensión, no solo es una cuestión ética: es la prueba de fuego que deben afrontar los estados europeos frente a un orden mundial injusto y desigual que ellos mismos han contribuido a crear. En esa prueba se juega el porvenir de nuestra democracia como proyecto de sociedad en la que nuestros derechos y conquistas no reposen en el sufrimiento de los demás. 

 

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