a- La
fosa del Mediterráneo
Poner cifras a las muertes
recurrentes que se producen en el Mediterráneo es una tarea difícil pero
necesaria para dimensionar en cierta
medida la magnitud del desastre que se está produciendo ahora mismo en las
puertas (entrecerradas) de Europa. Los
muertos, sin embargo, no son meras
cifras. Son vidas interrumpidas de forma abrupta, pérdidas irreparables,
contadas en varios miles cada año, que nunca tendrán oportunidad de arribar a
la orilla de sus sueños, aunque las cifras mismas corran el riesgo de
convertirse en una simple abstracción, despojada del contenido dramático
que eso supone tanto paras las familias que quedan atrás como para los que
perecen en esa ruta mortífera. Lo cierto es que las víctimas se multiplican:
según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), más de 17000
seres humanos han perdido la vida en los últimos 3 años en su intento de
arribar al continente europeo. Las estimaciones, sin embargo, son mínimas. Si
repasamos la información proporcionada por el Proyecto de Migrantes
Desaparecidos («Missing Migrants Project»), estas estimaciones solo tienen en
cuenta las muertes que se producen en
tránsito. Y, por si fuera poco, las estadísticas nada pueden decirnos sobre
aquellos cuerpos desaparecidos que jamás serán identificados ni localizados.
Por supuesto, no es superfluo
reflexionar sobre el papel que están jugando los estados nacionales, los
organismos internacionales y las propias sociedades tanto en la producción de
esas catástrofes de gran escala como en la elaboración de políticas y prácticas
que apunten a combatir las causas que generan los desplazamientos forzados y a
reducir drásticamente una sangría humana que se repite entre la indiferencia y
el estupor. Lo que está en juego, una vez más, es el sufrimiento que cientos de
miles de seres humanos padecen como consecuencia de unas políticas migratorias
y de asilo que les deniegan de forma regular el acceso legal y seguro a
territorio europeo, a menudo invocando problemas de seguridad o de control de
fronteras.
La gestión de las fronteras o los
controles securitarios, sin embargo, nunca podrán justificar estas muertes por
goteo ni deberían estar por encima del socorro a personas en situación desesperada.
No se trata de ninguna fatalidad
trágica. Al contrario, los
naufragios que se repiten cada día podrían evitarse en gran parte si los
estados utilizaran sus recursos e instrumentos para ese fin prioritario que
debería ser salvar vidas. Las escasas iniciativas por parte de la UE para
afrontar este gravísimo problema, a pesar de su carácter recurrente, corrobora
una voluntad política que da las espaldas a todo ese dolor anónimo de una
multitud de personas abandonadas a su suerte. Esa voluntad parece más bien
orientada a transferir a terceros países la gestión de la llamada “crisis de
refugiados” (como es el caso de Turquía o Libia), aceptar a regañadientes mano
de obra dispuesta a trabajar en mercados laborales generalmente precarios y
temporales (en condiciones de desigualdad) y expulsar a quienes apenas cuentan
desde esta perspectiva oficial.
Detrás de las cifras están las
vidas perdidas y, con ellas, sus aspiraciones que jamás encontrarán un espacio
hospitalario donde realizarse. ¿Hace falta insistir en que huir de una guerra,
del cambio climático, de alguna forma de persecución o de situaciones de
pobreza extrema son razones suficientes para intentar ponerse a salvo? La producción de masas desplazadas,
claro está, no es producto de la
generación espontánea, sino de la
creciente desigualdad entre Norte y Sur global, así como de unas políticas que
expulsan a millones de personas de sus hogares. Negar la relación entre estos
desplazamientos colectivos y las actuaciones de los estados europeos forma parte
del problema. El caso de Libia puede ayudar a comprender mejor la profunda
interrelación entre estos fenómenos.
b-
El caso de Libia
Como es sabido, tras la caída de
Gadafi en 2011, precipitada por la intervención bélica de la OTAN, Libia entró
en un proceso de desintegración que ha llevado al país a una situación de
creciente deterioro económico, violencia política e impunidad judicial. Con un
estado fallido, la sociedad libia se ha visto desde entonces afectada por la
corrupción y el vacío políticos y los continuos abusos contra migrantes y
desplazados en tránsito. Dada la
ubicación estratégica de Libia, el país se ha convertido en el principal lugar de paso en África para quienes
huyen de la guerra y las persecuciones antes de intentar arribar a Europa.
A pesar de la importancia de este
enclave y de la vulnerabilidad de quienes se agolpan ahí a la espera de una
oportunidad para lanzarse al mar, tal como denuncia ACNUR, en los últimos años
no han cesado de incrementarse las torturas, la esclavitud y el tráfico y trata
de personas con fines de explotación sexual y laboral, así como violaciones y
abusos de todo tipo padecidos especialmente por mujeres y niños. No es solo que Libia es la ruta más
mortífera: la vulneración de derechos humanos se ha convertido en una práctica
cotidiana, incluyendo la retención ilegal de miles de personas desplazadas. Ni
siquiera el trato inhumano que reciben estas víctimas parece ser razón
suficiente para que los estados europeos faciliten el ejercicio del derecho de
asilo y desarrollen medidas más efectivas de asistencia humanitaria. La
escasa preocupación gubernamental ante esta situación se traduce en escasez de
medios para el rescate de personas, en obstáculos sistemáticos para solicitar
asilo y en la falta de respuestas efectivas para revertir un drama colectivo
del que los estados europeos son corresponsables. Es esa falta de voluntad política y no las
inclemencias naturales las que están convirtiendo el Mediterráneo en una enorme
fosa común.
c-
La creación de vías seguras y legales
La creación de un dispositivo
europeo de salvamento y de corredores humanitarios podría reducir de forma
notable la multiplicación de muertes en el Mediterráneo, así como la adopción
de medidas complementarias de protección que garanticen el cumplimiento de los
derechos humanos de las personas migrantes y desplazadas. Sin lugar a dudas, la
falta de vías legales y seguras, la política de cierre de fronteras y la
vulneración recurrente del derecho de asilo (especialmente en la frontera Sur)
forman parte de las causas que provocan semejante catástrofe. La puesta en
marcha de operaciones de rescate más efectivas y, en general, la implementación
de medidas urgentes de socorro y protección dirigidas a los colectivos
damnificados no es ninguna imposibilidad.
Es momento de exigir a los
gobiernos europeos el cambio sustancial de sus políticas migratorias y de
asilo, más allá de gestos aislados más o menos bien intencionados. Ante una
situación semejante, en pleno siglo XXI, la pasividad nos convierte en cómplices
de un sistema de control fronterizo basado en el rechazo de quienes son
víctimas de múltiples formas de violencia. Frente
a la xenofobia y el racismo que se extienden como una plaga en los países
occidentales, necesitamos construir un proyecto europeo justo, inclusivo e
igualitario, capaz de acoger a quienes el sistema mundial arroja fuera de sus
hogares en busca de una vida mejor. Lo menos que cabe exigir en estas
condiciones es el cumplimiento efectivo de la legislación internacional en
materia de asilo y, en particular, de garantizar el ejercicio de dicho derecho
en las fronteras.
No es tiempo de grandes
declaraciones de intenciones. Es momento de actuar. Junto a todas esas muertes
evitables, también naufraga la promesa de una Europa a la altura de sus mejores
ideales, comenzando por aquellos que ella misma postuló en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos. La
hospitalidad ante el otro, especialmente si se halla en situación de
indefensión, no solo es una cuestión ética: es la prueba de fuego que deben
afrontar los estados europeos frente a un orden mundial injusto y desigual que
ellos mismos han contribuido a crear. En esa prueba se juega el porvenir de
nuestra democracia como proyecto de sociedad en la que nuestros derechos y
conquistas no reposen en el sufrimiento de los demás.
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