1.
La evidencia del racismo
Preguntarse acerca de la existencia del racismo institucional en
el contexto español es, en el mejor de los casos, ingenuo. De forma similar a
lo que ocurre en el resto de Europa, el asedio sobre los sujetos migrantes,
desplazados y minorizados no cesa de intensificarse. La criminalización de la
inmigración en situación irregular, la institucionalización de los CIE, las
redadas policiales basadas en perfiles étnico-raciales, la política cada vez
más restrictiva de asilo y la vulneración sistemática del derecho a solicitar
protección internacional (especialmente en la frontera Sur con las devoluciones
en caliente), el incumplimiento gubernamental de las cuotas de acogida de
personas solicitantes a las que se había comprometido el estado español desde
2016, las muertes por goteo de miles de personas en las puertas de Europa sin
que se activen medidas urgentes para evitarlas, la Ley de Extranjería vigente, la
exclusión sanitaria de inmigrantes en situación irregular, la islamofobia y el
antigitanismo presentes en las fuerzas policiales, la desigualdad laboral que
sufren los sujetos racializados o el tratamiento mediático dominante del que
son objeto, entre otros, son ejemplos manifiestos de una práctica institucional
persistente: la marginación e inferiorización de los otros, sometidos ellos
mismos a una dinámica jerarquizante
en la que también el «género» y la «clase» tienen su incidencia específica, sin
que ello justifique en lo más mínimo la reducción del racismo a una forma de
patriarcado o de clasismo[i].
Como fenómenos concomitantes y sobredeterminados, cada uno de estos vectores de
desigualdad agrava un fenómeno ya de por sí inaceptable y que requiere, en
términos analíticos, ser distinguido en sus especificidades materiales. Pensar
en esos entrelazamientos permite ahondar en un régimen de dominación que ejerce
sus presiones de forma desigual según el sujeto del que se trate, más allá de
la pregunta por la simple disyuntiva sobre la existencia (o no) del racismo.
La investigación crítica sobre la
problemática racista, sin embargo, se topa con escollos quizás insalvables al
momento de determinar el grado de penetración en las instituciones públicas españolas.
La opacidad estadística que existe al respecto dificulta seriamente el intento
de elucidar las posiciones que ocupa esta ciudadanía diversa en el contexto
institucional español. En particular, indagar sobre su posición relativa y grado
de participación institucional exige sortear las dificultades recurrentes para
acceder a información confiable acerca de las estructuras socioinstitucionales
existentes y el modo en que esas estructuras reproducen las desigualdades
sociales.
El caso del sistema universitario
español (SUE) es peculiarmente ilustrativo. De modo análogo a lo que ocurre en
el campo mediático, en las ONG, en los sindicatos o en el sistema político, los
sujetos racializados (inmigrantes, desplazados, solicitantes, refugiados y, de
forma flagrante en Europa, las comunidades gitanas) son objeto sistemático de marginación,
reducidos regularmente a la condición de “receptores”, “usuarios”, “afiliados”,
“votantes” o, en un lenguaje empresarializado, “clientes”. La “igualdad” como
principio abstracto se transforma, en esta economía política de las
instituciones, en desigualdad concreta. Así planteada la problemática, es
pertinente preguntar: ¿qué inserción profesional tienen estos sujetos en el campo
universitario? ¿Cuál es su nivel de participación político-cultural en las
instituciones educativas superiores? ¿Qué aportaciones efectúan más allá de su
contribución económica al erario o al
sistema productivo?
Como he argumentado en otra
oportunidad[ii],
los objetivos que estructuran la producción de conocimiento por parte de los
organismos oficiales difuminan semejantes problemáticas: la vía estadística sólo
permite determinar parcialmente el grado de inserción real del profesorado racializado
en el sistema universitario español, pese a estar legalmente habilitados a
participar en este tipo de actividad fundamentalmente bajo el rubro de
“personal contratado”-[iii].
Desde esos objetivos, sencillamente, nuestras preguntas resultan irrelevantes o
no pertinentes. No forman parte de las preocupaciones institucionales centrales
que estructuran la investigación sobre las propias instituciones
universitarias.
Para situar la problemática del
racismo en el sistema universitario español resulta conveniente mencionar
algunas de sus condiciones de existencia actuales, comenzando por la
continuidad de una política que dualiza el profesorado universitario entre
funcionariado y personal contratado, afectado especialmente por una creciente
precarización. De hecho, de los 115336 docentes e investigadores que hay en el
SUE menos del 40 % son funcionario/as[iv],
evidenciando las brechas laborales que existen dentro del propio profesorado
nacional.
Desde esta perspectiva, semejante
brecha se puede explicar a partir de la tendencia privatizadora a la que está
sometida la universidad pública española, acorde a la política neoconservadora
hegemónica a nivel europeo. Además de impugnar cualquier educación
crítico-reflexiva, esta política universitaria implanta un modelo de calidad
educativa ligada a parámetros de eficiencia y rentabilidad acorde a la primacía
de una sociedad de mercado[v].
De esa configuración resulta el predominio de una formación universitaria
tecnicista o profesionalista orientada a la gestión privada que obstruye, en
términos epistemológicos, teóricos y políticos, un debate institucional más que
necesario, ligado a las propias estructuras y prácticas universitarias en
función de las transformaciones socioculturales del presente, incluyendo la
reconfiguración de la sociedad española a partir 1) de los procesos de
inmigración producidos especialmente a partir de los 90 del siglo pasado, y 2)
de los procesos de emigración –o “movilidad forzosa”-producidos a partir de la
crisis económica de 2008 (especialmente de jóvenes investigadores), por falta
de oportunidades laborales, inestabilidad laboral, salarios y becas precarias,
falta de inversión en la investigación científica, enchufismo y endogamia
sistemáticos, rigidez en las contrataciones y falta de recursos y puestos de
trabajo, entre otras cuestiones[vi].
En este sentido, la crisis de
financiación empuja a las propias universidades (y al propio profesorado dentro
de estas) a una lucha por la obtención de recursos escasos que no hace sino
postergar un debate imprescindible tanto en relación con sus modos de
financiación como en torno a sus dinámicas organizacionales, sus estructuras
profesorales, sus modalidades de vinculación con la sociedad en la que se
inscriben y sus finalidades político-institucionales. Dicho lo cual, partiendo
del actual contexto de estrangulamiento financiero, no cabe omitir una
reflexión crítica que permita identificar formas persistentes de desigualdad
institucional y, particularmente, aquellas dinámicas que jaquean la democracia universitaria,
bloquean la excelencia académica e impiden una transformación de sus
estructuras institucionales.
Para decirlo de otro modo: el
modelo actual de financiación universitaria y el desarrollo de unas políticas
universitarias regresivas no debería ser impedimento para indagar sobre las
estrategias que se elaboran desde el (auto)gobierno universitario, así como
sobre las decisiones internas que históricamente han consolidado (y,
eventualmente, alterado) esas desigualdades institucionales, comenzando por las
desigualdades de género y prosiguiendo con otras formas de desigualdad, como
por ejemplo las que se producen por nuestras pertenencias étnico-raciales o nacionales.
Semejantes omisiones analíticas bien podrían estar operando como coartada
teórica para ocultar no ya la precarización del espacio universitario, sino la
reproducción de una cultura académica marcada por su clausura institucional,
producto de una historia colonial que ha instituido el racismo y la xenofobia
como relación prevaleciente con los otros. Aunque esa cultura académica no está
exenta de disputas y resistencias, su primacía es manifiesta, precisamente,
como práctica institucional excluyente.
Por tanto, el conocimiento (no
sólo estadístico) de esas desigualdades, como condición de producción de otras
políticas y decisiones universitarias, exige conocer no sólo la posición y el
grado de participación de mujeres en el profesorado universitario español (algo
de lo que sí disponemos información), sino también del profesorado
universitario extranjero y perteneciente a minorías étnicas (siendo este último
caso algo que sólo podemos conocer de forma indiciaria).
Paradójicamente, el sistema
universitario español, a la vez que expulsa a una parte nada desdeñable del
profesorado y del personal investigador nacional al exterior, restringe severamente
el acceso y permanencia del profesorado y del personal investigador extranjero
residente en España. Con ello, desde una dimensión económica, el estado español
no sólo da las espaldas al problema de la “fuga de talentos” (denunciada por
las propias universidades), sino también a la falta de una política
universitaria que logre captar y retener profesionales de la educación superior
formados en universidades no españolas. Aunque en un plano académico las
consecuencias de estas falencias estructurales no son fáciles de desentrañar,
en un plano económico sus implicaciones son claras: el incremento de costes
educativos sin ningún tipo de retorno en el propio sistema universitario, así
como la dilapidación económica de personal docente e investigador extranjero
que, por lo demás, podría contribuir a la excelencia de dicho sistema.
Si por una parte el estado financia
la formación universitaria de miles de egresados que se ven empujados a
emigrar, por otro lado, desaprovecha la formación universitaria de cientos de miles
de profesionales que han inmigrado en las últimas décadas (excluyéndolos
legalmente del acceso a los cargos de “titular” o “catedrático” y marginándolos
en el acceso a los cargos de “personal contratado”). El balance es claramente negativo:
aun desde la propia ideología eficientista que está detrás del giro neoliberal
de las políticas universitarias se produce una grave ineficiencia, esto es, el
desaprovechamiento de un profesorado universitario deslocalizado que se topa
con la escasez de oportunidades institucionales al momento de desempeñarse.
3. La situación del profesorado inmigrado
en cifras
Al respecto, resulta pertinente
realizar un repaso de la información oficial disponible. A partir del “Anuario
de indicadores universitarios 2016”[vii]
podemos saber que el profesorado extranjero residente que ha logrado insertarse
como profesor/a en el Sistema Universitario Español representa el 2,37% del
total del profesorado: en total, 2730 personas. De ese total, en las
universidades públicas sólo participan 1958 personas, representando el 1,97% del
total (op. cit.)[viii].
En cuanto a la inserción profesoral en el SUE de la comunidad gitana no existe
ninguna información oficial: es estadísticamente invisible, reafirmando con
ello su indiferencia ante la exclusión sistémica e institucional de este
colectivo.
Teniendo en cuenta que en España
residen de forma regular 4.424.409 personas extranjeras al día de hoy (el 9,5 %
del total de la población en España)[ix],
su escaso grado de participación profesional en la estructura universitaria es
por demás de notorio[x].
Podría objetarse, en términos metodológicos, que de esas más de cuatro millones
de personas inmigrantes y refugiadas en España no todas forman parte de la
«población activa» y que sólo un porcentaje reducido está (o podría estar) en
condiciones legales y profesionales para participar como parte del profesorado
universitario. Sin embargo, a pesar de la opacidad recurrente que existe al
respecto, es posible hacer un primer cálculo de la población inmigrada con
estudios superiores en España a partir de la “Encuesta Nacional de Inmigrantes
(ENI – 2007)”, encuesta que, dados los cambios demográficos de la última década
en España, sólo puede tener valor aproximativo y con márgenes de error significativos.
A falta de fuentes más precisas y actuales, a partir de dicha encuesta podemos conocer
que el 17% de la población inmigrante tiene estudios superiores en el período
analizado[xi], siendo
en general los niveles formativos de población inmigrada y población nacional
similares en términos porcentuales[xii].
En síntesis, puesto que no
estamos en condiciones de saber cuántos profesionales extranjeros de la
educación superior existen en la
actualidad en España –incluyendo aquellos que han homologado sus estudios-,
una forma de despejar dicha incógnita puede hacerse proyectando los resultados
de la encuesta mencionada. Si nos atenemos a ese estudio podemos estimar que, potencialmente, al menos 1 de cada 10
personas de la población activa extranjera residente podría desempeñar una
labor pedagógica e investigadora en el SUE[xiii],
muy por encima de su inserción real en dicho sistema. Incluso si evitamos esa
proyección, en términos cualitativos, resulta plausible sostener que la presencia del profesorado extranjero en
el SUE es marginal, en posición subalterna (como “personal contratado”), pese a
existir niveles de cualificación suficientes en esa población como para tener
una participación más relevante en el espacio universitario.
Por otra parte, a partir del último
informe “Datos y cifras del sistema universitario español (2015-2016)”, del
Ministerio de Cultura, Educación y Deporte, es posible determinar de forma
fehaciente que el 69,8% del total del profesorado del SUE y el 73,5 % en el
caso de las universidades públicas, trabaja en el mismo centro universitario
donde ha leído su tesis. La cifra se eleva al 86,4 % si se analiza la comunidad
autónoma[xiv].
De cada 10 profesores universitarios, 7 pertenecen a la propia casa de estudios
y 8 son de la propia comunidad autónoma. Puesto que del resto del profesorado
sólo el 2,4 % es personal extranjero, eso significa que, se proceda o no de la
misma comunidad autónoma, el 97,6 % del total del profesorado sigue conformado
por profesorado nacional.
Tomando esas bases, señalar el
carácter endogámico del SUE resulta insuficiente si no se señala su contracara
sistemática: su clausura institucional hacia el exterior. Tras casi tres
décadas de procesos migratorios masivos en España, el SUE no ha cambiado en lo
sustantivo sus estructuras profesorales para dar lugar a una ciudadanía
diversa, incluyendo aquella que cuenta con grados de cualificación similares o
superiores a la población local en el campo de la enseñanza universitaria. Por
si fuera poco, del porcentaje mínimo que representa el profesorado
universitario extranjero en el SUE, el 65,1% pertenece a la propia Unión
Europea, un 17 % a América Latina y el Caribe y un 17,9% del resto de los otros
continentes. No es difícil advertir a partir de estas cifras la persistencia de
una membrana institucional que diferencia de forma nítida entre nacionales y
extranjeros al momento de regular el acceso y permanencia en el SUE,
especialmente cuando se trata de profesorado extracomunitario.
La conclusión que cabría
arriesgar es la siguiente: cuanto mayor es la distancia cultural (de las
personas inmigradas) con respecto a la población local, tanto mayor es su dificultad
de acceso profesional al espacio universitario. El carácter excluyente del SUE y,
llamativamente, de la universidad pública, se hace manifiesto así en su propia
estructura profesoral. Si la brecha de género ya es patente, mucho más lo es la
brecha racial o por procedencia. Tal como está instituido en el presente, el SUE
no sólo incurre en políticas sexistas, sino también en políticas xenófobas y
racistas. Para mayor agravio, la información disponible 1) no permite conocer
la participación de la comunidad gitana dentro de las estructuras universitarias,
y 2) tampoco permite identificar la participación profesional del profesorado
extranjero nacionalizado en dichas estructuras. A pesar de estos déficits, el
estado español sigue bloqueando la elaboración de políticas universitarias inclusivas
que transformen estas graves desigualdades en la estructura del profesorado.
Tampoco dos décadas de pedagogías
de la interculturalidad han logrado horadar este cerco que perpetúa los
privilegios de las poblaciones nativas, con rigurosa exclusión de la comunidad
gitana. Más aun, ni siquiera esas pedagogías han enfatizado la necesidad de que
esa interculturalidad se transforme en una exigencia de participación
institucional igualitaria. Incluso dentro de esas pedagogías el Otro sigue
estando marginado como sujeto
comunicacional y político: no participa en la deliberación y construcción
de las políticas de las que es objeto. No obstante, más que rechazar en bloque
el discurso interculturalista, de lo que se trata es de exigirle que sea
consecuente en la práctica, reformulando algunos de sus presupuestos teóricos.
Puesto que dicho discurso apuesta por construir marcos de convivencia ciudadana
a partir de la negociación simbólica y política entre sujetos diversos considerados
como iguales, una práctica intercultural coherente supone la inclusión de esos
otros como sujetos simétricos en las diversas instituciones que configuran la
sociedad del presente. De ese discurso se desprende asimismo que ninguna de las
partes puede reclamar legítimamente para sí la representación exclusiva de las
otras partes. La exigencia interculturalista, por tanto, requiere abrir
procesos de participación institucional y ciudadana en los que las diferentes
comunidades racializadas puedan participar en igualdad de condiciones en los
procesos deliberativos y decisorios que los afectan. Eso implica, desde luego,
crear políticas de apertura en las instituciones públicas, incluyendo el
sistema universitario español y, en particular, las universidades públicas[xv].
Sin apertura institucional, la interculturalidad deseada pierde su fuerza
subversiva[xvi]: termina
circunscripta a una declaración de buenas intenciones, cuando no a una retórica
de la tolerancia multicultural, en absoluto incompatible con el racismo y la
xenofobia cristalizadas en las estructuras institucionales del presente.
A diferencia de las propuestas
interculturales en América Latina, que han trabajado sobre la crítica a la
colonialidad y al colonialismo[xvii],
cabe conjeturar que en España dichas propuestas no nacen de la deconstrucción
del etnocentrismo sino de unas demandas educativas más o menos dispersas y
específicas, ligadas al aumento del alumnado extranjero en la década de los 90 en
el sistema educativo español (especialmente relacionadas con la preocupación
por el “rendimiento escolar” y la “convivencia en el aula”), sin que ello haya
conducido a una crítica de los privilegios profesionales de la población blanca
nacional. Desde esta perspectiva, la marginación tendencial de migrantes y
refugiados en las instituciones de enseñanza superior hace manifiesta no sólo la
falta de una política efectiva de igualdad que incluya a los colectivos
racializados sino la falta de prioridad política de estas luchas por la
inclusión. Si bien las crisis de financiación podrían explicar parcialmente las
dificultades presentes que afronta el SUE para la ampliación de sus estructuras
profesorales, no permite explicar su configuración actual excluyente
-comenzando por las restricciones legales que se plantean al momento de acceder
a cargos jerárquicos- o la baja diversificación de sus plantillas ya existentes.
Para dar cuenta de ello, es preciso desplazarse de lo económico a lo
político-cultural, especialmente, aquellas regulaciones que obstruyen el acceso
y permanencia del profesorado racializado.
4. La colonialidad del saber
La información precedente debería
bastar para cuestionar un discurso que explica las exclusiones sistemáticas del
SUE a partir de la “falta de atractivos” para el profesorado extranjero[xviii].
Del mismo modo que ese discurso ni siquiera menciona la presencia marginal del
profesorado gitano en las universidades españolas, no da cuenta en lo más
mínimo de la clausura institucional del SUE que margina al profesorado
extranjero. Si bien no cabe desconocer el contexto regresivo de precariedad
económica y las restricciones jurídico-administrativas que regulan el acceso a
las instituciones universitarias, la exclusión/marginación sistemática que el
SUE hace del profesorado racializado entronca con una cultura académica en la
que el «sujeto de saber» por excelencia no es otro que el sujeto colonial.
Para formularlo de otro modo: el
cierre universitario ante el profesorado diverso se explica menos por las
dificultades económicas que atraviesa el SUE que por unas tradiciones,
prácticas, valores y significaciones marcados por el eurocentrismo[xix].
En particular, resulta de especial relevancia la noción de «colonialidad del
saber» en terminología de Lander, marcado por la «hybris del punto cero»:
De hecho, la hybris es el gran pecado
de Occidente: pretender hacerse un punto de vista sobre todos los demás puntos
de vista, pero sin que de ese punto de vista pueda tenerse un punto de vista[xx].
Como observadoras inobservadas,
las universidades españolas no han cuestionado el lugar tradicional de lo
universitario como espacio privilegiado de producción de conocimientos desde
una lógica disciplinaria y arbórea, desconociendo tanto otras formas de
producción de conocimiento como otros sujetos cognoscitivos. Sin embargo, en
vez de promover una simple inversión de las posiciones, de lo que se trata es
de pensar otra universidad como espacio dialógico entre distintos
saberes que reconocen sus específicos lugares de enunciación. La «interculturalidad»
resultante, pues, no es una simple consecuencia de la yuxtaposición
multicultural sino de un proceso de descolonización universitaria que necesita cuestionar
los privilegios del sujeto occidental hegemónico como condición para dar lugar efectivo
a los otros.
Si en general la herencia
colonialista ha instituido la jerarquía racista entre «centro» y «periferia»,
la herencia patriarcal la jerarquía sexista entre «hombres» y «mujeres» o la
herencia capitalista la jerarquía clasista entre «propietarios» y «trabajadores»,
excluyendo tendencialmente al segundo término del acceso a las instituciones,
la herencia colonial universitaria mantiene en particular la jerarquía entre
profesorado nacional y profesorado extranjero (expulsando asimismo a la
comunidad gitana por ser heterogénea con respecto a los patrones nacionales
dominantes). A pesar de algunas iniciativas dirigidas a erosionar las membranas
institucionales que sostienen los privilegios coloniales, las políticas universitarias
españolas muestran más preocupación por atender las actuales demandas de
mercado o la medición de su calidad concebida en términos eficientistas que por
transformar sus estructuras institucionales que perpetúan múltiples formas de
desigualdad.
De forma previsible, entre los
principales problemas que suelen señalarse sobre el sistema educativo en
general y el universitario en particular, no hay ninguna referencia a las
graves discriminaciones en las que ese sistema asienta en la actualidad[xxi]
y a la necesidad de revocarlas a partir de una política de apertura
intercultural. Precisamente porque un “olvido” de este tipo resulta por demás
de sintomático, sigue siendo preciso cuestionar esas múltiples discriminaciones
como recordatorio de otra universidad pública posible y, sobre todo, como una
forma de interrogarnos sobre las finalidades políticas de la educación universitaria
presente. Frente a una política elitista de privatización, ¿qué mejor defensa
de la universidad pública puede hacerse que la apuesta por su construcción como
espacio colectivamente accesible, capaz de encarnar una estructura profesional
diversa que respete un principio de igualdad y no discriminación? Sin ese
recordatorio, la invención de una comunidad académica abierta y de un espacio
universitario intercultural seguirán siendo meras veleidades.
[i]
Cf. Davis, Ángela (2016): “Raza, género y clase son elementos entrelazados”,
entrevista publicada en “Diagonal”, 8/09/2016, versión electrónica en https://www.diagonalperiodico.net/libertades/31326-raza-genero-y-clase-son-elementos-entrelazados.html.
[ii] Cf. Borra (2015a): “Reflexiones sobre el espacio universitario español.
Noticias antiguas sobre la interculturalidad que no fue”, versión electrónica
en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=174337.
[iii] Por mi parte, he formulado las siguientes preguntas al
Servicio de Estadística Universitaria, dependiente del Ministerio de Educación,
Cultura y Deporte: “1- ¿Cuántos profesores extranjeros están empleados en el
SUE y qué cargos ocupan?; 2-¿Cuál es su
participación porcentual en la estructura del profesorado universitario?; 3- ¿Cuáles son sus principales procedencias?; 4- ¿Qué cantidad de población inmigrada y
refugiada dispone de titulaciones universitarias de su país de origen? ¿Qué
porcentaje ha homologado sus estudios en España? y 5- Finalmente, ¿cuántos profesores del SUE
son extranjeros nacionalizados?”. La respuesta se ha limitado a remitirme a los
datos publicados en https://www.educacion.gob.es/educabase/menu.do?type=pcaxis&path=/Universitaria/Indicadores/2016/6_Internacionalizacion&file=pcaxis&l=s0. Dichos
datos sólo permiten responder las primeras tres preguntas, aunque en el caso de
la primera no se especifican los cargos.
[iv]
Cf. “Datos y cifras del sistema universitario español”, pág. 123, Ministerio de
Cultura, Educación y Deporte, versión electrónica en https://sede.educacion.gob.es/publiventa/datos-y-cifras-del-sistema-universitario-espanol-curso-20152016/estadisticas-universidad-espana/21461.
Si distinguimos por género, sólo un 20,8 % del total de catedráticos son
mujeres y un 39,9 % del total de titulares.
[v]
Semejante primacía, como es previsible, no sólo ha promovido de forma acrítica
la alianza entre empresas privadas y SUE, sino que también ha conllevado –especialmente
en la última década- un acelerado deterioro del mercado de trabajo del que no
han logrado escapar muchos puestos universitarios.
[vi]
Remito al proyecto “Fuga2”, publicado en http://data.elperiodico.com/,
basado en un mapa colaborativo en el que participan más de 750 investigadores
emigrados.
[vii]https://www.educacion.gob.es/educabase/tabla.do?sel_1=1&busc_1=&cri1=00&sel_2=1&busc_2=&cri2=00&sel_3=1&busc_3=&cri3=00&sel_4=2&busc_4=&cri4=00&cri4=01&rows=Tipo+de+universidad&rows=Nacionalidad&columns=Sexo&columns=Indicador&numCri=4&NumCeldas=2&type=pcaxis&path=%2FUniversitaria%2FIndicadores%2F2016%2F6_Internacionalizacion%2Fl0%2F&file=EIU06501.px&divi=&per=&idtab=&accion=html
[viii]
Puesto que dicho profesorado está excluido por ley del acceso al funcionariado,
dichas plazas deben ser contabilizadas dentro de la categoría de “personal
contratado” de las universidades.
[ix]
Puede consultarse dicha información de forma electrónica en: http://www.ine.es/dyngs/INEbase/es/operacion.htm?c=Estadistica_C&cid=1254736176951&menu=ultiDatos&idp=1254735572981.
[x]
Si desglosamos la información según continentes los resultados son aun más
alarmantes. Solamente Europa y EEUU/Canadá ya concentran 1.777 plazas. América
Latina le sigue con 454 plazas, y menos de 200 distribuidas entre toda África,
Asia y Oceanía. La infrarrepresentación de estas comunidades en el SUE es
evidente. Con ello, bloquea la posibilidad de un diálogo de saberes y, sobre
todo, la crítica al sistema moderno/colonial en el que participa el propio SUE.
[xii]
Cf., Francisco Javier Moreno Fuentes y María Bruquetas Callejo (2011):
“Inmigración y Estado de bienestar en España”, versión electrónica en http://www.publicacionestecnicas.com/lacaixa/inmigracion/files/31_es/descargas/31_es.pdf.
[xiii] La observación es consistente con
otras constataciones que pueden hacerse sobre el mercado laboral español,
comenzando por los niveles comparativamente más elevados de sobrecualificación
de la población inmigrada. Mientras que en 2008 uno de cada tres españoles
tenía un empleo subcualificado según su nivel formativo, en el caso de los
colectivos inmigrantes el
fenómeno se incrementó hasta el 58%, duplicando la media nacional (“España es
el país de la UE con más empleados sobrecualificados”, en “El país”, 9/12/2011,
versión electrónica en https://elpais.com/sociedad/2011/12/09/actualidad/1323385541_344704.html). El «confinamiento sectorial» al
que está sometida la mayoría inmigrada es la contracara de la exclusión tendencial
que sufre esta población con respecto al acceso a puestos laborales que exigen
niveles de cualificación más elevados (como es el caso de los puestos
universitarios, entre otros). A pesar de la relativa desactualización de los
datos disponibles, no hay razones para suponer que esta sobrecualifiación se ha
revertido de forma sustantiva, máxime cuando las políticas de empleo de la
última década no han variado en lo estructural (Borra, Arturo [2017]: “Ciudadanías
mermadas, mercado laboral y discriminación”, versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=227776).
[xiv] Cf.
“Datos y cifras del sistema universitario español”, op.cit., pág. 130.
[xv]
Al respecto, cabe preguntar si las «pedagogías de la interculturalidad» no han
obtenido prestigio académico precisamente por desconectar sus planteamientos
teóricos de las implicaciones que tiene en la práctica; a saber, la
transformación no sólo del alumnado, sino del propio sujeto docente e
investigador local, tanto a partir de la práctica del intercambio entre
trayectorias profesionales culturalmente heterogéneas como a partir de la
inclusión efectiva de los otros como sujetos pedagógicos e investigativos.
[xvi]
Remito a Borra (2015b): “La interculturalidad en crisis: clausura institucional
y migraciones”, versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=194070.
[xvii] “El concepto de Interculturalidad tiene una
significación en América Latina, y particularmente en Ecuador, ligada a
geopolíticas de lugar y espacio, desde la histórica y actual resistencia de los
indígenas y de los negros, hasta sus construcciones de un proyecto social,
cultural, político, ético y epistémico orientado a la descolonización y a la transformación.
Más que la idea simple de interrelación (o comunicación, como generalmente se
lo entiende en Canadá, Europa y EE.UU.), la interculturalidad señala y
significa procesos de construcción de un conocimiento otro, de una práctica política otra,
de un poder social (y estatal) otro y
de una sociedad otra; una forma otra
de pensamiento relacionada con y contra la modernidad/colonialidad, y un
paradigma otro que es pensado a través de la praxis política”, Walsh, Catherine
(2007) “Interculturalidad y colonialidad del poder. Un pensamiento y
posicionamiento «otro» desde la diferencia colonial”, pág. 47, en Mignolo, Walter
y Castro-Gómez, Santiago [ed.] (2007): El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá
del capitalismo global, Siglo del Hombre, Bogotá. Véase también Walsh, Catherine (2005): “Interculturalidad,
conocimientos y decolonialidad”, en “Signo y pensamiento”, vol. XXIV, Nº 46, Colombia y Walsh, Catherine
(2008): “Interculturalidad, plurinacionalidad y decolonialidad: las
insurgencias político-epistémicas de refundar el Estado”, en “Tabula Rasa”,
Nº.9, Bogotá.
[xviii]
En esta línea se mueven diferentes reflexiones periodísticas. Véase por ejemplo “Las universidades carecen de atractivos para
los profesores extranjeros”, en “El diario”, 25/10/2017, versión electrónica en
http://www.eldiario.es/sociedad/plantilla_universitaria-universidad-educacion_0_700280628.html.
En dicho artículo se desconoce que la escasa presencia del profesorado
extranjero es menos una decisión del propio sujeto profesoral que una
consecuencia sistemática de unas estructuras institucionales en las que ese
sujeto no tiene cabida o, en el mejor de los casos, sólo una cabida marginal.
[xix] Siguiendo a Castro-Gómez y Grosfoguel (2007):
“Prólogo. Giro decolonial, teoría crítica y pensamiento heterárquico”, en
Mignolo y Castro-Gómez, op.cit., pág.
20: “Un componente básico del grupo modernidad/colonialidad es la crítica de
las formas eurocéntricas de conocimiento. Según Quijano y Dussel, el
eurocentrismo es una actitud colonial frente al conocimiento, que se articula
de forma simultánea con el proceso de las relaciones centro-periferia y las
jerarquías étnico/raciales. La superioridad asignada al conocimiento europeo en
muchas áreas de la vida fue un aspecto importante de la colonialidad del poder
en el sistema-mundo. Los conocimientos subalternos fueron excluidos, omitidos,
silenciados e ignorados. Desde la Ilustración, en el siglo XVIII, este
silenciamiento fue legitimado sobre la idea de que tales conocimientos
representaban una etapa mítica, inferior, premoderna y precientífica del
conocimiento humano. Solamente el conocimiento generado por la elite científica
y filosófica de Europa era tenido por conocimiento ‘verdadero’, ya que era
capaz de hacer abstracción de sus condicionamientos espacio-temporales para
ubicarse en una plataforma neutra de observación”.
[xx]
Castro-Gómez, Santiago (2007): “Decolonizar la universidad. La hybris del punto
cero y el diálogo de saberes”, en Mignolo y Castro-Gómez, op.cit., pág. 83. Más adelante, el autor señala: “El punto cero
sería, entonces, la dimensión epistémica del colonialismo, lo cual no debe
entenderse como una simple prolongación ideológica o “superestructural” del
mismo, como quiso el marxismo, sino como un elemento perteneciente a su
“infraestructura”, es decir, como algo constitutivo. Sin el concurso de la
ciencia moderna no hubiera sido posible la expansión colonial de Europa, porque
ella no sólo contribuyó a inaugurar la “época de la imagen del mundo” —como lo
dijera Heidegger—, sino también a
generar una determinada representación sobre los pobladores de las colonias
como parte de esa imagen”, Castro-Gómez, Santiago (2007), op.cit., pág. 88.
[xxi]
Por poner un caso reciente, en la nota “Los cinco grandes problemas del
profesorado español” (“El mundo”, 3/11/2017, versión electrónica en http://www.elmundo.es/sociedad/2015/11/03/5637c9dc268e3e02488b456c.html)
ni siquiera se mencionan estas exclusiones, pese a que se señala que “[l]a educación
está desconectada del mundo real y su mayor problema es la falta de calidad del
profesorado” (op.cit.). La inclusión
de un profesorado diverso para contrarrestar algunos de estos problemas ni
siquiera es mencionada como una posibilidad a tener en cuenta.
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