El escándalo moral ante el estallido de denuncias de corrupción en España no deja de tener una dimensión hipócrita: nadie puede alegar de forma legítima desconocimiento al respecto. Lo que la derecha llama “milagro económico” español no ha sido otra cosa que la materialización de un crecimiento macroeconómico desigual estructurado sobre la base de prácticas corruptas en las que han participado gobiernos, grandes empresas, la banca privada y algún que otro invitado de honor, como es el caso de algunos líderes de los sindicatos mayoritarios. Nada de ello habría sido posible sin la complicidad objetiva (o, si se prefiere, la pasividad cómplice) de las mayorías sociales.
A nivel nacional, el saqueo sistemático a las cajas de ahorros, la organización fraudulenta de macroeventos deportivos, artísticos o religiosos, las contrataciones y adjudicaciones públicas a comisión a empresas privadas, el rescate estatal a la banca privada, los procesos de privatización acelerada de diversos organismos públicos o la estatización de deuda privada, entre otros asuntos, marcan las últimas décadas. Los escándalos actuales de corrupción (desde las tarjetas opacas en manos de políticos, banqueros y sindicales hasta las salpicaduras que afectan a la abrumadora mayoría de la cúpula del partido de gobierno, por no referirnos a la ingeniería de usurpación de algunos clanes familiares) no constituyen ninguna novedad: la condición de acceso al sistema político vigente implica, como regla, la aceptación de un régimen de prebendas. Nunca insistimos demasiado al remarcar que la globalización económica es también la globalización de la impunidad de las grandes corporaciones (favorecidas por la infrarregulación de los mercados) y la reconfiguración del sistema como capitalismo del saqueo.
En este sentido, la cleptocracia está institucionalizada y desborda la esfera estatal: no constituye una “perversión” con respecto a una pauta de rectitud diferente, sino que es el modo regular de funcionamiento de la economía-mundo y, en grados variables, según los controles públicos desplegados, de las democracias parlamentarias actuales (1). La ecuación de la gobernabilidad está ligada a la regulación de estas prácticas corruptas, no a su extirpación. El enriquecimiento ilícito de las autoridades dirigenciales es condición de gestión de políticas públicas antipopulares que tienen como beneficiarios inequívocos a las elites económico-financieras que las impulsan a base de mecanismos como el soborno, las puertas giratorias, los préstamos blandos, las dádivas y, en general, la instauración de un sistema ilegítimo de privilegios. Aunque no hay un límite fijo a estas prácticas sistémicas, su expansión ilimitada siempre corre el riesgo de provocar una «crisis de legitimidad».
Es desde ese transfondo político como podemos interpretar de forma plausible el actual giro jurídico-mediático ante la corrupción estructural que afecta a España. En efecto, lo que resulta novedoso en el presente no es la existencia de estas prácticas delictivas, sino la proliferación de actuaciones judiciales y denuncias mediáticas en torno a ellas. Aunque no hay motivos para la euforia, desde las revueltas pacíficas del 15-M, el estado de ánimo colectivo ha cambiando de forma acelerada: ante el ensanchamiento de la desigualdad socioeconómica y el deterioro de las condiciones de vida de amplias franjas sociales, la corrupción organizada de las élites económicas, financieras y gubernamentales es objeto de un repudio social generalizado. Lo que antaño se consentía de forma tácita, aparece hoy como algo inadmisible, aun cuando el grado de movilización social siga siendo menor al que cabría prever en circunstancias semejantes. El ascenso electoral de Podemos no es sino la encarnación de ese estado de ánimo que enlaza la indignación colectiva con la voluntad de un cambio político relevante.
Así, la hipótesis de lectura más plausible para dar cuenta de este giro jurídico-mediático podría plantearse a partir de lo que en ajedrez se denomina tour de force, esto es, un movimiento forzado producto de la deslegitimación creciente de esas instituciones y la intensificación de las luchas en su interior. Incluso si sigue siendo pertinente preguntarse por otros factores que pudieran estar incidiendo en este giro, la creciente crisis de legitimidad podría estar provocando fisuras significativas en las alianzas de las clases dominantes. Las actuaciones judiciales contra la corrupción pueden interpretarse como un intento de revertir el descrédito del que es objeto el sistema judicial en su conjunto. En particular, constituyen indicios del debilitamiento de una mayoría judicial conservadora, desacreditada tras el castigo ejemplarizante a jueces emblemáticos en la lucha contra la corrupción (destituidos por prevaricación) y del bloqueo sistemático de las investigaciones judiciales de este tipo de delitos cuando afectan a miembros destacados del establishment.
A nivel mediático, la hipótesis implica una variante: el giro de los medios privados de comunicación está interrelacionado tanto a esta nueva dinámica judicial como a la presión social creciente. Si por momentos los medios de prensa más conservadores van por delante de las actuaciones judiciales, ello se debe, ante todo, a una política editorial que anticipa un escenario temido, esto es, la profundización de una crisis de legitimidad que supondría, en primer lugar, el viraje electoral hacia fuerzas político-partidarias emergentes, como es el caso de Podemos. Las denuncias sobre corrupción responden a la lectura que los discursos mediáticos dominantes hacen del actual contexto político: sin una intervención contundente por parte del gobierno nacional que interrumpa la impunidad y penalice a los sujetos implicados (algo que difícilmente puede hacer, dado que comprometería a buena parte de sus miembros), el viraje político hacia la izquierda se hace cada vez más inevitable. Se trata, pues, de una versión novedosa del imperial miedo a los bárbaros, por demás de manifiesta en la auténtica cruzada que estos discursos han emprendido contra aquellos que encarnan de forma verosímil alguna tentativa de cambio. Semejante jugada estratégica, desde luego, sigue siendo arriesgada: salvar el neoconservadurismo arremetiendo contra el partido de gobierno que lo encarna puede crear efectos contrarios a los previstos. Seguir prescribiendo un “capitalismo sano”, orientado a la iniciativa privada y la reducción de lo público -como si no se tratara de un oxímoron o una contradicción de los términos- se parece cada vez más a un ejercicio de periodismo-ficción.
No cabe descartar que el discurso contra la corrupción desate una debacle gubernamental, pero sigue siendo algo completamente incierto si esa debacle dará cabida a un cambio político profundo o a una mera reestructuración del bloque dominante. La crisis de hegemonía puede dar paso a lo emergente sólo en la medida en que se conecte esa corrupción generalizada al sistema que la produce. Es esa crisis lo que anuncia una oportunidad histórica de cambio que sobrevuela el presente.
Arturo Borra
Nota:
(1) Para un análisis más detallado, remito a “Crisis, corrupción y capitalismo”, en “Rebelión” (3-08-2013), versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=172042.
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