Caracterizar nuestra época a
partir de la apatía colectiva reafirma la dificultad del análisis para dar
cuenta de los límites de las prácticas sociales hegemónicas: omite sin más los
movimientos subterráneos que –para
seguir con la metáfora- podríamos describir como «sísmicos». Al menos en las
condiciones actuales del sur europeo (aunque no solamente), hablar de mero
conformismo, indiferencia moral o una suerte de somnolencia letárgica
atribuida, en general, a las masas (de la que el analista estaría felizmente
emancipado) no permite comprender la complejidad del presente ni, mucho menos,
los conflictos sociales que no cesan de proliferar. Afirmar que nuestra
actualidad es irreductible a esa caracterización, sin embargo, no habilita a
suponer, en un arrebato optimista, que ese movimiento sea suficiente para derrumbar las bases históricas de una sociedad
injusta o, de forma más acotada, para dinamitar la continuidad de unas políticas
de estado radicalmente regresivas.
Nuestro análisis, por tanto, debe
moverse en un terreno resbaladizo: entre
la escalada autoritaria actual (ligada tanto a la reestructuración del estado
español como a las mutaciones globales del capitalismo) y unas resistencias
sociales fragmentarias pero no menos reales. Revueltas como la de Gamonal o la
movilización permanente de la Marea Blanca en Madrid, en este punto, podrían estar marcando una nueva fase en
las luchas sociales a nivel nacional. Aunque se trate de victorias pírricas,
contribuyen a poner en crisis un cierto derrotismo moral extendido. La
condicionalidad de esos ejemplos, a la vez, es innegable: nada garantiza que esa
nueva fase tenga continuidad. Las «marchas
de la dignidad» previstas para el 22 de marzo en Madrid, en la que confluirán
diferentes movimientos sociales y sindicales contra los recortes y en defensa
de los derechos colectivos, adquiere una peculiar relevancia: permitirá
determinar si, en efecto, esas conquistas colectivas funcionan como «punto de
lanzadera» de luchas populares más amplias (de carácter intersectorial y
transversal) o si, por el contrario, quedan desactivadas como casos aislados.
Al menos en la práctica de esos
movimientos sociales, la «ideología de la desmovilización» (resumida en tópicos
referidos a la “inutilidad” de las protestas) ha sido acorralada. Como experiencias
de resistencia, desmontan la falacia de la “fatalidad” o “inevitabilidad
histórica” de las políticas actuales. No es que no haya alternativas al neoconservadurismo;
sencillamente, no serán los poderes dominantes quienes las gestionen.
Dicho en otros términos, sólo la presión social creciente puede obstruir una
ofensiva manifiestamente antipopular,
con escasos precedentes en España.
Aunque el autismo gubernamental
sigue intacto, las luchas populares más recientes han mostrado una relativa
eficacia política, producto de una erosión limitada pero efectiva de la
legitimidad político-gubernamental. Constituyen prácticas ejemplares en cuanto han conseguido los objetivos
primarios que se proponían: en el caso del movimiento vecinal de Gamonal, impedir
la construcción de un boulevard que representaba la expropiación de los
espacios públicos del barrio; en el caso de la Marea Blanca, la suspensión del
proceso privatizador de la sanidad pública madrileña. Si bien se trata de
logros precarios, constituyen un aprendizaje común al desafiar cierto inmovilismo
despolitizado así como una dinámica discontinua de (auto)convocatorias “espontáneas”.
En conjunto, parecen estar revirtiendo
cierto estado de desánimo colectivo. No menos importante en esta fase que se
abre: muestra que, en determinadas coyunturas, la brutalidad de cargas
policiales injustificadas, en vez de producir efectos disuasivos, puede desatar
una espiral de enfrentamientos callejeros difíciles de predecir. Aunque a mi
entender sería un error generalizar esa táctica
de los movimientos sociales (independientemente a las consideraciones éticas
que pudiéramos hacer al respecto), la frontera sacralizada (la “línea roja”) de
la manifestación “pacífica” ha quedado perforada, por así decirlo, sin perder
legitimidad social.
A pesar de la aversión moral manifiesta
por todo el arco partidario a la “violencia” (de la que se sustrae, hipócritamente,
la violencia policial e institucional), la interpretación dominante de los
incidentes entre manifestantes y policía en Gamonal no ha sido la que venía
siendo habitual: atribuir a unos “radicales infiltrados” toda la
responsabilidad de la escena. Semejante interpretación, al menos en este caso, ha
fracasado de forma rotunda, para dar lugar a otras líneas explicativas más
complejas: la insatisfacción colectiva ante un plan de urbanización indeseado, el
hartazgo ante la corrupción político-empresarial, las detenciones arbitrarias
por parte de la policía o el carácter ilegítimo de las cargas policiales contra
vecinos movilizados legítimamente por una causa común. Gamonal se plantea así
como un síntoma de un malestar colectivo profundo que podría extenderse en
otros territorios bajo la forma de la revuelta o el estallido social.
Por otra parte, en el caso de la
Marea Blanca, las tácticas que se plantearon se han movido en dos dimensiones:
articular las protestas continuas del
personal sanitario con la anteposición de sucesivos recursos judiciales. La movilización permanente y las disputas en
el terreno jurídico han mostrado su eficacia, frustrando un plan de
privatización del sistema sanitario que se planteaba a sí mismo como irrevocable.
En suma, por vías diferentes, arribamos a la misma conclusión: puesto que la eficacia política de las
luchas populares no está garantizada por ningún medio en particular, forma
parte de la lucha misma diversificar sus medios. La falta de garantías,
lejos de ser un motivo para el desánimo, exige cada vez más apelar a medios de
lucha diferentes y complementarios que resten previsibilidad a los propios
movimientos. La posibilidad de la derrota, siempre vigente, puede
contrarrestarse así a partir de la diversificación imaginativa de nuestras
tácticas.
Recapitulemos, entonces, para desmontar
algunos malentendidos. Por una parte, esos acontecimientos en particular y la
proliferación de protestas públicas en todo el territorio español, podrían estar constatando el «fin de la
apatía». Por otra parte, eso no significa que la cultura política hegemónica haya
cambiado sustantivamente. La insatisfacción colectiva que se agudiza en el
presente no equivale ni mucho menos a que se haya abolido la cultura consumista que sostiene la
formación capitalista como tal sino, ante todo, que frente a las restricciones
crecientes en el acceso al consumo (significado como desiderátum) la disconformidad social se incrementa. Tampoco
significa que se haya traspasado una política
de bienestar vallado, con su
régimen de pequeños privilegios y unas condiciones de vida confinadas a los
estados europeos de postguerra.
Precisamente porque las
industrias culturales dominantes construyen deseos que reafirman la anatomía de la sociedad de mercado, la reducción
forzada del consumo implica, como experiencia generalizada, la expansión de la
insatisfacción. Nada de ello conduce por sí mismo a una transformación social profunda,
sino que reafirma a lo sumo la intensificación de un deseo colectivo privado de su objeto. Por otra parte, si
bien las restricciones en el acceso a los servicios públicos generan reivindicaciones
ciudadanas que podrían considerarse de un signo político diferente al
neoliberalismo, no suponen de forma necesaria
un cuestionamiento de los privilegios asociados a un estado benefactor históricamente
confinado a los países centrales (en detrimento de las periferias). Al fin de
cuentas, las dudas persisten: ¿qué ocurriría con las protestas sociales si se
reestableciera el nivel de consumo o de crecimiento previo al 2008, las cifras
del desempleo se redujeran de forma drástica o se mantuvieran las prestaciones
públicas instituidas?
Si la economía política del
sacrificio produce estructuralmente una ingente masa humana como objeto
sacrificable, ello implica, antes que una automática aceptación social, un
cierto grado de conflictividad (que no es de por sí revolucionaria). Asumida
esa conflictividad, el oficialismo se ha movido en dos frentes: procurar legitimar
semejante economía política mediante un trabajo
ideológico que significa la pauperización de la existencia como proceso
inexorable y, simultáneamente, radicalizar una política represiva que implica cambios jurídicos de primer orden. De
hecho, la misma expansión de la brecha
entre deseos subjetivos y prácticas sociales, dentro del discurso hegemónico,
es construida como “resultado natural” de un presunto “exceso” previo. Se
trata, estrictamente, de un argumento de
resignación. Bajo un discurso político semejante, ligado a una derecha
recalcitrante que oculta sistemáticamente el poder decisivo que ejercen las
elites económico-financieras y gubernamentales en la creación e imposición de las
“reglas de juego”, la resignación es representada como destino y la servidumbre
elevada a condición metafísica.
Sin embargo, es esa «política de
la resignación» la que está en discusión, mostrando su inestabilidad como “evidencia
de sentido común”. De forma manifiesta en España, diferentes grupos sociales
están rompiendo esa jaula. Aunque el creciente inconformismo social queda reducido
de forma habitual a la esfera privada, los ejemplos de Gamonal y la Marea
Blanca pueden operar en el imaginario
colectivo como un momento de inflexión, esto es, como el paso a una nueva fase
en las luchas populares. No cabe descartar, entonces, que en esos acontecimientos
políticos esté gestándose un futuro de la
protesta mucho más fecundo desde un horizonte político transformador. De
ahí la significación central de las «marchas de la dignidad» previstas: constituyen
una iniciativa que procura articular un frente
de lucha común que incluya y rebase
las reivindicaciones sectoriales. Si la falta de articulación entre las luchas
locales ha sido uno de los déficits principales de las protestas sociales en
España hasta el momento, esta apuesta por la construcción de una cierta unidad
política -en la multiplicidad de reivindicaciones- constituye un giro
estratégico de primer orden. Para decirlo de otra forma: las «marchas de la
dignidad» pueden ser la instancia articuladora necesaria para quienes no nos
contentamos con un mundo social arrasado. Y, lo que no es menos importante, esas
marchas permitirán determinar el grado de movilización popular tras los logros recientes.
Es, ante todo, una pulseada decisiva e incierta: sin la consolidación de ese
contrapoder popular el bloque hegemónico seguirá avanzando en lo que, en toda
regla, puede calificarse como «política del saqueo».
La resultante de esa pulseada es impredecible.
Las resistencias sociales son tan reales como el discurso hegemónico que
significa lo actual como la consecuencia necesaria que habría que asumir tras un
supuesto exceso (de consumo, de gasto, de deuda) por parte de la población, atribuido
de forma cuasi-religiosa al “pecado originario” de “haber vivido por encima de sus
posibilidades”. Según el énfasis que se haga, la perspectiva de análisis puede acentuar
1) la persistencia de un «sentido común» -como cristalización ideológica
hegemónica- que representa la reconfiguración de la sociedad en curso como un
“mal necesario” o 2) aquellas constelaciones de valores, sentidos y prácticas
que dislocan esas construcciones hegemónicas y desafían los límites de lo
posible. Las oscilaciones interpretativas (también, a menudo, contradicciones
analíticas) con respecto al presente, que transitan del desencanto a la euforia
o a la inversa, muestran que estamos en un umbral histórico donde no podemos
dar nada por sentado: la incertidumbre política es nuestro punto de partida y
la «crisis de hegemonía» una posibilidad que sobrevuela la actualidad, incluso
si no vislumbramos un proyecto político alternativo consolidado que esté articulando las diversas insatisfacciones que
proliferan a nivel colectivo.
Lo dicho, finalmente, supone que
una interpretación crítica del presente necesita indagar no sólo en las claves
culturales que legitiman una sociedad marcada por la desigualdad, la corrupción
estructural y la restricción de las oportunidades sociales, sino también en
aquellas prácticas político-culturales que ponen en crisis esa legitimidad,
desafiando no sólo el conformismo sino también la resignación inoculadas. Si la
actual desestructuración sistémica está produciendo un ensanchamiento de la
apertura del presente, aprovechar esa apertura depende en buena medida de la
construcción de un proyecto
contrahegemónico por parte de los movimientos sociales con vocación
transformadora.
No alcanza con que prolifere la insatisfacción, en tanto se siga deseando el mismo objeto y, sin embargo,
nada impide a priori que esa insatisfacción
no sea canalizada políticamente en la lucha por otras formas de sociedad. La
apuesta es transformar el deseo
colectivo, entonces, antes que perseguir la mera satisfacción de unos deseos consumistas e individualistas que no
cuestionan en lo central el actual régimen
hegemónico.
En suma, la crítica político-cultural
del presente debe considerar la economía inestable del deseo y las
identificaciones colectivas sobre las que se constituye. Demasiado a menudo
pasamos por alto que también necesitamos incidir en esa dimensión de la
subjetividad: todo proceso hegemónico se
sustenta no sólo en la producción de unos sentidos determinados o en la
configuración de determinadas relaciones de poder, sino también en una específica
economía (política) del deseo. Estamos lejos de haber extraído las
consecuencias teóricas centrales de esta premisa. Sobre todo, supone dejar a un
lado un esquematismo inercial incapaz de leer el actual ensanchamiento de las oportunidades
históricas. El futuro de la protesta
no es nada distinto a ese ensanchamiento. Sólo ahí puede residir nuestra esperanza agonística. Es responsabilidad
colectiva convertir esa apertura en un nuevo inconformismo. Si la
«in-dignación» es la negativa política ante el arrase, las «marchas de la
dignidad» son el llamado común a construir la sociedad que no tenemos.
Arturo Borra
No hay comentarios:
Publicar un comentario