Por si quedaban dudas: el
neoconservadurismo hegemónico ha interpretado las luchas sociales mejor que una
pseudoizquierda social-demócrata que daba por enterrados los espectros de Marx.
Las interpreta como antagonismo predominantemente
de clase y prepara de forma meditada su respuesta a la escalada de conflictos
que es de prever para los próximos años en España. Tanto la “Ley de seguridad ciudadana” como
la “Ley de
seguridad privada” (de inminente aprobación legislativa) constituyen uno de los
episodios más virulentos a nivel nacional del proceso mundializado de conversión
de ese antagonismo en una declaración de guerra total contra aquellos que ha
reducido al rango de sobrantes humanos.
La «criminalización de la
disidencia» ha dado un nuevo giro: castigar a aquellos grupos de activistas que
no se conforman con presenciar dócilmente su propio sacrificio. A partir de
ahora, no sólo el derecho a reunión y manifestación queda absolutamente restringido
-a contramano de cualquier proyecto político democrático- sino que el sueño
delirante de la privatización de la vida
alcanza un nuevo punto álgido: la transferencia parcial de las funciones de
seguridad a empresas orientadas al lucro.
En breve, la vigilancia privada
tendrá el poder de identificar y detener en la vía pública a personas
consideradas “sospechosas”, tras obtener la autorización pertinente. El
beneplácito de las clases propietarias es absoluto: podrán “descansar en paz”, contando
con servicios de protección que responden a sus intereses de forma directa, tal
como ya hacen los monumentales ejércitos privados que proliferan a nivel
mundial. El estado policial es también ese estado que en nombre de circunstancias
excepcionales enlaza de forma inextricable lo público y lo privado: trata el
espacio colectivo como un espacio sometido a la arbitrariedad de un sujeto
soberano, sustraído del escrutinio común. No es de extrañar que la
transferencia parcial de esta función estatal indelegable se plantee como un
paso fuera del debate público: forma parte
de su lógica inescrutable.
Lo público como negocio privado
-favorecido por un sistema corrupto de prebendas y privilegios- instaura la
competencia entre las elites y el saqueo a los subalternos. Hay que insistir:
más allá de la “oportunidad de negocios” para las 1500 empresas de seguridad
privada operativas en territorio español (con una facturación actual de más de
3000 millones de euros al año), ¿en qué sentido podría beneficiarnos ser objeto
de vigilancia permanente por su parte? No es sólo un problema de
subcualificación evidente que debería alarmar a cualquier persona mínimamente
precavida; implica ante todo que una de las partes asuma el rol de juez, esto
es, que la burguesía sea erigida como guardián del bienestar colectivo, aunque
más no sea mediante sus lacayos. Un elemental trabajo de indagación sobre las
empresas de seguridad privada sería suficiente para persuadirnos del carácter
radicalmente inadecuado de esta transferencia funcional; permitiría identificar
lazos inocultables entre algunas de esas empresas y una ultraderecha racista,
xenófoba y aporofóbica (1). ¿Qué ecuanimidad cabría esperar de esos sujetos en
el ejercicio del poder de vigilancia, especialmente cuando se los autoriza a convertir
a sus declarados enemigos en objeto?
La ruptura con respecto a la
concepción formal de la policía como fuerza
pública (sometida a controles institucionales) es patente, aunque esos
controles ya sean laxos e insuficientes a la vista de la regularidad del abuso
y la corrupción institucionalizada. El presunto «monopolio de la violencia
legítima», reservado al aparato represivo de estado, queda suspendido y, con certeza,
habilita una nueva fase política –no sólo en clave nacional- que deja muy atrás
la ya endeble teoría neoliberal que lo inspira: ni siquiera pretende reservar
al estado el rol subsidiario que doctrinalmente propone, relativo a “política
fiscal”, “justicia” y “seguridad”, dentro de un sistema de “economía de
mercado”. Para esta ideología tecnocrática ninguna frontera es sagrada, como no
sea la expansión ilimitada del capital.
Así como el partido de gobierno
ha consolidado una estructura tributaria completamente regresiva (gravando
sobre las rentas de trabajo y reduciendo la presión fiscal sobre las rentas de
capital) y ha instituido «tasas judiciales» que restringen el derecho de las clases
medias y populares a utilizar de forma gratuita el sistema responsable de
administrar “justicia” (en verdad: un sistema manifiestamente selectivo e
injusto), ahora también menosprecia la seguridad de una parte mayoritaria de la ciudadanía. Lo que
está en juego, desde luego, no es la «abolición del estado» sino su reconfiguración
como institución política que asume de forma abierta su condición clasista, correlativa a un capitalismo
globalitario gobernado por las grandes corporaciones trasnacionales (2).
El modelo de «estado-gendarme»,
por tanto, queda contradicho término a término por una política gubernamental
que no hace sino agravar las brechas entre ricos y pobres, beneficiarios de un
sistema judicial injusto y víctimas de la judicialización, perseguidores y
perseguidos, en definitiva, opresores y oprimidos (incluso si denunciamos la
complicidad objetiva entre unos y otros y eludimos cualquier forma de
maniqueísmo moral que exalte las virtudes metafísicas de los segundos por sobre
los primeros). La desigualdad entre ciudadanos de primera y de segunda no cesa
de acrecentarse.
La presunta complementariedad y
subordinación funcional que contemplaría la nueva norma no es más que una falsa
declaración de intenciones. Abre algunas preguntas insistentes, una vez que nos
deshacemos del mito de la armonía espontánea entre lo individual y lo colectivo
o, si se prefiere, de la mano invisible que reconduce el egoísmo hacia el bien
común: ¿en qué sentido podrían considerarse “complementarios” los intereses
privados y la seguridad pública? ¿A quiénes responderá, en última instancia, esta
nueva guardia? ¿Qué protocolos de actuación se prevén ante el surgimiento de conflictos
de intereses entre esas empresas y otros particulares? ¿Qué normas y sanciones
se estipulan para evitar el abuso de autoridad (habitual por lo demás en los
cuerpos policiales)? ¿Cómo y quiénes supervisarán el cumplimiento efectivo de
las nuevas normativas del sector? En
cualquier caso, el negocio está servido: no es difícil advertir que su
rentabilidad depende directamente de la producción serial de sospechosos y la
correlativa expansión de servicios securitarios, incluso si ello supone una nueva
afrenta a los derechos civiles. El sentido de una política de seguridad
semejante, sin embargo, no se agota ahí. Las medidas en cuestión apuntan a blindar
a las clases propietarias de los efectos de la desigualdad radical, generalizando
el control policial sobre las clases subalternas. El aumento de la
desprotección de las mayorías frente a los matones a sueldo de siempre (al
viejo estilo cowboys) trabajando para
las patronales en una ciudad sin ley está reasegurado.
Como ya es habitual en España, los
portavoces gubernamentales del poder económico-financiero concentrado no
muestran el más mínimo reparo en seguir arremetiendo contra una democracia de
por sí devaluada. El remate de lo público y la exaltación de la iniciativa
privada constituyen, sin embargo, sólo la punta del iceberg de un proceso
político, cultural y económico más vasto que sólo puede detenerse mediante la
articulación de resistencias colectivas sistemáticas y organizadas. La
aceleración de ese proceso es signo de nuestra debilidad política. El miedo a
perder lo que no se tiene es cómplice de una expropiación sin precedentes de lo
público-estatal. Si, en nombre de la autoconservación, los guardianes del orden
quieren domesticar lo que hay de imprevisible en la vida social, es nuestra tarea
luchar para que ese impulso indomesticable no quede enjaulado como mera
supervivencia.
(1) El caso más flagrante quizás sea el de la empresa de
seguridad valenciana “Levantina”, asociada estrechamente al partido
ultraderechista “España 2000” .
Al respecto, véase “El negocio de seguridad privada de la ultraderecha”, de
Antonio Maestre, en http://www.lamarea.com/2013/12/11/la-ley-de-seguridad-privada-permitira-al-partido-ultra-espana-2000-ejercer-como-policia/
(2) Es razonable que esa reconfiguración histórica del
estado reactive debates en la izquierda en torno al mismo sentido y legitimidad
de las estructuras estatales fundamentales, incluyendo el debate en torno a la
posibilidad misma de una policía sujeta a mandatos democráticos básicos.
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