Referirse a la problemática del
cinismo convoca diversas confusiones que bloquean un uso crítico del concepto.
No parece vano procurar despejar algunas de ellas. Ante todo, porque la
referencia al cinismo, convertido en calificativo, no da cuenta de su
centralidad al momento de interpretar una de las dimensiones constitutivas del
capitalismo: lo que Weber llama «organización racional del trabajo» (1), aunque
se trate de una específica forma de racionalidad que, en función de parámetros
de eficacia y eficiencia, se desentiende de los perjuicios éticos que dicha
organización implica no de forma accidental sino necesaria. Procuremos
clarificar esas tres confusiones entonces.
En primer lugar, la que liga
«cinismo» e «ironía». La ironización de lo existente no necesariamente constituye una
claudicación ante lo existente, aunque puede
conducir a la impugnación de cualquier otra alternativa política. La ambivalencia
de la ironía resulta clara: por un lado, posibilita una operación crítica,
usada para mostrar la particularidad de una presunta universalidad (acorde a lo
que Sloterdijk llama «quinismo», emparentado al cinismo filosófico antiguo [2]).
A través de la ironización de decisiones presentadas como acordes al interés
general se ponen en evidencia los intereses privados a los que responden en un
nivel latente. Sin embargo, la ironización puede conducir también a una forma
de nihilismo que descree de cualquier tentativa de cambio social -reafirmando
en última instancia la equivalencia general de las prácticas políticas y su
reducción a un juego institucional de pugna de intereses particulares-. Si la
ironía crítica parodia los poderes fácticos (cuestionando su aura de legitimidad,
esto es, su autoridad como fuente de validez), la ironía nihilista
deslegitima cualquier juego de poder (reduciéndolo a una simple disputa de
autoridad). Sólo en el segundo caso emparentar cinismo e ironismo resulta
válido.
Una segunda confusión remite a la
asimilación de una «teoría del cinismo» a una «teoría de la conspiración». La
primera, aunque admite la existencia eventual de “conspiraciones” (que podrían
redescribirse de forma más plausible como planes estratégicos), no sitúa al
sujeto como origen de dichas prácticas sino a un modo de producción cultural. Evita,
por tanto, las aporías del «conspiracionismo»,
especialmente la creencia en un gran Otro, un Genio maligno, más o menos
omnipotente, que conocería desde el principio los planes y actuaría desde una voluntad
unificada. Negar esta clave de inteligibilidad no equivale, sin embargo, a desconocer
la existencia de proyectos que escapan al dominio público, elaborados y
gestionados desde centros de poder diversos (3). Dicho lo cual, señalemos que
la dinámica del capitalismo no se explica, en
primera instancia, sobre la base exclusiva de unas decisiones
centralizadas, sino por una formación discursiva hegemónica que produce identificaciones colectivas con
respecto a la actual configuración política, económica y social. Que no
exista un único «plan maestro» que tendría previsto cada paso, en suma, no
evita el cruce de prácticas económicas planificadas racionalmente ni mucho
menos un potencial de efectos que a menudo implican la producción de un daño
sistémico. Incluso si aceptáramos -de forma eventual- la involuntariedad de ese
daño sistémico en determinadas situaciones, no por ello el daño dejaría de ser
la contracara necesaria de unas relaciones sociales marcadas por el
«racionalismo económico».
La referencia a una «conciencia
moral» no altera, en este sentido, las cosas. Desde Max Weber sabemos que la separación
entre lo “doméstico” y lo “industrial” es una de las especificidades del capitalismo
occidental, con su consiguiente contabilidad racional (4), posibilitada por la técnica. Dicha
separación permite la formación de un ethos
económico (que Weber relaciona de forma primigenia con la «ética
protestante») que no sólo no invalida la obtención de riqueza, sino que la
plantea como un fin profesional legítimo (5). A nuestros fines, lo decisivo reside
en la formación de una ética que “(…) destruía los frenos que la ética
tradicional ponía a la aspiración de la riqueza, rompía las cadenas del afán de
lucro desde el momento que no sólo lo legalizaba, sino que lo consideraba como
precepto divino (…)” (Weber, 1999: 211-212).
Retrospectivamente, podríamos
radicalizar la tesis de partida de Weber: lo que desde hace algunas décadas se
está destruyendo no es ya la “ética tradicional” sino la “ética industrial” en
nombre de una nueva práctica empresarial ligada al mundo financiero: la
desvinculación primaria del lucro de la actividad productiva. El nuevo dios
juega a los dados: convierte el mundo en un casino planetario. Es un salto, sin
embargo, dentro de una continuidad estructural: la práctica capitalista se
produce con el objetivo primordial de obtención metódica de un beneficio o
una plusvalía. Forma parte de sus
principios constitutivos utilizar cualquier estrategia racional (con arreglo a
fines) que, en las condiciones de la sociedad actual, incluye la planificación
de catástrofes y la incitación infinita al consumo como promesa de protección
ante la fragilidad humana.
Así, se trata de una práctica que
excede (sin excluir) toda intencionalidad y, simultáneamente, presupone
una conciencia moral que legitima la obtención de riqueza ilimitada en función
de una profesión. Más allá incluso de Weber, podríamos intentar conceptualizar
esa práctica como la compleja resultante no sólo de «intereses» deliberados sino,
primariamente, de unas identificaciones colectivas (o unos imaginarios) que
hacen que unos sujetos actúen en sentido compartido. Tomando distancia de una filosofía
de la conciencia que plantea los actos como transparentes para los propios
agentes, lo que necesitamos explicar es cómo una específica trama de relaciones
sociales produce un régimen de saber que no sólo no funciona como impedimento
ético de determinadas prácticas, sino que sostiene una racionalidad que las
dota, a nivel interno, de cierta legitimidad (incluso si para ello necesita
apelar a fórmulas eufemísticas).
La tercera confusión es la que
liga «hipocresía» y «cinismo». El cinismo no se avergüenza de sí mismo, en
tanto pone la causa en el exterior: el robo sistemático, la explotación continua,
el saqueo legal, el holocausto diario, el estado de excepción en el que
vivimos, son transformados en una retórica eufemística como rentabilidad,
flexibilización, saneamiento, pacificación, democracia. La hipocresía todavía
mantiene la idea de que hay actos que hay que ocultar porque quiebran los
códigos. El cinismo no excluye la hipocresía, pero la subsume bajo una
estrategia en la que la supuesta “mala conciencia” es la máscara del beneficio
sin código. Si simula “escándalos” y admite “excesos” se debe ante todo como
forma de hacerse admisible ante los otros y ante sí mismo. El cinismo atempera
la hipocresía, no en nombre de una ética superior, sino en función de una
radical indiferencia ética. Tal es su obscenidad. Estos desplazamientos, con
todo, no suprimen sin más toda codificación moral: ésta sobrevive en su ruina,
mantiene una vigencia local, porque a pesar de su impulso intrínseco, hay
experiencias antagónicas (revueltas, protestas públicas, movimientos
contestatarios, resistencias dispersas).
No es difícil advertir esta
lógica cultural en los diversos campos de la vida social, incluyendo un plano
político-económico: puesto que no hay decisión inocente, ampararse en un
supuesto no-saber (esto es, en una suerte de ignorancia primera con respecto a
las consecuencias de determinadas acciones) no deja de ser una forma de
desentendimiento. No es que no se sepa del monto de sufrimiento diseminado a
escala planetaria o de las masacres cometidas en nombre de valores como la
“libertad”, la “democracia” o la “justicia”. Lo que está en juego es una
auténtica indiferencia práctica, que implica y rebasa las conciencias
individuales.
La referencia permanente a una
supuesta “falta de alternativas” tiene como finalidad la justificación de lo
injustificable: el abatimiento colectivo, la concentración de poder, la
marginación sistémica, la destrucción de nuestro hábitat... En esa máquina
están enganchados, sin dudas, no sólo sujetos políticos y empresariales, sino
también economistas, agentes financieros, sindicales y clericales, así como un
ejército de profesionales de lo más diverso (desde periodistas y abogados hasta
profesores y jueces). Son partícipes necesarios de la ingeniería social
del expolio.
Por más declaraciones en sentido
contrario que hagan, son conscientes de
lo que están haciendo: la explotación no es un efecto indeseado, la plusvalía
no es un error de cálculo, la pobreza y marginalidad no son efectos residuales
de un pasado premoderno, el desempleo no es un accidente coyuntural, la
distribución desigual de los ingresos y la propiedad no es un asunto de méritos
individuales, el sistema tributario regresivo no es un producto del azar, el
neocolonialismo belicista no es una necesidad de la paz ni la represión un
espontáneo exceso policial, la
destrucción del proyecto de estado de bienestar no es una consecuencia
secundaria indeseada ni la criminalización de los movimientos sociales
disidentes un imprevisto. Son mandatos explícitos de nuestros amos sin
rostro.
(1) Weber, Max (1999): La
ética protestante, Albor, Madrid, pp.
31 y ss.
2) “Desde que la filosofía, sólo de forma hipócrita, es
capaz de vivir lo que dice, le corresponde a la insolencia decir lo que se
vive. En una cultura en la que los idealismos endurecidos convierten las
mentiras en «formas de vida», el proceso de verdad depende de si hay personas
que sean suficientemente agresivas y libres («desvergonzadas») para decir la
verdad. (…) (Y cuando los poderosos, por su parte, empiezan a pensar quínicamente;
cuando conocen la verdad sobre sí mismos y, a pesar de ello, «continúan»
obrando de igual manera, entonces completan de una manera perfecta la
definición moderna de cinismo” (Sloterdijk,
Peter (2003): Crítica de la razón cínica,
Siruela, España: 177).
(3) He desarrollado esta cuestión en “La economía política
del sacrificio (V): el signo de la catástrofe”, disponible en versión
electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=158693.
(4) Weber, Max (1999): op.cit.,
p. 29.
(5)
En este contexto
argumentativo, no tenemos que asumir plenamente esa conexión histórica con una
religión determinada -que conduciría a unos debates eruditos diferentes- para
reconocer en este giro ético una de las claves centrales de la modernidad
capitalista.
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