La fórmula de la «toma de
conciencia» (basada en el principio platónico de que si alguien realmente
conoce el bien no puede dejar de practicarlo) encuentra su refutación más
notable en el cinismo: los males que asedian el presente (1) no son accidentes
imprevistos del capitalismo sino sus consecuencias previsibles, producto de
unas decisiones que implican una plusvalía (económica, política, simbólica,
libidinal).
El énfasis en la «concienciación»
hace perder de vista aquello que pone en juego el proceso hegemónico: un tipo
de conciencia (moral) que admite sin reservas la indiferencia práctica ante los
otros. Por lo demás, aunque el pasaje de una “conciencia ingenua” a una
“conciencia crítica” sea un paso necesario (y una progresión con respecto a la
fórmula reductiva de la “toma de conciencia”), no es suficiente para pensar los
resortes subjetivos de un proceso de transformación social. Los pasajes de La
ideología alemana en los que Marx y Engels nos advierten sobre el idealismo
que se limita a cambiar las conciencias sin cambiar el mundo son conocidos.
Para reformular la cuestión: el
cinismo contemporáneo plantea una escisión entre «consciencia» -en su acepción
epistemológica- y «conciencia» -en su acepción moral- que desmonta asimismo cualquier
relación causal entre «conciencia» y «acción». Estos términos se articulan de
forma contingente: el saber no vincula (en un sentido jurídico y moral)
con la práctica ni la práctica puede deducirse (al modo de un silogismo
práctico) de premisas morales. Comprender, pues, las prácticas sociales supone
desplazarse de una «filosofía de la conciencia» (y de un modo diferenciado de una
«teoría de la acción racional») al terreno de las significaciones sociales (o
de los imaginarios) y al de los agenciamientos colectivos. La discontinuidad
entre conciencia y acción podría ser planteada también como una específica
discontinuidad entre saber y poder. Esto no significa, desde luego, que no se
planteen relaciones recíprocas entre estos términos, sino que su articulación
es variable e implica introducir en el análisis social y cultural lo
«inconsciente» como fuerza configurativa. Paradójicamente, el «cinismo» muestra
una ambivalencia humana central: por un lado, la persistente conciencia del daño que inflige y, por
otro, la repetición del mismo, como
si entre una y otra mediara un abismo. En efecto, ese abismo es lo inconsciente, en este caso, el
«inconsciente reaccionario» al que Deleuze y Guattari se refieren en varias
ocasiones.
La repetición conciente del daño
sólo puede explicarse de forma plausible por la extracción de un goce, esto es,
la obtención de una plusvalía de placer por parte del sujeto. Dado unos imaginarios sociales y unos agenciamientos
colectivos específicos, la planificación estratégica y la previsión racional
de beneficios -en suma, la racionalidad instrumental- no sólo no están
excluidos de la práctica sino que pasan a ser parte de este automatismo en el
que lo central es, como diría Hegel, el «goce de la cosa».
Referirse, entonces, a una
cultura cínica no es una simple alusión a la desvergüenza de ciertos
individuos peculiarmente astutos e inmorales –tal como es significado por el discurso
periodístico dominante-, sino a unas prácticas que están sustentadas en
significaciones sociales específicas que estructuran nuestra subjetividad. El
término “cinismo” rebasa por tanto una categoría moral: se trata de pensar esta
categoría en términos político-culturales, esto es, como aquella dimensión que
afecta la entera institución de la sociedad y nuestras formas específicas de
vida. La insolencia de la filosofía vital de Diógenes de Sínope, en este
sentido, se ha invertido históricamente en una forma de servilismo ante lo
existente. El cinismo actual no desafía el presente orden sino que acepta el
juego del interés (individual y grupal) como único juego posible.
Sería, sin embargo, un error
confinar el cinismo a la época actual. Reducir esa configuración a un síntoma
del malestar de la cultura contemporánea (ávida de goce) y al neoconservadurismo
(empeñado en preservar los privilegios de la gran burguesía empresarial y
financiera) es clausurar la posibilidad de comprender su magnitud histórica. Sin
negar algunas especificidades del actual discurso cínico, ello no debería
hacernos olvidar la relación constitutiva del cinismo con la modernidad
capitalista. Así, antes que una respuesta individualista más o menos
inédita ante el creciente malestar en la cultura enraizada en vísperas del siglo
XXI, se trata de remitir esta configuración cultural a la edad del capitalismo.
Lo antedicho supone una serie de precisiones.
El cinismo neoconservador es una variante de un discurso político más general que utiliza la «lógica de la
necesidad» como sentido común: dadas ciertas leyes extra-sociales de desarrollo
(la Razón, la Historia, el Mercado), la significación de la autonomía humana queda
disipada, cuando no anulada. Las luchas sociales, en este horizonte, no serían
más que epifenómenos de un desarrollo histórico necesario: toda tentativa de
cambio social radical por parte de agentes sociales concretos estaría destinada
al fracaso histórico o a introducir perturbaciones arbitrarias en un sistema
autorregulado.
El determinismo historicista o
economicista no da lugar, en efecto, a concebir la práctica humana como el
ejercicio de una libertad condicionada pero efectiva. La resultante de esta
concepción es decepcionante: interpreta las instituciones sociales (incluyendo
el sistema judicial, los mercados económicos, los órganos parlamentarios de
gobierno, los medios masivos de comunicación, etc.) no como construcciones
sociales contingentes sino como resultantes “naturales” o “lógicas” de un desarrollo
objetivo, independiente a la voluntad política de los agentes. La trama de
decisiones que estructuran la realidad actual es presentada como obediencia a
unas leyes ineludibles que determinarían el curso independiente de la historia.
Un determinismo de este tipo
exonera a los sujetos de la
decisión. La historiografía, en vez de tener que documentar,
como una de sus tareas irrenunciables, un inventario de la impunidad (y máxime en el contexto del presente), se
limitaría a constatar el despliegue sin sujeto de una historia sustraída de la contingencia. Ahora
bien, si el cinismo es una forma de heteronomía, ¿no contradice con ello lo que
en la modernidad filosófica hay de promesa de autonomía humana? La respuesta es
positiva: aunque no toda heteronomía es cínica, la modernidad económica
inaugura una época en la que la referencia a una ley extrasocial no puede ser
inocente: la modernidad filosófica, especialmente desde la Ilustración, es esa
experiencia del sujeto en la que éste se reconoce como ser autónomo, incluso si
ese reconocimiento coexiste con diversas formas de desconocimiento. Por tanto, lo
que nos reencontramos en la problemática del cinismo es la disputa entre una
filosofía emancipatoria moderna y una economía política que naturaliza unas
relaciones productivas marcadas por la explotación (2).
La institución del “libre mercado”
como espacio de construcción de vínculos sociales es presentado como parte de
este «desarrollo objetivo», omitiendo la posibilidad de otras instituciones y
de institución de otras posibilidades. El corolario de este discurso es, desde
luego, la «globalización», como fase superior de la economía-mundo. Con
esta operación, lo político en su
sentido radical es clausurado en un discurso que presenta las decisiones como
inexorables. En vez de un «régimen globalitario» (por utilizar una expresión de
Ramonet [3]), se nos presenta el nuevo orden mundial como resultante necesaria
de la historia y la «política» como «policía» en el sentido de Rancière (4).
No necesitamos, sin embargo,
mantenernos en el interior de este discurso que sabe de sobra que la
economía-mundo no es una fatalidad sino producto de unas políticas específicas,
discutibles y rebatibles. Como ellos, también nosotros sabemos de sobra que la
globalización capitalista se estructura sobre un daño sistémico, como
contracara de una economía política basada en la concentración de la riqueza y
el sacrificio de masas ingentes de población.
Incluso si aceptáramos la
potenciación del cinismo en nuestra cultura contemporánea, sus prácticas son
irreductibles al presente: cuestionar sólo
la cultura postmoderna sigue planteando el inaceptable dogma de una
"inocencia" moderna. No hay razón, sin embargo, para circunscribir
esas prácticas a nuestra contemporaneidad, como si acaso el capitalismo alguna
vez hubiera asentado en una «creencia metafísica» en sí mismo y sus
posibilidades de desarrollo igualitario universal. Nuestra formación social no exige
convicciones profundas para funcionar: le basta la obediencia al principio de
«equivalencia general» -la reducción cuantitativa de lo existente al patrón
«mercancía»-, desacreditando cualquier política emancipatoria que ponga en
cuestión esa obediencia.
La razón cínica opera
precisamente como apuntalamiento del nihilismo: el devenir cínico forma
parte de la institución política moderna (5). No deja de ser extraño que se haya
pasado por alto con tanta frecuencia la enigmática puntuación de Deleuze y Guattari
del capitalismo como «edad del cinismo» (Deleuze y Guattari, 1985: 232 [6]). El
funcionamiento capitalista siempre ya es cínico,
producido por un régimen de saber y poder que pretende explicar las
desigualdades materiales como efectos de un diferencial de esfuerzos entre
propietarios en las mismas condiciones de partida. De forma mágica, convierte
la anatomía de la sociedad en un trazado de méritos individuales, borrando de
una vez las asimetrías de poder entre las distintas clases y sujetos sociales.
La prepotencia de la mercancía reaparece así como justificación de una ética
del máximo rendimiento que se desentiende radicalmente del otro.
Ante el abatimiento social, nuestra
época no empuña argumentos peculiarmente elaborados. El discurso hegemónico se
limita a autoafirmarse en su pura acumulación de fuerza (económica, electoral,
simbólica). Su tautología podría formularse así: puesto que tenemos que
ejercer el poder, lo ejercemos discrecionalmente. Que en ese ejercicio se
arrase con millones de vidas, se tomen decisiones que reafirman las
desigualdades presentes o se intensifiquen los privilegios de clase no es
impedimento alguno. Ante la crítica a esas prácticas el sujeto cínico se limita
a invocar la necesidad histórica.
El capitalismo como “edad del
cinismo” es el tiempo en que saber y ética, teoría y práctica, son disociados
de manera compleja por una forma específica de «subjetivación» (que Guattari
califica de «capitalística»). La tecnificación de la política no es sino el
dominio de expertos en la gestión de lo público, sustituyendo la discusión sobre
lo justo por el cálculo de éxito orientado al mercado: en la realidad del
“excedente”, las carencias son asumidas como parte de ese cálculo supremo. Las
referencias de El Antiedipo a esta cuestión son relevantes:
Marx a menudo aludía a la edad de oro del capitalismo
cuando éste no ocultaba su propio cinismo: al menos al principio no podía
ignorar lo que hacía, arrebatar la plusvalía. Pero cómo ha crecido ese cinismo
cuando llega a declarar: no, nadie es robado. Pues entonces todo descansa sobre
la disparidad entre dos clases de flujo, como en una sima insondable en la que
se engendran ganancia y plusvalía: el flujo de poder económico del capital
mercantil y el flujo llamado por irrisión «poder de compra», flujo
verdaderamente impotente que representa la impotencia absoluta del
asalariado al igual que la dependencia relativa del capitalista industrial. La
moneda y el mercado es la verdadera policía del capitalismo (Deleuze y Guattari,
1985: 246).
Con el capitalismo comienza la
era de lo inconfesable, la perversión intrínseca o el cinismo esencial. Utilizando
la terminología de estos autores, la axiomática de flujos de trabajo y de
capital siembra una deuda infinita en sus agentes. La “esencia subjetiva de la
riqueza abstracta” es convertida en propiedad privada de los medios de
producción.
Dicho lo cual, ¿cómo podríamos
desmontar esta era sin subvertir al mismo tiempo nuestros imaginarios y
agenciamientos colectivos? ¿Cómo propiciar un giro que transforme las prácticas
sociales y las diversas instituciones económicas, culturales y políticas? Y
puesto que es evidente que la actual indigencia de nuestro mundo no es producto
de un error de cálculo, ¿cómo transformar nuestras subjetividades para concebir
una «buena vida» que no se sostenga en las espaldas de los otros?
(1) Para una reconstrucción de las
“plagas” que asedian el presente, remito a “Del sacrificio al cinismo: el mundo
como mercancía”, disponible en versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=163831.
(2) Esa naturalización, sin
embargo, no debe atribuirse a un “núcleo premoderno” de la economía: es más
bien, el sello de una modernidad económica “reflexiva” que a la vez que
reconoce la «libertad de las fuerzas productivas», las realiena en un sistema
económico del excedente marcado por relaciones de explotación.
(3) Ramonet, Ignacio (2009): La crisis del siglo, Icaria, Barcelona,
p. 82.
(4) Rancière, Jaques (2006): Política, policía, democracia, trad.
María Emilia Tijoux, Lom, Santiago de Chile. La distinción es conocida: lo
policial refiere a un orden gubernamental establecido: “Este consiste en
organizar la reunión de los hombres en comunidad y su consentimiento, y
descansa en la distribución jerárquica de lugares y funciones” (op.cit., p. 16). Mientras lo político se
ocupa de la igualdad que la policía daña, la policía se ocupa se naturalizar
dicho daño bajo la forma de reglas que presenta como “leyes naturales de la
sociedad”.
(5) Aunque la lógica política de la modernidad ha
estado marcada de forma eventual por el «mesianismo», ello no niega la
hegemonía del cinismo: no es claro que estas modalidades políticas puedan ser
contrapuestas. En última instancia, si el mesianismo presupone su fracaso histórico, entonces, en su propia estructura
ya hay un componente cínico.
(6) Deleuze, Gilles y Guattari,
Félix (1985): El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia, trad. Francisco
Monge, Paidós, Barcelona. Digamos, como salvedad, que las referencias al
cinismo en El Antiedipo son tan
inusuales como fragmentarias, difuminándose completamente en Mil mesetas.
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