La «economía política del sacrificio»
no significa otra cosa que la producción de una economía de la carencia articulada
a una economía del excedente (1). El sujeto sacrificial, sustraído de la
penuria a la que condena al Otro, es beneficiario de un sistema de prebendas y
corrupción estructural que lo hace, literalmente, indiferente ante el
sufrimiento ajeno. No se trata de un mero desvío o perversión sistémica; al
contrario: estas prácticas son constitutivas del capitalismo.
Así pues, el «sacrificio» que
exige el neoconservadurismo tiene una dimensión necesariamente encubridora:
su retórica del ajuste infinito exime a los poderes económico-financieros y
político-institucionales de lo prescripto. A nivel nacional, mientras sus
defensores exigen cada vez nuevas renuncias colectivas en nombre de la austeridad,
transfieren recursos públicos billonarios a la banca privada, sostienen los
privilegios institucionales de la monarquía, el parlamento y la iglesia católica
y prosiguen con un saqueo estructural que nadie parece poder (o querer) detener,
como no sea mediante la movilización permanente de los propios damnificados. De
forma más global, las políticas del expolio convierten a diversos gobiernos
nacionales en meras agencias de un capital trasnacional concentrado,
completamente fuera de control. Aunque los modos de operación de esta «gobernanza
corporativa» mundial son múltiples, en cualquier caso están ligados entre sí
por la disposición ilimitada a sacrificar crecientes masas marginales, en
simultáneo a la consolidación de un proceso extraordinario de acumulación
económica y de un férreo régimen de control ideológico que adquiere de forma paulatina
un cariz totalitario.
Si el sacrificio en el mundo
trágico suponía aún una ética heroica (en la que el protagonista estaba
dispuesto al autosacrificio en nombre de un bien mayor), en este caso se trata
de una ética cínica, en la que el sujeto sacrificial sabe de sobra el mal que
produce y, sin embargo, no desiste de provocarlo en nombre de un bien
privatizado. El carácter sagrado del sacrificio, ligado a un sentido religioso,
queda reconfigurado de forma radical: la sacralización de una metafísica (o un
evangelio) mercantilista. El sometimiento a un gran Otro ya no se hace en
nombre de una donación incondicional sino del cálculo de un rédito. La
rendición a los mercados convertidos en “autoridad” que sanciona la legitimidad
de los sacrificios (recortes, privatizaciones, reforma laboral, reforma de
pensiones, salvatajes financieros, amnistía fiscal, desahucios, restricción en
el acceso a prestaciones sociales y al sistema sanitario, etc.) no se hace en
función de una convicción profunda en el bienestar general sino en la
conveniencia particular de sus mandatarios. El devenir-dios del mercado
instala una dogmática en la que la ofrenda nunca será suficiente.
En un doble movimiento, el
discurso neoconservador por una parte resemantiza el «sacrificio» como fórmula
para reequilibrar un sistema económico supuestamente marcado por el “derroche”
y por otra parte no hace otra cosa que desequilibrar más todavía una
formación social sobre-endeudada, multiplicando tanto las desigualdades
socioeconómicas como las asimetrías culturales. La falsa fatalidad de estas
decisiones, invocada como remedio ante un mal infinitamente mayor, produce una
sociedad polarizada. En nombre de la libertad de mercado se reproduce una
auténtica servidumbre política: la lógica de lo ineludible reduce de forma
brutal otras alternativas políticas a la nada.
En estas condiciones, la
consolidación de un «estado de excepción» tiene un sentido preciso: ser garante
de unas políticas que habitualmente encontrarán resistencias populares más o
menos organizadas. La liquidación ideológica de lo político, manifiesto como
tecnocracia, se transforma en una “gestión de la crisis” orientada a
restablecer la rentabilidad privada de los grandes grupos económicos,
incluyendo los sectores de la banca, la industria bélica o las empresas de
seguridad.
En síntesis, el actual bloque hegemónico
hace un uso cínico del «sacrificio» para legitimar una de las mayores
transferencias de recursos públicos a manos privadas: en tanto «ideologema»
instala como inexorable la apropiación indebida de la riqueza social por parte
del sistema financiero y las grandes corporaciones trasnacionales. Apenas hace
falta insistir en que no hay ningún límite interno al capital que pueda detener
esta conversión espectral del mundo en una mercancía de gran magnitud. Forma
parte de la estructura del capitalismo globalizado reclamar nuevos sacrificios
para los otros mientras custodia sus ingentes beneficios privados.
Un «sacrificio» así
institucionalizado, por más que se empecine en mistificar el crimen como cosa
inexorable, apenas puede ocultar su carácter apócrifo. Se trata, ante todo, de
un juego de máscaras, producto de un supuesto «pecado original» o un exceso
precedente: la indisciplina, el derroche improductivo, el consumo excesivo de
las clases populares, la falta de hábitos de ahorro, etc. El peso muerto de la
historia termina aplastando millones de vidas, mientras los presuntos
redentores de la humanidad están convirtiendo el mundo en un desierto. Lo que
anacrónicamente es llamado “primer mundo” está asediado por todas partes.
Exceptuando las elites mundiales -y sólo hasta cierto punto, en la medida en que
logran encapsular el riesgo- nadie está a salvo. El mundo como escombrera se
desborda cada día: el dique de los estados-nación hace tiempo ha reventado y ha
dado lugar a un juego sin más ley que la que establecen nuestros amos sin
rostro.
Las diez “plagas” que menciona
Derrida (2) no cesan de multiplicarse: i) el “paro” en mercados desregulados, ii)
la “exclusión masiva de ciudadanos sin techo”, iii) la “guerra económica” sin
cuartel intracomunitaria e intercontinental, iv) las contradicciones entre
“mercado liberal” y “proteccionismo” de los estados capitalistas, v) la
“agravación de la deuda externa” y sus efectos en la propagación del hambre, vi)
la “industria y comercio de armamentos”, vii) la extensión incontrolable de
“armamento atómico”, viii) las “guerras interétnicas” en sentido amplio, ix) el
poder creciente de las mafias y el narcotráfico y x) el estado del “derecho
internacional” dominado por estados-nación particulares. A esas plagas habría
que agregar al menos otras tantas: xi) la expansión de la corrupción
estructural extendida en instituciones económicas y políticas fundamentales, xii)
la peligrosa primacía de la economía financiera por sobre la economía
productiva, xiii) el relanzamiento del neocolonialismo (nuevas guerras, asesinatos
selectivos, detenciones ilegales, torturas, intervenciones “humanitarias”, etc.),
xiv) la institucionalización del estado policial (y la correlativa suspensión
selectiva de los derechos humanos), xv) la propagación de proyectos tecno-militares
no convencionales a escala mundial de alcance impredecible (drones,
geoingeniería y nanotecnología militar, ciberterrorismo, etc.), xvi) el
fortalecimiento de los oligopolios mediáticos, el creciente control informativo
y la falta de diversificación de las industrias culturales masivas, xvii) la
destrucción irreversible del medioambiente, xviii) los déficits estructurales
de una democracia parlamentaria dominada por el bipartidismo, xix) la
consolidación de las alianzas entre estados y corporaciones trasnacionales y xx)
la escalada del racismo y la xenofobia, especialmente en Europa y EEUU.
El inventario necesariamente es
incompleto. Lo decisivo es el efecto global que producen en nuestro mundo
social actual, intensificando la represión de lo político como instancia
democrática en la que lo social dirime sus conflictos. Al respecto, es
pertinente preguntar si este proceso no está conduciendo a la mundialización de
un régimen de control que difumina (sin disolver de forma completa) la
distinción entre «democracia» y «totalitarismo». Tanto la fabricación en serie de
sujetos confinados a la categoría de «sobrante estructural» como la persecución
jurídico-policial de la alteridad señalan en esa dirección.
Ante los escombros del
capitalismo, sus responsables centrales responsabilizan a quienes son
aplastados o sobreviven bajo ellos. La argamasa ideológica del sistema,
elaborada en una multiplicidad de instancias institucionales, empezando por los
massmedia, se monta sobre una coartada: los damnificados no existen.
Sólo es una cuestión de competencias (en su doble acepción de
«capacidad» individual y «lucha» interindividual sujeta a las “reglas de
mercado”) [3].
Ahora bien, ¿qué clase de
sacrificio es éste que sustrae lo “propio” de la condición de sacrificabilidad,
incluso si para ello debe construir un blindaje de impunidad? ¿No es
precisamente esa sustracción la que revela la estructura apócrifa de este
“sacrificio”? La respuesta es positiva: se trata de un pseudo-sacrificio.
No está a la altura de la exigencia infinita de darlo todo, incondicionalmente.
En suma: la retórica sacrificial no
sólo es éticamente inconsecuente, sino políticamente devastadora (4). Esta
inconsecuencia devastadora hace manifiesta su estructura cínica. Dicho de otra
manera: sé de sobra que aquello que elevo a universalidad es la máscara
de un interés particular y, aún así, lo hago. Es exactamente la
fórmula del cinismo que Sloterdijk plantea: lo saben y aun así lo hacen (5). El presupuesto de esta práctica
reflexiva es que el Otro no importa o, peor aun, que es despreciable.
Tanto los ideólogos
neoconservadores como los defensores de la socialdemocracia constituyen
ejemplos de este cinismo ilimitado en el que vivimos y tanto más lo son cuanto más
llaman a una confianza en el futuro, al consuelo venidero, al abanderamiento en
una esperanza metafísica resguardada (o separada) de la historia del presente.
La sociedad del sacrificio es una sociedad de la catástrofe: hasta el arrase se
plantea como una oportunidad de negocios.
Así pues, en el actual umbral
histórico, la crítica al neoconservadurismo ha de articularse a una “crítica de
la economía política” más general. El devenir catastrófico en nombre de un presunto
sacrificio necesario forma parte del cinismo extendido a nivel mundial. Sabemos
de sobra que la posibilidad de una inclusión social satisfactoria es nula en las
condiciones del presente. Eso no impedirá que los planes sigan su curso
indiferente. La «periferia interior» del capitalismo cubre zonas cada vez más
extensas del planeta e instituye la realidad de «ciudadanías periféricas». No
hay posibilidad alguna de transformar esa realidad si no subvertimos tanto la
economía política que la sostiene como la cultura cínica que la hace concebible
a nivel ético-político. Investigar de forma crítica ese cinismo hegemónico es parte
de la tarea interminable de imaginar una sociedad en la que el goce no asiente
en el crimen.
(1)
«Falta» y «exceso» no son simples términos de una contradicción lógica; están
coimplicados de forma indisoluble como consecuencia de un antagonismo de clase
que, en las condiciones del presente, no hace sino agravarse.
(2)
Derrida, Jacques (2012): Los espectros de Marx, Trotta, Madrid, pp.
95-98.
(3)
Lo social queda reducido a un escenario de competición y las desigualdades a
meros efectos de esfuerzos diferenciales, esto es, a “consecuencias naturales”
de la división entre “ganadores” y “perdedores”. La interpretación
meritocrática, desde luego, tiene que ocultar de forma sistemática las
condiciones materiales de actuación, marcadas por asimetrías radicales de
poder. En esta lectura, los jugadores que conocen las cartas marcadas (los que
hacen trampa) son aceptados como legítimos ganadores.
(4)
El proceso de pauperización social que afecta a una parte creciente de la
población mundial es una consecuencia necesaria de una economía política
semejante. Jóvenes y personas mayores, discapacitados y dependientes,
desahuciados y desempleados, inmigrantes y refugiados, víctimas de la violencia
de género o de la homofobia: todos forman parte del ejército subalterno
potencialmente sacrificable.
(5) Para un abordaje
histórico-filosófico del cinismo, puede consultarse Sloterdijk, Peter (2003): Crítica
de la razón cínica, Siruela, España.
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