sábado, 24 de noviembre de 2012

La economía política del sacrificio (V): el signo de la catástrofe



 
-I-

Constatar la existencia de una sociedad escombrada, la perpetuación de una realidad histórica marcada por el signo de la catástrofe social y ecológica, no implica entregarse al desaliento. Puede ser punto de inicio de una lucha entusiasta por transformar lo que es producto de específicas intervenciones humanas, sin que eso se convierta en un facilista “llamado a la acción”, como si ésta fuera intrínsecamente superadora de lo que cuestiona. La elaboración de nuestras herramientas teóricas, en este sentido, tiene relevancia en la práctica política: constituye una dimensión central en la producción de nuestras luchas colectivas. Aunque grosso modo la crítica al capitalismo suscite adhesiones rápidas en el seno de la izquierda, las argumentaciones y categorías que sostienen esa crítica divergen en puntos significativos y no podría ser de otro modo cuando se trata de dar cuenta de las complejidades del presente. De ahí que una política de izquierdas que se sustraiga del debate teórico esté condenada a la ceguera, a no ver las líneas de fuerza de un desastre global inédito que las políticas neoconservadoras hegemónicas no hacen sino agravar.
 

Formulemos, en este debate abierto, una primera tesis de partida: la extraordinaria concentración de poder económico, político y cultural por parte de determinadas élites mundiales nos arroja a una situación drástica sin precedentes, en la que las coordenadas materiales más primarias de la existencia social están en riesgo. La destrucción irreversible del medio ambiente y la proliferación de desequilibrios ecológicos (contaminación, radioactividad, sustancias tóxicas, derrames de petróleo, accidentes nucleares, cambio climático, etc.), el creciente control privado de los alimentos básicos, la especulación sobre las materias primas, el riesgo sostenido de pandemias y hambrunas de largo alcance, el aumento de las desigualdades económicas y de la miseria, la proliferación de guerras “humanitarias” que implantan pseudo-democracias tuteladas con cientos de miles de desplazados y decenas de nuevos propietarios, por mencionar sólo algunos fenómenos actuales, ilustran ese estado de emergencia generalizado y permanente. No se trata de fatalidades ante las que sólo cabría la resignación o, a lo sumo, la buena disposición para la “ayuda humanitaria”. Las catástrofes –con efectos imprevisibles a largo plazo- son la contracara necesaria del  proceso de modernización tecno-económica y político-militar en el marco de la globalización capitalista. La catástrofe cuenta cada vez más como escenario ideal propicio para intervenciones neocolonizadoras, producto de una planificación estratégica en la que participan, en una alianza inconfesable pero evidente, tanto diferentes cúpulas del poder económico-financiero trasnacional como distintas autoridades gubernamentales a nivel mundial, convertidas en gerencias de la política como negociado.


La sociedad del sacrificio es una sociedad catastrófica. No es nada a futuro: ironizando sobre las “profecías apocalípticas” que atribuyen al pesimismo ecologista e izquierdista, el discurso hegemónico evita tener que dar cuenta de los cataclismos locales con efectos globales de largo alcance. El optimismo ilimitado de sus portavoces no sólo minimiza el desastre que están provocando de forma sistemática: tampoco dudan en sacrificar a los otros en nombre del “progreso”. En un ejercicio cínico, insistirán con su retórica edificante de “sano sentido común”: negar que también lo que nos vemos nos afecta de forma dramática. No importa que las huellas de este crimen que se perpetra cada día proliferen: insistirán en que es parte de nuestro delirio. A esta acusación no tenemos más remedio que hacerla nuestra. Tras este “camino delirante”, sin embargo, lo que encontramos es la verdad de lo increíble: un sistema que tiene como condición de reproducción la creación de catástrofes.
 

No es preciso llegar a la hipótesis maximalista de un “mega-proyecto de control” centralizado, dirigido por un Amo siniestro, para sostener que la catástrofe, demasiado a menudo, no constituye una consecuencia de fenómenos naturales independientes a nuestro control (un mero accidente que escapa al dominio humano) sino que está ligado, de forma compleja, a unas decisiones planificadas en función de diversos réditos políticos, económicos y culturales. Ello tiene al menos dos implicaciones teóricas diferentes y complementarias: en primer lugar, no hay ningún gran Otro que otorgue inteligibilidad última a una multiplicidad de intervenciones de alcance impredecible y, en segundo lugar, en tanto multiplicidad, nos permite concebir la posibilidad de incompatibilidades y conflictos entre estas intervenciones (lo que, de algún modo, abre determinadas grietas históricas sobre las que debería incidir una política de izquierdas). Este modo de operación descentrado crea mayor impredictibilidad: la incertidumbre objetiva que produce no puede ser resuelta apelando a un sujeto soberano –más o menos perverso- que conocería los planes desde el principio. “En la sociedad del riesgo «postmoderna» ya no hay «mano invisible» (…). No sólo desconocemos el sentido final de nuestros actos, sino que no existe ningún mecanismo global que regule nuestras interacciones (…)” (1).
 

¿Se agota ahí lo central de nuestro presente? Negada la Gran Conspiración, ¿deberíamos por ello privarnos de extraer las conclusiones radicales que conlleva la tendencia de las élites mundiales a construir centros integrados de poder, de manera de afrontar con mayor eficacia sus proyectos a escala global? Es claro que no. La tesis formulada por Marx referente a la tendencia monopólica del capital sugiere que es en esa dirección por donde tenemos que avanzar. Para formularlo en términos contemporáneos: ¿qué implicaciones teóricas y prácticas tiene la fagocitación de industrias locales por parte de grandes corporaciones trasnacionales, esto es, la llamada “integración de negocios” para aumentar el “valor agregado”, la “sinergia” de capitales que participan en diversos sectores económicos con el objetivo de controlar la mayor parte de la “cadena de valor”? Como proceso que de facto se está produciendo a nivel mundial, ligado a la concentración de capitales y a la diversificación de sus inversiones, ¿no debería advertirnos sobre una creciente centralización de las decisiones en un número relativamente reducido de corporaciones? ¿Qué vínculo se plantea entre estos procesos y la producción científico-tecnológica patrocinada fundamentalmente por sectores privados? Y finalmente, ¿qué consecuencias políticas produce el hecho de que esas mismas corporaciones ejerzan presiones concretas sobre los grupos gobernantes para promover decisiones afines -en materia de leyes, inversiones de base, subvenciones, alianzas estratégicas, etc.- tanto a nivel nacional como internacional?


Dar una respuesta exhaustiva a tales preguntas excede estas reflexiones preliminares. Hay suficientes trabajos de investigación, incluyendo excelente material audiovisual (2), que permite responder de forma tentativa. Por mi parte, me limitaré a señalar que negar la capacidad de operación de esas élites económico-financieras es, sencillamente, desconocer la pronunciada acumulación de poder que a escala planetaria se ha producido en las últimas décadas. No por moverse en una zona de opacidad tales agentes económicos dejan de ser decisivos en la construcción del presente. Lo sabemos por los estragos materiales que las decisiones de estos grupos generan a nivel global: especulación financiera y evasión a gran escala, guerras a medida, engaños sistemáticos a la llamada “opinión pública”, terrorismo estatal y paraestatal (incluyendo asesinatos selectivos y atentados de falsa bandera), tráfico de armamento y estupefacientes, redes de tráfico y trata de personas, monopolios en los mercados de materias primas, financiación legal e ilegal a los principales partidos políticos, escalada de proyectos militares no convencionales, restricción de principios constitucionales fundamentales, entre otros. Es claro que estos ejemplos no son exhaustivos, pero permiten dimensionar el alcance del (des)control al que estamos expuestos.

 
Para leer el ensayo completo, pulsar aquí.

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