-I-
Constatar la existencia de una sociedad escombrada, la
perpetuación de una realidad histórica marcada por el signo de la catástrofe
social y ecológica, no implica entregarse al desaliento. Puede ser punto de
inicio de una lucha entusiasta por transformar lo que es producto de
específicas intervenciones humanas, sin que eso se convierta en un facilista
“llamado a la acción”, como si ésta fuera intrínsecamente superadora de lo que
cuestiona. La elaboración de nuestras herramientas teóricas, en este sentido,
tiene relevancia en la práctica política: constituye una dimensión central en
la producción de nuestras luchas colectivas. Aunque grosso modo la
crítica al capitalismo suscite adhesiones rápidas en el seno de la izquierda,
las argumentaciones y categorías que sostienen esa crítica divergen en puntos
significativos y no podría ser de otro modo cuando se trata de dar cuenta de
las complejidades del presente. De ahí que una política de izquierdas que se
sustraiga del debate teórico esté condenada a la ceguera, a no ver las líneas
de fuerza de un desastre global inédito que las políticas
neoconservadoras hegemónicas no hacen sino agravar.
Formulemos, en este debate abierto, una primera tesis
de partida: la extraordinaria concentración de poder económico, político y
cultural por parte de determinadas élites mundiales nos arroja a una situación
drástica sin precedentes, en la que las coordenadas materiales más primarias de
la existencia social están en riesgo. La destrucción irreversible del medio
ambiente y la proliferación de desequilibrios ecológicos (contaminación,
radioactividad, sustancias tóxicas, derrames de petróleo, accidentes nucleares,
cambio climático, etc.), el creciente control privado de los alimentos básicos,
la especulación sobre las materias primas, el riesgo sostenido de pandemias y
hambrunas de largo alcance, el aumento de las desigualdades económicas y de la
miseria, la proliferación de guerras “humanitarias” que implantan
pseudo-democracias tuteladas con cientos de miles de desplazados y decenas de
nuevos propietarios, por mencionar sólo algunos fenómenos actuales, ilustran
ese estado de emergencia generalizado y permanente. No se trata de fatalidades
ante las que sólo cabría la resignación o, a lo sumo, la buena disposición para
la “ayuda humanitaria”. Las catástrofes –con efectos imprevisibles a largo
plazo- son la contracara necesaria del
proceso de modernización tecno-económica y político-militar en el marco
de la globalización capitalista. La catástrofe cuenta cada vez más como escenario
ideal propicio para intervenciones neocolonizadoras, producto de una planificación
estratégica en la que participan, en una alianza inconfesable pero
evidente, tanto diferentes cúpulas del poder económico-financiero trasnacional
como distintas autoridades gubernamentales a nivel mundial, convertidas en
gerencias de la política como negociado.
La sociedad del sacrificio es una sociedad
catastrófica. No es nada a futuro:
ironizando sobre las “profecías apocalípticas” que atribuyen al pesimismo
ecologista e izquierdista, el discurso hegemónico evita tener que
dar cuenta de los cataclismos locales con efectos globales de largo alcance. El
optimismo ilimitado de sus portavoces no sólo minimiza el desastre que están
provocando de forma sistemática: tampoco dudan en sacrificar a los otros en
nombre del “progreso”. En un ejercicio cínico, insistirán con su retórica
edificante de “sano sentido común”: negar que también lo que nos vemos nos afecta de forma dramática. No importa que las
huellas de este crimen que se perpetra cada día proliferen: insistirán en que
es parte de nuestro delirio. A esta acusación no tenemos más remedio que
hacerla nuestra. Tras este “camino delirante”, sin embargo, lo que encontramos
es la verdad de lo increíble: un sistema que tiene como condición de
reproducción la creación de catástrofes.
No es preciso llegar a la hipótesis maximalista de un
“mega-proyecto de control” centralizado, dirigido por un Amo siniestro, para
sostener que la catástrofe, demasiado a menudo, no constituye una consecuencia
de fenómenos naturales independientes a nuestro control (un mero accidente que
escapa al dominio humano) sino que está ligado, de forma compleja, a unas
decisiones planificadas en función de diversos réditos políticos, económicos y
culturales. Ello tiene al menos dos implicaciones teóricas diferentes y
complementarias: en primer lugar, no hay ningún gran Otro que otorgue
inteligibilidad última a una multiplicidad de intervenciones de alcance
impredecible y, en segundo lugar, en tanto multiplicidad, nos permite concebir
la posibilidad de incompatibilidades y conflictos entre estas intervenciones
(lo que, de algún modo, abre determinadas grietas históricas sobre las que
debería incidir una política de izquierdas). Este modo de operación descentrado
crea mayor impredictibilidad: la incertidumbre objetiva que produce no
puede ser resuelta apelando a un sujeto soberano –más o menos perverso- que
conocería los planes desde el principio. “En la sociedad del riesgo
«postmoderna» ya no hay «mano invisible» (…). No sólo desconocemos el sentido
final de nuestros actos, sino que no existe ningún mecanismo global que regule
nuestras interacciones (…)” (1).
¿Se agota ahí lo central de nuestro presente? Negada
la Gran Conspiración, ¿deberíamos por ello privarnos de extraer las
conclusiones radicales que conlleva la tendencia de las élites mundiales a
construir centros integrados de poder, de manera de afrontar con mayor eficacia
sus proyectos a escala global? Es claro que no. La tesis formulada por Marx
referente a la tendencia monopólica del
capital sugiere que es en esa dirección por donde tenemos que avanzar. Para
formularlo en términos contemporáneos: ¿qué implicaciones teóricas y prácticas
tiene la fagocitación de industrias locales por parte de grandes corporaciones
trasnacionales, esto es, la llamada “integración de negocios” para aumentar el
“valor agregado”, la “sinergia” de capitales que participan en diversos
sectores económicos con el objetivo de controlar la mayor parte de la “cadena
de valor”? Como proceso que de facto se
está produciendo a nivel mundial, ligado a la concentración de capitales y a la
diversificación de sus inversiones, ¿no debería advertirnos sobre una creciente
centralización de las decisiones en un número relativamente reducido de
corporaciones? ¿Qué vínculo se plantea entre estos procesos y la producción
científico-tecnológica patrocinada fundamentalmente por sectores privados? Y
finalmente, ¿qué consecuencias políticas produce el hecho de que esas mismas
corporaciones ejerzan presiones concretas sobre los grupos gobernantes para
promover decisiones afines -en materia de leyes, inversiones de base,
subvenciones, alianzas estratégicas, etc.- tanto a nivel nacional como
internacional?
Dar una respuesta exhaustiva a tales preguntas excede
estas reflexiones preliminares. Hay suficientes trabajos de investigación,
incluyendo excelente material audiovisual (2), que permite responder de forma
tentativa. Por mi parte, me limitaré a señalar que negar la capacidad de
operación de esas élites económico-financieras es, sencillamente,
desconocer la pronunciada acumulación de poder que a escala planetaria se ha
producido en las últimas décadas. No por moverse en una zona de opacidad tales
agentes económicos dejan de ser decisivos en la construcción del presente. Lo
sabemos por los estragos materiales que las decisiones de estos grupos generan
a nivel global: especulación financiera y evasión a gran escala, guerras a
medida, engaños sistemáticos a la llamada “opinión pública”, terrorismo estatal
y paraestatal (incluyendo asesinatos selectivos y atentados de falsa bandera),
tráfico de armamento y estupefacientes, redes de tráfico y trata de personas,
monopolios en los mercados de materias primas, financiación legal e ilegal a
los principales partidos políticos, escalada de proyectos militares no
convencionales, restricción de principios constitucionales fundamentales, entre
otros. Es claro que estos ejemplos no son exhaustivos, pero permiten
dimensionar el alcance del (des)control al que estamos expuestos.
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