viernes, 24 de enero de 2025

Políticas de la muerte: la herida abierta en el Mediterráneo - Arturo Borra

 



 I. Necropolítica

El curso de las políticas de muerte de la Unión Europea es cada vez más cristalino. Las noticias sobre inmigración se han convertido en una continua nota necrológica. El drama recurrente de las muertes en el Mediterráneo arroja un nuevo balance siniestro: 10.457 personas han muerto en su intento de migrar a España en 2024, el año más mortífero desde que se tienen estadísticas al respecto (1). Señalar esta situación recurrente como un “fracaso” es parte de la trampa, como si los gobiernos implicados se hubieran propuesto evitar alguna vez esas muertes, desplegando los medios necesarios para tal fin. Por el contrario, atendiendo a los objetivos de esta necropolítica en acción, los resultados constituyen un éxito rotundo de las políticas colonialistas del estado español en las últimas décadas (2).

De hecho, referirse a un fracaso que se viene repitiendo desde hace años como mínimo forzaría al estado a tomar nuevas decisiones, comenzando por la remoción fulminante de los actuales responsables de la gestión de las migraciones (ante una sangría humana que nadie en su sano juicio podría señalar como “imprevisible”) y por un giro político radical en materia de salvataje y protección de personas en riesgo grave de muerte. Apenas hace falta señalar que ninguna de estas medidas se ha producido, ante todo, porque el objetivo prioritario de esas gestiones no es (ni ha sido) evitar la muerte de miles de seres humanos cada año sino reducir al máximo el ingreso de ciertos flujos migratorios considerados “indeseables” (en términos generales, personas procedentes de Medio Oriente y África), tratados como un «sobrante estructural» por parte de los estados europeos.

En síntesis, las muertes en el Mediterráneo no son producto de una imposibilidad real de salvataje o de protección civil sino de una voluntad política abiertamente represiva. Prueba suficiente de que podría actuarse de otro modo es que, de hecho, la Unión Europea ya ha actuado así cuando lo ha valorado conveniente, tal como ha ocurrido con el tratamiento preferencial que ha hecho con las personas desplazadas de Ucrania, concediéndoles protección temporal de forma inmediata. Dichas muertes, pues, no son «tragedias» -inevitables por definición- sino una de las consecuencias más funestas de las políticas migratorias en curso, que incluyen la externalización y militarización de las fronteras europeas. La repetición del abandono, la muerte por goteo que se repite año tras año, es producto de una sumatoria de decisiones gubernamentales que de forma más o menos explícita se plantean con respecto a los flujos migratorios procedentes del Sur global, significados como una amenaza de rostros diversos: en materia laboral, securitaria, identitaria, cultural e incluso sanitaria.

El deseo de ponerse a salvo de miles de seres humanos huyendo de las guerras, la sequía, la hambruna o la persecución ideológica no parecen constituir razones legítimas para la razón de estado. La contribución decisiva de Europa en la producción de esas situaciones, como parte de su política colonial, es ignorada sin más. La historia contemporánea de las migraciones y los desplazamientos forzados es omitida de raíz, como si no hubiera condiciones de producción de las diásporas en masa, producto de los grandes desequilibrios y desigualdades sociales a nivel mundial.

Lo que podría evitarse o mitigarse de forma inequívoca con otras políticas al respecto, no cesa de agravarse en el actual contexto europeo, asediado por el fantasma del racismo y la xenofobia, tanto a nivel social como institucional. La propia Comisión Europea no ha cesado en su empeño de restringir más sus (mal llamadas) “políticas de acogida”, ya de por sí maltrechas. La misma agencia europea FRONTEX ha sido denunciada desde hace años por escándalos vinculados a numerosas “devoluciones en caliente” de personas migrantes y desplazadas y a la opacidad que ha caracterizado históricamente su mandato (3). No es sólo que ninguno de los objetivos declarados de Frontex está centrado en el deber de salvataje sino que desde esa agencia se han dado pasos activos en la vulneración de derechos humanos fundamentales (4). De hecho, a lo largo de su mandato no han cesado de proliferar estas muertes silenciadas de personas huyendo de la desesperación, al punto de haberse normalizado hasta la indiferencia, sin suscitar protestas significativas por parte de la ciudadanía, a excepción de algunos movimientos antirracistas que siguen sosteniendo, en una relación de fuerzas desigual, la exigencia de vías legales y seguras para migrar.

La falta de respuesta social mayoritaria, sin embargo, sigue siendo una respuesta. Que desde hace al menos dos décadas las muertes en el Mediterráneo se cuenten ininterrumpidamente por miles, sin presiones sociales suficientes para modificar en lo más mínimo esta realidad drástica, es síntoma del carácter hegemónico del racismo y la xenofobia, defendidos ya no sólo por grupos neonazis o la extrema derecha sino por la mayoría del arco político, con una base social amplia. El consenso es notable, al punto de conducir al actual gobierno español a referirse a la inmigración, de forma explícita, como un problema de seguridad, capaz de poner en riesgo la “integridad territorial” del estado español. ¿Cómo interpretar la masacre de Melilla de 2022 sino como la escenificación de ese postulado securitario ante la Unión Europea (5)? El tratamiento del Otro desde un discurso de excepcionalidad siempre ha sido la antesala para su eliminación. La razón homicida del estado, por más discontinua que sea en sus apariciones, no deja de ser continua en sus acciones: mientras presenta su rostro benevolente como “estado de derecho” para una ciudadanía restringida, se comporta como “estado de excepción” para los excluidos de esa ciudadanía.

Un análisis crítico riguroso, pues, exige reformular nuestras conclusiones habituales. La pérdida reiterada de seres humanos que se producen cada año intentando arribar a costas europeas (particularmente a España, Italia y Grecia) no es un fracaso o una negligencia sino el resultado previsible de una necro-política que plantea sin más que esas vidas no importan en absoluto. Incluso si evitamos homogeneizar lo social, tampoco las sociedades europeas se han movilizado de forma masiva para exigir el cambio de esas políticas. Lo que es peor: dichas sociedades están legitimando mayoritariamente esas políticas, lo que permite presagiar un drama colectivo que seguirá agravándose en un futuro inmediato.

  

II. Sobre el sufrimiento inmensurable

El tratamiento mediático marginal de estas muertes, puestas a distancia, sin imágenes concretas que encarnen el drama del naufragio o la desaparición, contribuye a su normalización. Detrás de las cifras vaciadas de sentido, despojadas de su significación en términos de sufrimiento inmensurable, lo que se esconde es la indiferencia circundante con respecto a la muerte real de una cantidad ingente de personas sometidas a la vulneración sistemática de sus derechos.

En efecto, no toda muerte vale lo mismo. La desigualdad de los vivos se convierte en una jerarquía de los muertos, al punto que algunos ni siquiera cuentan. La contabilidad de lo desaparecido es, a todos los efectos, imprecisa (6). La magnitud del desastre es, con toda seguridad, mayor de la imaginada. De hecho, la información disponible señala que en los últimos diez años sólo en el Mediterráneo han muerto más de 31178 personas en tránsito (7). Se trata de “estimaciones mínimas” tal como se señala de forma explícita en el «Proyecto de Migrantes Desaparecidos» («Missing Migrants Project») de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Aunque esas estimaciones mínimas sean necesarias, no deja de ser indicativo que hasta la propia contabilidad del desastre tenga baja prioridad para los gobiernos europeos y, particularmente, para las políticas de conocimiento especializadas. De hecho, entre el cálculo estimativo de la organización Caminando Fronteras (que eleva a más de 10.000 los fallecidos en el Mediterráneo) y el recuento de Unicef (que reduce esa cifra a 2200 [8]), hay una diferencia ostensible relevante, ya indicativa del carácter fragmentario e impreciso de los datos de los que se dispone. 

Semejante insuficiencia informativa tampoco resulta sorprendente. Puesto que desde la perspectiva oficial esas muertes no importan, los instrumentos de medición de esas muertes importan menos aún. La propia cobertura de este desastre repetido es mínima, en consonancia con una cultura política que ha legitimado la desaparición constante de miles de seres humanos en las puertas de un continente que, a la vez que se representa como defensor inquebrantable de los derechos humanos, no cesa de pisotearlos cuando se trata de los otros (9). 

Las preguntas insisten: ¿qué impide cambiar una política que sigue permitiendo estas muertes evitables? ¿En qué sentido podemos imaginar una Unión Europea libre de colonialismo cuando la voluntad política dominante no es otra que continuar construyendo categorías de seres humanos excluidos del derecho? ¿Cómo no denunciar su cinismo cuando sus presuntos “compromisos” con una humanidad desaparecida se convierten en la práctica en compromiso real con la barbarie? En un plano más particularizado, ¿qué responsabilidad cabe reclamar para las ciencias sociales -y las instituciones académicas nacionales y comunitarias implicadas- ante esta catástrofe? ¿Cómo no exigir a nivel público una política crítica de investigación, capaz de documentar, interpretar y cuestionar la repetición de una catástrofe social evitable?

 

 III- Una política de estado

Puesto que el desastre repetido es efecto de una política de estado, los llamados a la solidaridad ciudadana son a todas luces insuficientes. El desentendimiento de los «estados de bienestar» de este sufrimiento inmensurable (no sólo de las personas damnificadas de forma directa sino de sus entornos sociales y familiares) muestra a las claras que hasta el propio bienestar está cercado, confinado en una comunidad nacional territorialmente restringida.

Las conclusiones que cabe extraer de este señalamiento son al menos cuádruples:

1) tal como han funcionado históricamente los estados benefactores europeos a partir de la postguerra no sólo no han operado en un sentido universalista sino, por el contrario, se han movido hacia una creciente restricción de los derechos de ciudadanía de las personas migrantes y refugiadas, a pesar de todas sus declaraciones “liberales” de defensa de los derechos humanos;

2) esta condición inherentemente dual del estado ha permitido que éste opere de forma simultánea como «estado de derecho» y como «estado de excepción», según la masa poblacional con la que trate, especialmente a partir del reconocimiento o negación jurídica de la ciudadanía;

3) esta doble cara del estado explica el hecho contradictorio de que el mismo estado que promulga leyes que penalizan el racismo y la xenofobia sea al mismo tiempo un agente institucional que se exime de cumplir esas leyes, como ocurre con las prácticas policiales basadas en identificaciones raciales o étnicas, el mantenimiento de los Centros de Internamiento de Extranjeros o la Ley de extranjería vigente, por no hacer referencia a la discriminación de las personas migrantes y refugiadas en el sector público basada en la actual ley del funcionariado o a las políticas públicas de empleo que potencian el confinamiento y sectorización laboral de las personas migrantes (con independencia a su cualificación profesional), tolerando simultáneamente la pervivencia de una economía sumergida productora de mano de obra barata y servicial; y

4) semejante política de estado no está centrada en el cierre total de fronteras -a todas luces inviable- sino en regular los ingresos en función de las necesidades flotantes de mano de obra del mercado de trabajo y, en general, de la economía capitalista de los países metropolitanos, sin que ello implique reconocimiento de derechos colectivos o mejoras en materia laboral.

Incluso si se escenifica una diferencia ideológica en el arco parlamentario, los gestos políticos más o menos oportunistas no constituyen una política de estado diferente (10). La catástrofe repetida en las últimas décadas desmiente la idea de variaciones cualitativas significativas al respecto. La muerte sistemática de quienes intentan arribar al continente europeo por costa es una consecuencia previsible de una política de estado centrada en la represión de los flujos migratorios procedentes del Sur, aun si eso supone la muerte continua de miles de personas. Considerando el negocio billonario que se produce en torno a la vigilancia fronteriza y a las políticas de control migratorio, las vidas perdidas valen menos que los negocios a los que dan lugar (11).


IV. Es la ideología estúpido

La paradoja que enfrenta Europa ahora mismo no es otra que pretender blindarse de las migraciones cuando más las necesita para sostenerse tanto en una dimensión económica como a nivel demográfico. A pesar de la lógica instrumentalista con la que la Unión Europea históricamente ha gestionado las migraciones, desconociendo de forma regular al otro como sujeto de derecho, la primacía de lo ideológico en la coyuntura del presente es cuando menos llamativa: la cruzada xenófoba y racista que la Unión Europea ha potenciado resulta completamente contraria a sus intereses económicos más básicos, incluyendo la importancia de las migraciones en el sostenimiento de sus enflaquecidos estados de bienestar (sostenibilidad de las pensiones, diversificación del mercado laboral, rejuvenecimiento poblacional, ampliación de la población activa, aportación tributaria, etc.).

Solamente por limitarnos al caso español, la constatación de partida es sencilla: en determinados sectores económicos, no hay suficiente mano de obra local para satisfacer las demandas de personal. No es sólo que las personas migrantes y refugiadas realizan trabajos socialmente indeseados, en condiciones de precariedad, confinados en sectores económicos intensivos y con alta temporalidad. Es que sin esas personas el mercado de trabajo sería más deficiente aún, planteándose serios problemas de sustentabilidad económica a mediano y largo plazo.

Así, incluso desde la miopía de un prisma puramente económico, el carácter positivo de las migraciones es innegable, en tanto permite cubrir puestos de difícil cobertura y atender la escasez de trabajadore/as en determinados sectores. Las políticas xenófobas y racistas, aunque movilizan negocios millonarios, ponen en jaque la propia subsistencia y competitividad de las economías locales, no sólo por no tener trabajadores suficientes para atender sus demandas de bienes y servicios sino también para afrontar un futuro compartido en sociedades crecientemente diversas (12).

Por tanto, la exigencia de taponar las migraciones procedentes del Sur obedece a determinados prejuicios ideológicos que la derecha ha extendido de forma transversal, comenzando por su agresivo nacionalismo, su racismo abierto (en particular, su islamofobia declarada) y su clasismo implícito. En un plano de análisis más inmediato, antes que simple irracionalidad sistémica, lo que explica el rechazo creciente a dichas migraciones no puede ser nada diferente a un cierto cálculo partidista que dotaría dicho rechazo, en las coordenadas internas de esos discursos, de cierta “racionalidad política”: aquella que compite por un electorado cada vez más escorado a la derecha, demandante de políticas xenófobas y racistas como marco exigido de relación con los demás. En esta situación, es previsible que incluso partidos políticos tradicionalmente considerados “progresistas” compitan por capturar a la masa de votantes en la red retórica del discurso anti-migratorio, aun cuando esa competencia desdibuje sus identidades partidarias y las haga indiscernibles con respecto a sus supuestos antagonistas.

 

V. La muerte por abandono

La repetición de la muerte por abandono, sin la adopción de medidas urgentes y factibles para evitar este holocausto silencioso, pone en evidencia el vínculo colonial que mantienen los estados europeos con los países del Sur.  Si por una parte requieren de sus recursos estratégicos (que obtienen por medios diferentes, incluyendo guerras periódicas y expolio sistémico), por otra parte, no pueden más que recelar de la ciudadanía de dichos países: aunque las necesita de forma selectiva para su propio provecho, uno de sus legados coloniales más persistentes es el desprecio soberano por ese otro al que se sobreexplota sin miramientos.

La «tolerancia europea» significa sin más cierta porosidad de sus fronteras para cubrir sus necesidades internas de fuerza de trabajo sin que ello suponga atender una exigencia de igualdad o un reclamo de justicia. Los “tolerados” no pueden ser más que personas migrantes mermadas en derechos, sometidas a una política de amenaza en la que la muerte aparece como uno de los elementos regulares para su disciplinamiento. Si la migración legal para sujetos profesionales altamente “cualificados” es bienvenida, la migración irregular para sujetos laborales aparentemente “poco cualificados” o “no cualificados” es su contracara. Para el primer grupo, el “libre mercado” se manifiesta como una oportunidad de movilidad internacional; para el otro grupo, la “economía de mercado” se transforma en el espacio de numerosas dificultades para convertir la movilidad en una oportunidad real. Dentro de esas numerosas dificultades se sitúa la tentativa de acceder a suelo europeo, poniendo en juego la propia vida. Podría decirse, en este sentido, que la “tolerancia europea” no es sino la admisión tácita de contingentes de seres humanos perseguidos y empobrecidos que han superado la prueba del Mediterráneo, aunque se trate de una admisión subordinada a los imperativos de un mercado laboral fluctuante.

No cabe duda que cuanto más infle la burbuja del miedo al otro, la Unión Europea más adoptará un enfoque securitario con respecto a los desplazamientos procedentes del Sur. Ese miedo, en verdad, no es más que un pretexto para retacear los derechos de esos otros, sometiéndolos a una dinámica jerárquica y desigual en la que el riesgo de muerte es la encrucijada que se debe atravesar para intentar ponerse a salvo. La “causa” invocada, sin embargo, no es más que una falacia. Si hay que temer algo es, más bien, a esa Unión Europea que no sólo constituye una aliada fundamental del capitalismo globalizado sino un socio imprescindible para el fascismo que se cierne a escala planetaria. Precisamente porque otra Europa es posible, no podemos conformarnos con la actual gobernanza europea, encaminada a la criminalización de las migraciones del Sur y a ahondar en un blindaje colonial que, sin inmutarse, condena a muerte a miles de seres humanos cada año.

Aunque no hay ninguna razón para ser optimista al respecto, sin una articulación efectiva de las luchas antirracistas y de los movimientos sociales que las sostienen, la historia de las migraciones en las próximas décadas en Europa se escribirá sobre el trasfondo de este abandono institucional. La crisis de la modernidad es también declive de un ideal de humanidad compartido. Los parias del mundo seguirán deambulando en esa zona de indiferencia donde, literalmente, no cabe esperar ninguna salvación.

 

Arturo Borra. DIÁSPORAS. Centro de Investigación Migrante para la Interculturalidad

 

1) Cf. Gabriela Sánchez: “10.457 personas han muerto en su intento de migrar a España en 2024, el año más mortífero”, versión electrónica en https://www.eldiario.es/desalambre/10-457-personas-han-muerto-migrar-espana-2024-ano-mortifero_1_11925508.html

2) Remito a mi artículo “Frontex y la necropolítica en acción: la jerarquía de los muertos”, en Rebelión, 04/06/2022, versión electrónica en  https://rebelion.org/frontex-y-la-necropolitica-en-accion-la-jerarquia-de-los-muertos/

3) Cf. https://www.efe.com/efe/espana/sociedad/grecia-niega-que-la-renuncia-de-leggeri-este-ligada-a-las-devoluciones-en-caliente/10004-4799891

4) Los objetivos de Frontex pueden consultarse en su página web: https://frontex.europa.eu/es/

5) Cf. Arturo Borra: “Operación masacre: notas necrológicas sobre un crimen de estado”, en El Salto, 10/07/2022, versión electrónica en https://www.elsaltodiario.com/opinion/operacion-masacre-notas-necrologicas-crimen-de-estado?&amp

6) He procurado reflexionar al respecto en “Las muertes en el Mediterráneo: la contabilidad de lo desaparecido”, en Rebelión, 15/01/2028, versión electrónica en https://rebelion.org/las-muertes-en-el-mediterraneo-la-contabilidad-de-lo-desaparecido/

7) Cf. https://missingmigrants.iom.int/region/mediterranean

8) https://www.publico.es/sociedad/migracion/2-200-personas-murieron-intentando-cruzar-mediterraneo-2024-unicef.html

9) Tal como se señala en el proyecto «Missing Migrants Project»: “Los datos sobre las muertes de migrantes son difíciles de recopilar por varias razones. En primer lugar, como la mayoría de las muertes son de migrantes que viajan por medios irregulares, a menudo se producen en zonas remotas elegidas por falta de rutas legales. Como resultado, los cadáveres no siempre se encuentran rápidamente, si es que se encuentran, y las muertes pueden no ser informadas sistemáticamente a las autoridades. Además, cuando las muertes ocurren en el mar o en otras masas de agua, es posible que no se recupere a muchos de los fallecidos y, sin listas de pasajeros, se desconoce el número exacto de desaparecidos. Además, la participación de actores criminales, guardias fronterizos y otros en el proceso de migración irregular puede hacer que los sobrevivientes teman informar de las muertes, y algunas muertes pueden incluso ser encubiertas activamente. […] También es difícil recopilar datos sobre muertes y desapariciones de migrantes, ya que los informes de los Estados sobre las muertes de extranjeros en tránsito o de nacionales que han muerto durante el tránsito en el extranjero son muy escasos. Pocas fuentes oficiales recopilan y publican datos sobre las muertes de migrantes. A menudo, los incidentes salen a la luz a través de los medios de comunicación, que pueden tener una cobertura incompleta y poco frecuente” (https://missingmigrants.iom.int/methodology).

10) El reclamo no es en absoluto novedoso, cf. “Más allá de los gestos: por un cambio de las políticas migratorias y de asilo europeas”, en Rebelión, 04/08/2018, versión electrónica en https://rebelion.org/mas-alla-de-los-gestos-por-un-cambio-de-las-politicas-migratorias-y-de-asilo-europeas/.

101) Remito a la investigación periodística hecha por la Fundación Por Causa (2022): “Industria del Control Migratorio (ICM): Manual de instrucciones”, versión electrónica en https://porcausa.org/spectram/static/docs/icm2.pdf.

12) Por recurrir a una fuente estadística elaborada con fines claramente diferentes a nuestro objetivo de conocimiento: si tenemos en cuenta la encuesta EBAE del Tercer trimestre del año 2023 del Banco de España, queda manifiesto que de cada 10 empresas encuestadas, 4 reportaron dificultades para encontrar personas trabajadoras cualificadas: “la creciente incidencia de los problemas de disponibilidad de mano de obra” destaca como uno de los dos problemas fundamentales del empresariado, junto al repunte de los costes energéticos (disponible en versión electrónica en https://www.bde.es/wbe/es/publicaciones/analisis-economico-investigacion/boletin-economico/2023-t3-articulo-15--encuesta-a-las-empresas-espanolas-sobre-la-evolucion-de-su-actividad--tercer-trimestre-de-2023.html).


martes, 7 de enero de 2025

La (auto)censura como imagen de época - Arturo Borra

 



En esta sociedad que se presenta a sí misma como "libre" cada vez cuesta más localizar espacios donde los discursos se crucen de forma crítica, más allá del monólogo o la mera polémica (que no deja de ser otra forma de dogmatismo cruzado), quizás con la excepción de los “pequeños círculos”. Es cierto que la propia posibilidad de cuestionar la existencia de la libertad supone ya cierto espacio de libertad para hacerse ese cuestionamiento. Pero ejercer ese margen de libertad no niega la presencia de obstáculos extendidos para poder ejercerla, comenzando por la censura y la negativa a un intercambio abierto, basado en la mutua crítica y no en un criterio de autoridad que parte del supuesto de un sujeto (de conocimiento) privilegiado.

La imagen de nuestra época se aproxima más a esa (auto)censura relativamente invisible que al santuario ilusorio de la autodeterminación. La defensa abstracta de la libertad choca con la desigualdad para poder ejercerla. El pluralismo crítico se topa con la polarización creciente que llama a formar filas: se está a favor o en contra, sin argumentación que importe, en una división dicotómica del mundo social en la que no cabe ningún matiz, puesto bajo sospecha. No me refiero solamente a las redes o a los medios de comunicación sino a todos los ámbitos públicos de nuestras vidas. Como si lo único que pudiéramos hacer fuera plegarnos o cancelar: una especie de atrincheramiento subjetivo donde la propia idea de debatir, de aceptar un juego de réplicas argumentativas, fuera algo inconcebible.

Al fin de cuentas, todo debate supone que nadie de partida detenta la verdad, que no es posible construir ninguna verdad sin el otro, que el otro no es superfluo sino parte central e insustituible en un proceso de indagación abierta que exige una con-validación crítica. Como si la propia práctica del debate, que no tiene por qué parecerse a una especie de diálogo armonioso o a un encuentro sin fricciones, estuviera acorralada, en una especie de rincón al que van a parar castigados los adoradores de matices. Pero no se trata sólo de matizar. Entre la polémica y el debate crítico hay fronteras cualitativas que, aunque no siempre son nítidas, hunden sus raíces en dos búsquedas contrapuestas. Mientras en un caso se trata de derrotar al otro en el plano discursivo, en un intercambio argumentativo el otro me enseña (a veces a regañadientes) lo que desconozco, me permite pensar mis puntos ciegos, me ayuda a reformular mi posición y ensanchar mi universo simbólico, incluso si eso supone pasar de forma frecuente por la experiencia del conflicto intersubjetivo.

Es cierto que nuestra apertura no es ilimitada, que hay momentos en que ni siquiera vale la pena intentar dialogar, no tanto por las diferencias de partida como por la falta de interés que algunas de esas diferencias suscitan, sobre todo cuando se presentan como evidentes, verdaderas e indiscutibles o cuando traspasan las líneas básicas del respeto y la igualdad. Pero cuando esa actitud se generaliza, cuando sólo queda la lógica del amigo/enemigo, cuando la polarización sustituye cualquier crítica dialógica (que acepta que el otro como semejante puede tener sus razones legítimas), lo que queda es un orden simbólico clausurado, plagado de prejuicios. Cuando eso ocurre sobre los asuntos fundamentales de nuestras vidas en común la posibilidad de construir acuerdos partiendo del disenso se hace ínfima. El desacuerdo se convierte en ruptura y la construcción de lo común se transforma en el resultado de una mera correlación de fuerzas.

De la mano de la descalificación mutua, nos quedamos sin interlocutores que puedan aportarnos lo que nosotros ignoramos. Si el otro no actúa como espejo, sencillamente, pasa a formar parte de la masa indistinta de discursos con los que hay que romper. Un mundo así es un uni-verso cerrado, sin escucha recíproca: en vez de ensanchar nuestras perspectivas, las hace cada vez más estrechas, las encierra en un sistema cerrado de creencias. Convierte al otro en un ser redundante. Por eso no es de extrañar que callemos nuestros disensos ni sorprende que la (auto)censura prolifere en este contexto cultural marcado por la marginación del debate crítico. Ya lo decían hace casi cien años. Un mundo así no es el mundo de la democracia sino la condición para que prospere el totalitarismo, incluso si ese totalitarismo admite variantes que se toman o se dejan, como equipos de fútbol, fuera de toda posibilidad de ser discutidas desde posturas más o menos razonables.

Lo decisivo es que la falta de libertad se presenta como consenso: el temor a la excomunión, a ser expulsado de determinada comunidad, es el trasfondo de la censura generalizada, incluso bajo la forma de la indiferencia, el desinterés o el bloqueo, propios de una época que se niega a reflexionar sobre los estragos que está provocando. Quien se arriesga a disentir se expone a ser apartado de forma más o menos violenta, generalmente acusado de provocación o incluso de traición. La falta de libertad se convierte así en una política de la omisión. «Si no quieres salir escaldado, mejor cállate» podría ser el lema de nuestra época. Pero una política del sujeto semejante nos hace previsibles y sumisos a la autoridad, limitándonos a desempeñar el papel esperado, redundando en la zona saturada de los discursos que nos atraviesan, no sea caso que nosotros mismos seamos los censurados.

Me pregunto si en estas condiciones alguien que goza de una aprobación generalizada no es, probablemente, alguien que ha renunciado a reflexionar de forma crítica sobre los asuntos fundamentales de nuestra sociedad. Si así fuera, el grado de notoriedad pública no sería nada distinto al nivel de claudicación alcanzado. Es verdad que cada época produce, sin advertirlo, sus propios objetores que, a pesar de todo, insisten en señalar lo omitido y cuestionar los dogmas dominantes. Pero que esos objetores surjan por defecto no hace más que reafirmar la necesidad de seguir apostando por aquello que esta época margina.

No encuentro otra esperanza política que en los que cultivan grietas, como decía el poeta argentino Roberto Juarroz. Sostenerse en esa esperanza (agonística, nunca asegurada) no significa que no nos topemos a cada paso con lo que se ha convertido en una práctica extendida: mirar para otro lado, siguiendo la estrategia del avestruz. Las excepciones no dejan de confirmar la censura convertida en una práctica habitual, ahora a cargo de los propios individuos que "libremente" optan por mandarse a callar, cuando hablar –de un cierto modo, capaz de eludir la suma de tópicos que llamamos "opinión pública"- tiene un costo cada vez más elevado.

La censura, es verdad, no es algo novedoso. Lo que puede que sí lo sea es la creciente presión uniformizadora a la que estamos sometidos y una cierta disposición para aceptarla sin rechistar. Puede que uno de los mayores desafíos de nuestra época sea escapar a esa presión que aplasta lo que hay de singular (o podría haber) en cada ser humano. Asumir ese desafío me parece una tarea esencialmente colectiva -a la que podemos contribuir-, centrada en (re)construir espacios plurales en los que el disenso sea una posibilidad de intercambio, no un motivo para la exclusión. Nuestras llamadas «democracias parlamentarias», basadas en una lógica de bloques, cada vez parlamentan menos –en el sentido concreto de deliberar de forma colectiva- y deciden de forma más autoritaria, sin contar con los otros en absoluto. Pero no se trata de una esfera especializada: la censura se expande capilarmente por toda la sociedad. Sin libertad de crítica, lo que queda es la libertad de los poderosos. No se me ocurre mejor forma de defensa del pluralismo que ejercer, en los espacios en los que nos movemos, el derecho a cuestionar los discursos que se institucionalizan como evidencias incuestionables, comenzando por la idea de que vivimos en una sociedad libre.

martes, 8 de octubre de 2024

El crepúsculo de la «humanidad» en la era de la guerra global - Arturo Borra




I.          Sobre el humanismo renacentista

La categoría de «humanidad», desde su irrupción significativa en el pensamiento filosófico occidental, implicó una referencia universal que excede propiamente el concepto de «especie» -como unidad biológica dada entre los seres humanos- y de «comunidad» -como unidad instituida entre miembros de un colectivo específico-. Aunque con matices diferenciados, «humanidad» no refiere a ninguna comunidad particular ni, mucho menos, al conjunto de especímenes que conforman la especie humana. Aunque la propia unidad biológica de la especie humana ha sido puesta en cuestión por el racismo científico del siglo XIX, de forma similar al cuestionamiento a toda idea de comunidad por parte del individualismo político moderno, lo que podría estar en crisis en el presente es algo de mayor alcance: la propia idea de «humanidad» como conjunto indivisible de seres humanos dotados de dignidad.

La idea abstracta de que los seres humanos formamos parte de una totalidad orgánica, esto es, una colectividad que no está dada por naturaleza sino que ha de ser construida en términos históricos no tiene ella misma más que unos pocos siglos. Es precisamente esta «humanidad» como categoría general la que hoy mismo podría estar sufriendo una erosión inédita, de la mano de la proliferación de particularismos político-culturales que se presentan como mutuamente excluyentes, comenzando por la ofensiva neoliberal que no reconoce más que «individuos» en tanto sujetos naturalmente egoístas.

En efecto, puede que ningún otro movimiento filosófico haya impulsado con más vigor esta idea de «humanidad» que el humanismo renacentista, al suponer un reconocimiento de la dignidad humana a priori, claramente contrapuesta a la condición originariamente «pecaminosa» de los miembros particulares de la comunidad cristiana y a la condición inerradicablemente «infiel» de los miembros de otras comunidades religiosas. En rigor, el propio reconocimiento de cualquier parecido de familia entre sujetos religiosos diferenciados ha sido reiteradamente negado por las religiones instituidas, en cuanto podría significar sin más la admisión tácita de la propia relatividad de las creencias de esos sujetos o comunidades. En este sentido, la línea de demarcación entre la presunta “fe verdadera” y el resto de los credos, reducidos a falsas creencias, necesariamente implicó en términos históricos el debilitamiento de la humanitas en común para exaltar el papel de la comunitas (religiosa).

En suma, en el contexto cultural del Renacimiento, que de forma incipiente comenzaba a limitar el alcance del dogmatismo religioso ejercido durante la Edad Media, la idea de «humanidad» cobró fuerza como forma filosófica de contraponer a una comunidad religiosa particular un ideal cosmopolita que incluyera a otros seres humanos e incluso a otras comunidades en una misma categoría común. No por azar el Discurso sobre la dignidad del hombre, publicado originalmente en 1486 por Pico della Mirandola, constituyó uno de los hitos más relevantes en la fragua de la idea de «humanidad» como sujeto. Al respecto, resulta manifiesto que el concepto en cuestión fue ganando impulso con los procesos de secularización de las sociedades occidentales modernas, incluso si esas mismas sociedades, históricamente, han infligido un trato indigno y degradante a otras comunidades. Dicho de otra manera: si por una parte el humanismo filosófico moderno no ha impedido el genocidio de pueblos enteros ni detenido la dinámica del expolio colonialista, por otra parte, contribuyó de forma decisiva a fortalecer el ideal de igualdad humana que se fue fraguando, de forma contradictoria y vacilante, en el período de varios siglos.

Más todavía: aunque el propio desarrollo histórico del capitalismo ha negado ese ideal igualitario de forma sistemática, desde la primera declaración de los derechos humanos en 1789 como declaración de derechos universales, ha consolidado el imaginario secular de una «humanidad» común, con independencia al género, la raza, la etnia, la clase social, la orientación e identidad sexual e incluso la opinión política[1]. El flagrante incumplimiento de los derechos humanos por parte de las propias potencias occidentales que se arrogaron la función de custodiarlos, e incluso el absoluto desprecio que han mostrado históricamente esas potencias frente al derecho de los demás, no es razón para dejar de reconocer en esa declaración de carácter universal un horizonte normativo en el que cada ser humano es constituido como sujeto de múltiples derechos, en tanto integrante de la humanidad.

 

II.       La masacre consentida

Ahora bien, si al fin y al cabo la modernidad anunció en términos filosóficos una «humanidad» que ella misma denigró de forma reiterada en términos históricos, sin privarse siquiera de medios tan brutales como el asesinato, la tortura, la persecución y el genocidio, ¿en qué sentido nuestra contemporaneidad podría considerarse de forma válida como diferente? ¿Qué diferencias sustantivas hay entre las masacres repetidas en la historia humana y las masacres actuales, comenzando por la que está perpetrando el estado israelí en Medio Oriente con el apoyo de las principales potencias occidentales? ¿No fue acaso el nazismo la encarnación de todo lo ominoso que también supuso la modernidad capitalista? O de forma más directa, ¿no ha sido el fascismo en un sentido amplio el que ha arrojado al basural de la historia el ideal de «humanidad»? Y ¿no son acaso las dos guerras mundiales del siglo XX la encarnación misma de la desaparición de este ideal renacentista?

Por más sorprendente que resulte, incluso el fascismo del siglo XX pretendía justificar todavía su genocidio en nombre de un ideal específico (perverso desde luego) de “humanidad”. Sus más abominables prácticas tenían el reverso de una justificación retórica en la que la categoría de humanidad estaba presente, aun si se desterraba de su alcance a otros seres humanos categorizados como “animales” o “subhumanos”. A pesar del manifiesto desprecio a comunidades enteras de seres humanos (p.e. personas judías, comunistas, gitanas, con discapacidad) y de su exclusión del concepto de “humanidad”, la propia noción aún conservaba un sentido como máscara ideológica, esto es, como una referencia positiva que había que reconfigurar en términos supremacistas. La vocación imperial del viejo fascismo se justificaba así en nombre de un presunto mejoramiento de la humanidad como conjunto (a diferencia del fascismo actual que está dispuesto a prescindir sin más de la propia idea). Que esa justificación fuera una máscara hipócrita, un pretexto para avasallar mejor a los otros, no niega la omnipresencia de esta referencia a la «humanidad» (ciertamente angostada) como una suerte de testigo universal de la historia.

Nuestra época, por el contrario, parece estar asistiendo a los funerales de la «humanidad» como categoría englobante que iguala a todos los seres humanos como titulares de derecho, más allá de su ciudadanía reconocida. No porque fuera a extinguirse la especie humana en un corto plazo o porque el apocalipsis sobrevuele por sobre nuestras cabezas bajo la forma de la amenaza nuclear o de la catástrofe ecológica -amenazas manifiestamente presentes y recurrentes- sino porque, a diferencia de otras épocas, las clases dominantes ya no ocultan en lo más mínimo que se han desentendido de distintas comunidades, condenadas sin más a su exterminio forzoso.

En efecto, en las condiciones culturales del presente, en el horizonte de la subjetividad neoliberal ni siquiera aparece la necesidad de justificar las masacres en curso en nombre de alguna presunta “humanidad” beneficiaria. Toda la retórica humanista -y con ella la declaración universal de los derechos humanos y las instituciones que pretenden hacerla efectiva-, parece sumida en una especie de impotencia recurrente, esto es, de completa desactivación práctica. Para decirlo directamente: los derechos humanos, en las coordenadas del discurso hegemónico, han devenido letra muerta, que a nada obliga, incluso si desde una política de izquierdas no cabe más que su reivindicación política.

El soberano desprecio que el neoliberalismo y otras narrativas fundamentalistas han mostrado en las últimas décadas por la carta de derechos humanos la ha convertido no ya en una declaración vacía sino directamente superflua, al punto de no contar con ella en lo más mínimo. Como si la crítica moderna al relato antropocéntrico del «humanismo» -en lo que tiene de pernicioso, al presuponer una dignidad humana general avasallada en la práctica de mil maneras en la propia modernidad-, en vez de haber dado lugar a una política emancipatoria más consecuente, a un sentido de la justicia expandido a la totalidad de los pueblos, no hubiera dado pie más que a su supresión efectiva. Según el supuesto implícito de ese giro, puesto que la idea de «humanidad» es un mito incapaz de detener el curso beligerante de la historia, entonces, no cabe más que arrojarla al fregadero de los ideales caducados.

Que el crepúsculo de la «humanidad» como categoría englobante y general se produzca en las condiciones de un capitalismo que ha globalizado la guerra, como una mercancía más, no deja de ser paradójico: mientras los más optimistas tenían razones para pensar que este proceso daría un nuevo impulso a la cooperación entre diferentes comunidades políticas o al mutuo reconocimiento de la condición común entre humanos diversos -a saber, su «humanidad»-, lo cierto es que el movimiento histórico-universal concreto ha propiciado la proliferación de diferentes antagonismos sociales expandidos a nivel mundial y la negativa creciente a reconocer al otro como semejante e incluso como sujeto de derecho.

De un modo que habrá que seguir elucidando, las llamadas «nuevas derechas»[2] lo que están capitalizando en el actual orden mundial, gobernado por un sistema económico-financiero completamente desatado con respecto a los estados nacionales, no es nada distinto a esta especie de retirada voluntaria del campo de lo común bajo la forma de una creciente privatización de la vida o, más radicalmente, a este repliegue identitario en el que la «humanidad» no aparece ya ni siquiera como un horizonte político deseable, en tanto ideal de desarrollo social justo e igualitario o de reconocimiento del otro como sujeto infinitamente perfectible pero en todos los casos digno, portador de derechos. Por el contrario, lo que se está expandiendo a una velocidad sorprendente, movida por una auténtica pasión por la desigualdad, es la caída de esa «humanidad» significada como una abstracción de la que hay que sustraerse mediante la reafirmación de una diferencia jerarquizada que reclama privilegios en detrimento de todas las otras.

 

III.     Sobre la nueva derecha

Aunque buena parte de esta “nueva derecha” se agota en la vieja búsqueda de una política de restauración tradicionalista -presentando los derechos colectivos adquiridos como amenaza para el propio bienestar de los sujetos privilegiados-, de forma subrepticia, lo que está emergiendo en esa derecha, como algo específicamente novedoso, no parece ser otra cosa que la misma disolución de la referencia a la «humanidad» como conjunto indivisible al que estamos inexorablemente unidos, planteando por el contrario una relación de abierta hostilidad hacia todo aquello que suponga alteridad. La incitación continua al odio no es más que una manifestación de esta referencia perdida. La idea de que hay que responder ante esa «humanidad» parece una idea ya asediada por algo anacrónico, perteneciente a un tiempo puesto a distancia, fatalmente ligado al pasado.

De la mano de esta derecha autoritaria que hegemoniza el mundo, tanto a nivel social como estatal, en suma, lo que se está perpetrando es el crimen contra un ideal moderno con potencial revolucionario: el que apostó por la igualdad efectiva de los seres humanos ya no por su pertenencia a una comunidad particular o a la especie sino por su sola pertenencia a la colectividad humana. La misma universalidad de la categoría exigía a nuestras sociedades, en términos normativos, una labor de construcción de una justicia que incluyera a los otros, que se responsabilizara por su bienestar, que respondiera ante los incumplimientos de sus derechos e incluso que defendiera su humanidad contra los poderes instituidos. Toda esa retórica humanista ha quedado confinada, en el mejor de los casos, a cierto izquierdismo más o menos minoritario, acusado de “nostálgico”.

Incluso en las guerras del Golfo de finales del siglo XX las retóricas discursivas que utilizaron estados imperiales como EEUU o Reino Unido invocaban una promesa democratizadora, un bien colectivo para la humanidad, consistente en una supuesta restauración de la libertad de un pueblo bajo el yugo de una tiranía malvada. Por supuesto que toda esa retórica no ha pasado de ser una estratagema para legitimar lo ilegítimo. Pero la referencia a la «humanidad», como testigo colectivo de la historia, resultaba todavía insoslayable. (Ciertamente, otro debate sería reflexionar cómo esa «humanidad» invocada, en vez de constituirse en sujeto protagónico de la historia, ha quedado reducida a un papel meramente testimonial).

En cualquier caso, el siglo XXI bien podría ser el siglo en el que un cambio de régimen político se está produciendo a pasos acelerados, en nombre de una ética de los negocios universalizada que se desentiende de sus consecuencias políticas y sociales desastrosas. Dicho cambio de régimen podría estar manifestándose, entre otros síntomas, en el hecho brutal de que en las actuales retóricas beligerantes de los estados la referencia a la “humanidad” se ha esfumado sin más. La propia referencia a la «democracia» como régimen político dominante en nuestras sociedades occidentales, en estas condiciones históricas, debe ser cada vez más matizada para que cuente con una mínima verosimilitud. En cualquier caso, las palabras referidas a la guerra entre Rusia y Ucrania por parte de David Cameron a comienzos de 2024, entonces secretario de estado para asuntos exteriores y ex primer ministro del Reino Unido, son perfectamente ilustrativas de este cambio epocal: “Lo mejor que podemos hacer este año es mantener a Ucrania en esta guerra. Luchan con tanta valentía. No perderán por falta de moral. (…) [La guerra en Ucrania] tiene una excelente relación calidad-precio para Estados Unidos y otros países. Quizás entre el cinco y el diez por ciento de su presupuesto de defensa, casi la mitad del equipo militar que Rusia tenía antes de la guerra ha sido destruido, sin que se haya perdido un solo soldado estadounidense”[3].

Lo sorprendente en estas declaraciones, además de la total ausencia de referencias negativas al conflicto armado, es la admisión explícita de la guerra como oportunidad de inversión extraordinariamente lucrativa, incluso si eso supone cientos de miles de muertos ajenos. No es sólo que los estados, en su giro gerencialista, admiten sin más, como criterio de justificación, la propia conveniencia instrumental, la relación calidad-precio, el interés geoestratégico o el cálculo económico a secas. Las declaraciones de los principales líderes del mundo en el actual contexto de guerra global muestran algo más que una indiferencia absoluta con respecto al derecho en general y a los derechos humanos en particular: constatan la desaparición de toda referencia a la «humanidad» como testigo universal de la historia ante la que se debe responder en términos morales.

A la hipocresía de la modernidad le sobreviene un discurso político que, en su franqueza brutal y desvergonzada, no se siente siquiera forzado a arriesgar una justificación moral para intentar legitimar sus peores tropelías. La desaparición de la «humanidad» como «significante flotante» -por recuperar una categoría de Ernesto Laclau- en el campo político y mediático, desde luego, no ha dado paso a una fase política más promisoria. Tras la denuncia derechista de las máscaras ideológicas no hay más que un nuevo juego de máscaras: las que en nombre de la “autenticidad” condenan a dos tercios de la sociedad a la más absoluta indignidad.

El crepúsculo de la idea de una «humanidad» compartida no es una mera mutación en la historia de las ideas: crea las condiciones simbólicas para que el genocidio siga siendo posible mediante su legitimación social. El propio testigo ha desaparecido de la escena, asesinado por las bombas que nuestros estados genocidas lanzan encogiéndose de hombros ante la catástrofe social y ecológica que están provocando de forma irreversible.



[1] Desde luego, dicha declaración inicial, aprobada como declaración de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano” por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789, no estuvo exenta de ambigüedades, incluyendo el alcance de la propia categoría de “Hombre” y sus connotaciones sexistas.

[2] No deja de ser sorprendente que a fines de la década de los 50 del siglo pasado, Theodor Adorno ya se refiriera certeramente al “nuevo radicalismo de derecha”, que no duda en vincular al “(…) hecho de que en todo momento siguen vivas las condiciones sociales que determinan el fascismo” (Rasgos del muevo radicalismo de derecha, Taurus, España, pág. 9). Adorno no duda en vincular este radicalismo de derechas tanto a las cicatrices de una democracia formal antes que real como a la “sensación de catástrofe social”, erigiéndose los movimientos de la “nueva derecha” en  “garantes del futuro” que reducen lo político a mera propaganda contra la presunta amenaza del comunismo.

[3] Citado en: https://www.meneame.net/m/actualidad/cameron-guerra-ucrania-tiene-relacion-calidad-precio-buena-sueco. No deja de ser extraordinario el hecho de que la transcripción escrita de semejantes declaraciones sea prácticamente imposible de encontrar en castellano en Internet. Que semejantes declaraciones hayan pasado inadvertidas o no hayan sido objeto de una reflexión profunda no deja de ser indicativo, por lo demás, de la profunda crisis de la crítica (no sólo periodística) en el presente. 



viernes, 7 de junio de 2024

«Un régimen de locos: la globalización de la guerra» -Arturo Borra

 




“La atrocidad vuelve a ser ruido de fondo”. 

Naomí Klein 

 

En el borde del abismo, las grandes potencias del mundo insisten en su política beligerante, en una espiral de conflicto que evoca el fantasma de la segunda guerra mundial, reactivando la retórica incendiaria de la amenaza nuclear. Los tambores de guerra suenan cada vez más cercanos y las principales fuerzas militares de la OTAN, lejos de procurar pacificar la situación alarmante que han contribuido a crear, no cesan de alentar este antagonismo que amenaza con propagarse, aunque de manera presuntamente controlada, llevándose consigo cientos de miles de muertes tras un paisaje en ruinas.   

Preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí sigue teniendo sentido incluso si ya tenemos un principio de respuesta política abreviada: por la falta de autolimitación de los estados, a contramano de lo que cabría esperar de un régimen democrático. Precisamente, porque la defensa de la autonomía individual y colectiva -tal como ha planteado Cornelius Castoriadis en numerosas ocasiones- tiene como contraparte necesaria la autolimitación política, algo que en lo más mínimo están haciendo los estados en liza. Para decirlo de una vez: llegamos a esta encrucijada por la absoluta irresponsabilidad de nuestros gobernantes, alentados por una red económica-financiera que opera como una verdadera dictadura del capital. No se trata de ninguna “mano invisible”: la ambición desmesurada tiene rostros identificables, incluso si los desconocemos. Como prestidigitadores, harán que los poderes gubernamentales vociferen su dictum que no es otro que el llamado a alistarse aunque sea como participante indirecto, mientras repiten que hay que hacer la guerra para alcanzar la paz o asesinar a millones para defender la democracia que dicen encarnar sin el más mínimo pudor moral. Ni remotamente se les ocurre apelar a una consulta colectiva a la ciudadanía damnificada, apostar por las negociaciones multilaterales, forzar un armisticio o recurrir a la búsqueda de consensos aunque más no fuera en algunos pocos asuntos fundamentales. Todo lo contrario: las grandes inversiones en la mal llamada "defensa" se traduce en desinversión en áreas sociales fundamentales, comenzando por los servicios públicos deteriorados por décadas de financiación insuficiente. La decisión gubernamental de ampliar los presupuestos estatales en industria armamentística, priorizándola por sobre las necesidades más acuciantes de las mayorías sociales (como el acceso a la vivienda, la consolidación del empleo digno, la mejora de la sanidad o la educación pública, por mencionar algunas) no deja de ser otra derrota política de la izquierda parlamentaria. Mediante una nueva transferencia de recursos públicos a empresas del complejo industrial-militar, las guerras en curso profundizan la concentración de capital e incrementan el empobrecimiento generalizado que provocan las políticas neoliberales, cada vez más identificadas con una necro-política que no cesa de lucrar con los muertos.   

Que nuestros estados responden más a los intereses de los grandes grupos económico-financieros que a la propia ciudadanía resulta una evidencia abrumadora. El cinismo de nuestros gobernantes es desolador: mientras condenan con razón la invasión rusa a Ucrania, no dudan en apoyar al estado israelí, el mismo que está perpetrando un genocidio en nuestras narices sin mayores dificultades. Incluso si de vez en cuando se plantean algunas tibias protestas gubernamentales, lo cierto es que la coalición occidental –una alianza de potencias decadentes- no ha cesado de proveer armamento y apoyo militar a las mismas fuerzas de ocupación que amenaza –de forma poco verosímil- con sancionar. No es que falten razones legítimas para repudiar los crímenes perpetrados por potencias neocoloniales como Rusia o para combatir grupos que usan el terror como método político. Lo que sobra es la retórica legitimatoria de los crímenes propios perpetrados a plena luz del día, como el que ahora mismo está produciéndose en Gaza con el vergonzoso apoyo de las principales potencias occidentales.   

Lo escandaloso es este doble rasero cada vez más flagrante: al repudio legítimo a los ataques de Hamás no le sobrevino el repudio no menos legítimo al genocidio de la población civil gazatí; la enérgica condena al controlado ataque iraní no ha tenido ninguna contracara crítica con respecto al ataque israelí previo a la embajada de Irán en Damasco, un acto de declaración de guerra que nuestros hipócritas analistas pasan por alto con una ligereza tan temeraria como reveladora. El complejo mediático empresarial se frota las manos: harán caja con sus discursos que ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. La redefinición de las prioridades públicas según la opinión publicada no tardará en provocar nuevas deflagraciones que contemplaremos como espectadores más o menos impotentes, incluso si ese siniestro espectáculo está financiado en buena medida con nuestros recursos públicos. En efecto, lo que está en discusión son los negocios, no las vidas humanas.   

Una vez que cuestionamos esta doblez moral, resulta claro que no es exigible al otro una contención político-militar que los estados occidentales no practican en absoluto. El mal es ubicuo y endémico y cualquier localización o circunscripción en los otros es completamente simplista y falaz si no identifica las principales fuerzas en pugna, comenzando por los estados criminales –con EEUU, Reino Unido, Alemania y Francia a la cabeza- que planifican el desastre, constituyéndose en protagonistas indiscutibles de la escalada bélica que nos asedia. Si alguien ya se estaba despidiendo de la OTAN, el presente es un rotundo recordatorio de su reactivación más brutal, aunque para ello tuvieran que empeñarse a fondo, incumpliendo acuerdos preexistentes como los acuerdos de Minsk, la no expansión de la OTAN hacia Europa del Este o la evitación de injerencias externas en países supuestamente soberanos.   

La falta de autolimitación de los estados y la rentabilización de la guerra por las multinacionales del crimen resulta claro para quienes no participan en la trama mitómana del poder de nuestros estados más próximos a una timocracia que a una democracia efectiva. Porque lo que desde hace tiempo se dirime es la lucha por la hegemonía mundial, incluso si para ello deben generar focos bélicos que desgasten al enemigo o a sus aliados, en términos de costos-beneficios o de una razón instrumental que utiliza como medios a cientos de miles de seres humanos convertidos en peones a sacrificar. Semejante trama criminal es el elemento que se escamotea en los medios masivos de comunicación, imprescindibles en la construcción de adhesiones a una política belicista en curso, que es global aunque esté focalizada en algunas zonas "calientes" del planeta. En efecto, en este escenario de guerra ya participan de forma directa e indirecta las principales potencias del mundo.   

Llegados a este punto, nuestra impotencia política individual no debería hacernos perder de vista nuestra capacidad colectiva para intervenir en nuestra historia, incluso si ello supone desafiar el discurso canalla que manejan los expertos en la gestión sistemática de la mentira. En este contexto, no deja de ser extraño que fuerzas políticas autodenominadas "progresistas" nos lleven a esta situación extrema planteándola como inevitable. Sin embargo, hace tiempo que la propia distinción entre progresismo y conservadurismo reaccionario está difuminada: la (pseudo)izquierda parlamentaria -timorata y pusilánime- ha virado hacia políticas clasistas y colonialistas sin tapujos; la (ultra)derecha -la única realmente existente- no ha hecho más que ensanchar su horizonte conservador y autoritario, defenestrando en nombre de una falsa libertad de mercado todo lo que se parezca a lucha por el bien común o a consolidación de derechos colectivos -desde el feminismo a la defensa de las minorías sexuales y, más en general, a todo lo que huela a igualdad entre seres humanos-.  

Aunque este auténtico «régimen de locos» no es ninguna novedad, lo que sí parece o podría ser novedoso es el abierto juego de cotización de la muerte que la necropolítica propone, sin inmutarse ante sus contradicciones más evidentes. No teme al descrédito, entre otras cuestiones, porque tampoco teme ninguna respuesta colectiva realmente desestabilizadora. La impunidad da carta blanca a los asesinos. Que el capitalismo -tanto en su variante neoliberal como en su vertiente estatalista- necesita guerras para apuntalar su crecimiento insostenible no es contradictorio con el hecho de que ese mismo crecimiento se apoye sobre la eliminación de vidas declaradas superfluas, parte de un excedente humano condenado a la muerte o al abandono.   

Literalmente siguen enviando este "excedente" al frente bajo la forma de miles de cuerpos a sacrificar mientras las grandes corporaciones de la guerra gestionan sus ingentes negocios basados en la industrialización de la muerte. ¿Qué significan para ellos unos millones de muertos más, sobre todo si los muertos los ponen los otros? Por supuesto que sus hijos no irán a la guerra ni sus mujeres e hijas serán violadas o secuestradas. Para eso están las vidas precarias, reducidas a fuerza militar, incluso cuando la tarea encomendada no es otra que eliminar a quienes participan en su misma condición de clase.   

La economía política del sacrificio se estructura sobre un doble pivote: defender los privilegios vitales de unas elites mientras se exige el máximo sacrificio de los otros a fuerza de convertir el mundo en un páramo. El juego perverso no es otro que dar la muerte de los otros para sustentar la vida megalómana de las elites sociópatas que nos gobiernan mundialmente.   

Dicho lo cual, nos enfrentamos a una situación en la que la no intervención ya es una forma de consentimiento ante lo existente. Porque se juega, ahora mismo, mucho más que unas supuestas guerras focalizadas. Lo que está en riesgo, cada vez más, de forma dramática, es el futuro de la humanidad en tanto conjunto indivisible, un futuro que no sea otra oportunidad enterrada como un cadáver del presente.  

Precisamente porque estamos en un régimen amplificado por el cinismo del poder mediático dominante es que necesitamos articular de forma apremiante una voluntad colectiva antagónica al actual bloque hegemónico. Porque si algo parecido a la justicia sigue siendo imaginable es por esa capacidad de responder a un Otro que nos mira frontalmente, en silencio, sin siquiera preguntarnos por qué permitimos que la masacre siga aconteciendo. 


Arturo Borra