jueves, 18 de agosto de 2011

Democracia y revuelta: apuntes sobre una política insumisa



La extensión de las revueltas recientes no sólo por el norte africano sino también por Medio Oriente y el sur de Europa, ha enfatizado nuestra percepción de que lo imprevisible forma parte de nuestras vidas cotidianas. Lo imprevisible del acontecimiento es también esa dimensión incontrolable y compleja de la vida social que quisieran conjurar los poderes. Esos poderes, sin embargo, son impotentes ante lo que no pueden predecir. Apenas hay que señalar que cada acontecimiento no se deja reducir a los precedentes. Como irrupción de una singularidad, pone en juego nuestras incertidumbres. No sabemos, por tanto, cuál será el desenlace de esta historia. Ni siquiera si hay desenlace para esta historia singular de las revueltas. 

Podemos, a lo sumo, procurar prever lo imprevisible. Alguien podría advertir a los gobiernos occidentales: en algún momento (indeterminable), si siguen con sus políticas de ajuste, producirán respuestas colectivas diferentes a las habituales; si siguen con sus políticas de terror, activarán una explosión no menos terrible de violencia; si siguen con sus políticas de destrucción sistemática del planeta desatarán fuerzas naturales descomunales… El condicional podría extenderse a diversas políticas gubernamentales, pero también a las actuaciones de distintos agentes privados: desde los banqueros hasta la burguesía empresarial. Lo decisivo, sin embargo, es que ese condicional nunca opera de forma mecánica. Lo imprevisible condicionado, entonces, irrumpe como acontecimiento.

El 15-M muestra que lo imprevisible está aconteciendo bajo la forma de una movilización colectiva ligada a varias plataformas ciudadanas, tales como “Democracia real ya”. Con esa movilización social, lo que se reactiva es el sentido de lo que constituye la democracia, poniendo en cuestión el discurso hegemónico que la identifica con la mera alternancia de los dos partidos políticos mayoritarios en el gobierno. Dicho de otro modo: mientras que para unos la «democracia» es significada como un procedimiento para el recambio de oligarquías políticas marcadas por el bipartidismo, para otros no puede ser sino el derecho a decidir sobre aquellas políticas que los afectan de forma directa e indirecta.

Cualquier interpretación que reduzca el 15-M a una reacción económica se equivoca. Porque pone en evidencia no sólo la persistencia de problemas económicos que afectan a una parte mayoritaria de la población sino también una respuesta política ante los responsables de la crisis que siguen siendo beneficiarios de la misma. Distante a cualquier forma de determinismo simple, además de carencias económicas graves, lo que irrumpe de forma insoslayable es la indignación moral ante un sistema político-económico radicalmente injusto y una articulación discursiva de esas insatisfacciones (bajo la plataforma que lidera de forma anónima y descentralizada este proceso). En suma: el hartazgo ante un estado de situación inaceptable, que incluye la corrupción extendida en diversos campos institucionales, los recortes sociales sucesivos, el paro sostenido, la concentración de la renta, el rescate público a la banca, la falta de representatividad, la restricción de la participación ciudadana, la complicidad mediática y el cinismo al por mayor, sin olvidar la ausencia de un proyecto político de raigambre popular por parte de los partidos políticos mayoritarios, por mencionar sólo algunas cuestiones.

El “hambre” -lo sabemos bien los latinoamericanos- no conduce necesariamente a una revuelta -y no digamos ya un proceso revolucionario-. Sólo en condiciones concretas puede movilizarnos colectivamente; en particular, cuando se agudiza la percepción de unas injusticias y unos contrastes sociales. Es lo que sentimos estos días. Como decía Thompson, también existe una "economía moral de la plebe" que cuestiona cualquier determinismo unilateral.

La indignación moral de una parte de la ciudadanía es insoslayable. Si como señala Ranciere, el “pueblo” es lo que falta (diferenciado, en este caso, de “población”), este tipo de prácticas sociales está constituyéndolo: la población se convierte en agente político. No sabemos adónde conducirá este proceso; no podemos saberlo, porque lo imprevisible es irreductible. Algunos temores propios miran a la Argentina de 2002: tras la revuelta popular y las prácticas asamblearias a las que dio lugar, los sucesivos gobiernos apostaron por una restauración neoconservadora que, además de mantener la concentración del poder político-económico, desactivó en cierta medida a una ciudadanía movilizada. Pero el temor no puede ni debe inmovilizarnos. Puesto que lo conocido es este naufragio colectivo, nuestras esperanzas no pueden sino mirar a la incertidumbre.

Para las versiones dominantes de los medios masivos todas estas aristas quedan minimizadas, cuando no reducidas a meras fantasmagorías. En particular, los medios televisivos llegan tarde al acontecimiento, cuando su notoriedad pública impide seguir ocultándolo. Y -lo que no deja de ser menos grave- cuando llegan, intentan reencauzarlo dentro del orden previsible de lo noticiable. Las deficiencias democráticas en el campo mediático se hacen manifiestas en el silenciamiento inicial de uno de los acontecimientos políticos más importantes en la España del ajuste. Pero también en su rechazo al exceso de sentido que esos acontecimientos producen, procurando fijar de antemano sus alcances y límites, encausar las energías colectivas, conjurar todo componente imprevisible que ponga en riesgo el presente orden social. La banalización y simplificación de las demandas y cuestionamientos del 15-M es también un intento de ahuyentar cualquier fantasma político radical, esto es, todo aquello que no se conforme con reformas internas al capitalismo o con una ingeniería social gradual gestionada por expertos, en coordinación con los “representantes” políticos. Y si bien no toda versión cae en la burda estigmatización de los manifestantes (acusándolos de “antisistemas”), el posicionamiento dominante sigue produciéndose desde una retórica moderada y moderadora, equivalente a la de un juez imparcial, que pretende determinar los alcances de la legitimidad de la protesta y circunscribirlos a una juventud decepcionada. Dicho de otra manera: el tratamiento informativo hegemónico desconoce la fuerza singular del 15-M, procurando reencauzarlo dentro de un discurso reformista capaz de ser gestionado desde las instituciones políticas existentes. 

A pesar de consenso mortífero de los medios masivos en omitir este exceso indomesticable del acontecimiento, su fuerza de disenso ha estallado a nivel público. La proliferación de imágenes y mensajes producidos a partir de las tecnologías informativas y comunicacionales en manos de los manifestantes ha puesto en evidencia esa mala complicidad mediática, mostrando sus intereses corporativos: evitar que esas oligarquías políticas y los poderes económico-financieros concentrados, sean jaqueados. Queda por escribir la crónica de lo que no fue (para los medios de comunicación): la construcción de un espacio social en el que los seres humanos no sean tratados como “mercancía” en manos de políticos y banqueros corruptos sino ciudadanos con derecho a decidir por sí mismos la política que desean.

La convergencia de sectores sociales heterogéneos –irreductibles a una franja de edad- en reivindicaciones comunes está produciendo una protesta de creciente magnitud. Si, como decía Camus, la rebelión es condición de la libertad, lo que esas protestas están produciendo es un nuevo espacio ciudadano para el ejercicio de una forma de democracia en la que el sujeto no se desentiende de la responsabilidad de construir y transformar el mundo social. En otros términos, estos sujetos colectivos están experimentando una práctica de libertad que favorece la (re)construcción de una cultura política participativa y que tiene como escenario la ciudad. Al permitir la confluencia con otros ciudadanos en un espacio público, reinventan la ciudadanía, no ya bajo la forma institucionalizada de la delegación, sino bajo la modalidad de la participación directa. Los sin parte toman parte en una experiencia democrática que sólo tramposamente se puede ligar a los “ímpetus de la juventud”, incluso si su base social estuviera mayoritariamente conformada por sectores juveniles.

No sabemos en qué derivará el 15-M. La prohibición de las concentraciones por parte de la junta electoral general, aunque pueda disuadir a una minoría, probablemente acrecentará la fuerza de este movimiento social. Aun si la decisión gubernamental fuera reprimir policialmente -en nombre de una legalidad que desprecia la justicia- a los manifestantes, el acontecimiento está en marcha. Cada intento de sofocarlo no puede más que activar nuevas resistencias. Que esas resistencias pueden doblegarse a fuerza de represión no niega que el costo político de acciones de ese tipo sea demasiado alto para gobiernos que presumen actuar acorde al estado de derecho. No cabe descartar una situación en la que una actuación policial de ese tipo desencadene incidentes de gravedad.

El callejón sin salida para las autoridades gubernamentales en su conjunto es claro: no frenar esta protesta social favorecería su consolidación y una creciente articulación de demandas y reivindicaciones que podrían jaquear, al menos potencialmente, la actual estructura del estado y del mercado; frenarla, por el contrario, implicaría otra forma de visibilidad, en la que son suspendidos hasta los derechos más básicos que el “procedimiento democrático” debe garantizar, como es la libertad de reunión y manifestación. La prohibición ahonda en este callejón: si permite las manifestaciones incumple con la ley que debe garantizar un estado de derecho; si las impide a través de la intervención policial, no respeta esas libertades constitucionales y también vulnera dicho estado.

Más allá de la dimensión jurídica, la prohibición no detendrá la movilización social en marcha, porque acrecienta los motivos y razones que la han activado. Mientras un ya desacreditado gobierno nacional seguirá moviéndose de forma vacilante –al menos, ante las inminentes elecciones- entre la simpatía y el llamado al orden, los problemas que han lanzado a miles de personas a las calles siguen intactos. En conjunto, dichas irresoluciones desbordan las fronteras de los estados-nación. Comprometen no sólo al mundo occidental sino al capitalismo mundializado: la pésima distribución del excedente, la creciente desigualdad de las rentas, el carácter regresivo de la estructura tributaria, las relaciones de fuerzas asimétricas entre unos capitales trasnacionalizados que quieren incrementar su rentabilidad como sea -incluso si para ello hay que invertir en industria bélica, en investigación farmacéutica que experimenta en el tercer mundo o en bonos de deuda con efectos catastróficos en los países afectados- y unos salarios paupérrimos que van en baja por la irrupción descontrolada de mano de obra esclava o casi esclava en economías “emergentes”, el deterioro y descrédito crecientes ante el sindicalismo mayoritario, los privilegios de la casta política, la desregulación de los mercados financieros, etc. Por si fuera poco, el paro, la pobreza y la exclusión social van en aumento, agravados por la corrupción estructural, el deterioro de un sistema institucional y judicial en manos de una derecha recalcitrante y paleolítica (respaldada por los sectores más reaccionarios de la iglesia católica) o, por referirnos a una dimensión más amplia, la violación de los derechos humanos a escala planetaria en nombre de una política de seguridad que no duda en apelar a estrategias como el asesinato selectivo o la creación de guerras como salida para las industrias bélicas y reconstructivas. El diagnóstico resulta desolador, pero las grietas no dejan de multiplicarse.

Lo que está en juego no es solamente el “neoliberalismo”, incluso si no hubiera una clara consciencia de ello por parte de muchos de los que participamos en el 15-M. Lo que estamos padeciendo es la voracidad de un capitalismo mundializado que deglute todo. Sin metáfora, se está comiendo el planeta, incluyendo una parte ingente de la humanidad. Es un asunto de economía política, no tanto de economía a secas. Este sistema estalla por dentro, produciendo de forma cíclica sus crisis de superproducción y sus ejércitos de parados y precarios. En la economía globalizada del capitalismo van a seguir cayendo pueblos. La lección de estos años es que cualquiera puede ser el próximo "sacrificado”.

A nuestro pesar, España se parece cada vez más a otras regiones empobrecidas del mundo (con las que a menudo ha mantenido una soberana indiferencia). El saqueo oculto es notorio. No por azar desde hace tiempo este gobierno que presume de políticas sociales progresivas está aplicando políticas de ajuste propias del neoconservadurismo más duro y apenas hace falta recordar que la oposición parlamentaría más importante tiene como ideario explícito ese recetario. Los responsables de la crisis son también sus principales beneficiarios y los que nos han saqueado son premiados con triunfos electorales o puestos de trabajo bien remunerados. Los que predican con medidas legislativas regresivas son los mismos que proponen no recortarse pensiones a sí mismos; los que piden austeridad tienen ganancias millonarias; los que piden nuevos sacrificios no dudan en excluirse de esas peticiones y los que controlan nuestras economías familiares los que bloquean cualquier ley de transparencia pública. No sólo es penoso: es delictivo.

Europa se incendia y no cabe descartar que -con variantes- en la presente década participemos en más de una revuelta y quizás alguna revolución (como la ocurrida en Islandia). Hasta el Banco Mundial, prototipo absoluto de la insensibilidad, ha advertido de la extensión de la miseria en el mundo: "Niveles peligrosos de pobreza" llama ahora al hundimiento colectivo. Pero atendiendo a su historial, quizás deberíamos decir: lo que interpretan como “peligrosos” son esos estados que incitan a una revuelta que está latiendo en distintas partes del mundo.

La rebelión, en estas condiciones, es un acto de dignidad: la única esperanza política para los condenados. Más que nunca necesitamos un giro político que apueste por la redistribución de la riqueza, por el control del poder financiero, la limitación a los capitales, el respeto al medio ambiente, la inclusión de la diversidad social, la igualación de las condiciones materiales y culturales de vida, en suma, la institución de una democracia radicalizada, que subvierta los resortes de la sociedad actual. Técnicamente no faltan recursos; lo que falta es voluntad política para regular los desequilibrios y liberar una democracia secuestrada.

El M-15 no es (al menos no de forma invariante) un proyecto anticapitalista. La respetabilidad mediática que va adquiriendo este movimiento es directamente proporcional a su moderación y encauzamiento dentro de las estructuras existentes. De hecho, cualquier vestigio de radicalidad, sin dudas, es y será repudiado por quienes encarnan el establishment mediático, económico y político. Y sin embargo, quizás en esa radicalización democrática pueda residir su promesa. No caben idealizaciones ni triunfalismos, mucho menos, en una fase inicial como la que vivimos. Habrá que atravesar experiencias de dificultad más graves aun y elaborar estrategias de acción que nos permitan caminar hacia un horizonte político transformador.

El 15-M tampoco es reductible a un ideario. No faltarán quienes lo condenen por su falta de unidad ideológica o su falta de cohesión política. Pero ahí está su riqueza y sus desafíos. En construir desde la multiplicidad –y puede que hoy esa forma de construir sea revolucionaria, especialmente si se atiende al historial dogmático, jerárquico y autoritario de algunas prácticas políticas que se (auto)identificaron como “izquierda revolucionaria”-. Como reclamo colectivo contra un sistema político y económico corrompido y antipopular, pone de manifiesto una disconformidad que fecundará múltiples sentidos, abrirá diferentes frentes críticos, nutrirá prácticas sociales autónomas. En ese devenir se juega su valor y su fortaleza.

Siempre cabe preguntar: ¿vamos a desistir de un proyecto político global -por mínimo, inestable y provisorio que fuera-? ¿No necesitamos pensar en modos de producir transformaciones en las configuraciones de poder mayor? Si el capitalismo es un dispositivo de conjunto, que produce efectos de totalización, ¿no deberíamos intentar destotalizarlo desde una pluralidad de líneas de fuga, como primer desplazamiento necesario? ¿No deberíamos, complementariamente, producir proyectos que apuesten a reinventar nuestras sociedades? En ese punto, el trabajo de articulación política me parece irrenunciable. Pero el resultado no es nada fuera de los modos en que se produce. Lo valioso de este acontecer es también el aprendizaje colectivo en la experiencia de autoorganización, en el desarrollo de debates críticos, en suma, en las prácticas horizontales que hace posible. La construcción de un horizonte de sentido compartido puede hacerse a través de la deliberación, del estar ahí, de ensayar nuevas respuestas para responder a nuevas realidades. Nada está resuelto y esa apertura es también nuestra promesa y nuestro riesgo.

En esta lucha no cabe excluir lo utópico, entendido precisamente como espacio de multiplicidades, lugar de articulación de una pluralidad de prácticas resistenciales que carecen de un centro de poder unitario. La utopía, más que diagrama definitivo de una sociedad reconciliada, aparece en este contexto como un horizonte de deseos colectivos que pujan por subvertir lo presente. Ese horizonte no se confunde con bellas idealidades, ni tiene contenidos definitivos: es apuesta por otro porvenir que debemos construir y reconstruir de forma permanente en nuestras prácticas. Ese es el trabajo pendiente e imprescindible que el 15-M está contribuyendo a hacer.

Más allá de los razonables interrogantes que un acontecimiento plantea, no deberíamos perder de vista la oportunidad histórica que abre. Lo político es irreductible a unas instituciones del estado cada vez más distante de la sociedad civil o a un sistema de partidos que desde hace décadas está afectado por una escasa credibilidad. Remite, más bien, a lo que instituimos como sociedad, a lo que nos damos en común. Siempre merodea el riesgo de una restauración del control, de no poder estructurar unas luchas a largo plazo, de desistir ante las dificultades o vencerse ante las decepciones. Es lo que alentarán no sólo a nivel local sino también las potencias imperiales que miran con incredulidad y recelo esta internacionalización de la revuelta.

Contra esa voluntad de control, nuestra tarea más crucial es respaldar este acontecimiento en el que lo político se constituye como insumisión ante unas autoridades gubernamentales que han perdido, para algunos de nosotros, todo crédito. Cada uno de nosotros puede nutrir con ideas un proceso limitado pero abierto a un cierto potencial revolucionario. Puede, también, apostar por que estas resistencias colectivas heterogéneas se articulen más allá de la inminencia de las elecciones. Por sobre todo, cada uno puede estar ahí, apostando por la construcción de una democracia radical que no se disipe como las promesas oficiales de darnos lo que sistemáticamente nos han negado. 

21 de mayo de 2011, Arturo Borra

La discriminación en el mercado laboral español: crisis capitalista y dualización social



a) El derrumbe de la explicación meritocrática

¿Por qué un temporero inmigrante gana 15 € diarios (en una jornada de 12 horas de trabajo de recolección de cítricos) y los cabos, casi todos de origen nacional, cuadriplican su salario? ¿Por qué un profesor extranjero no puede acceder ni participar en pie de igualdad con profesores locales en las instituciones educativas, a pesar que en ocasiones disponen de una trayectoria institucional más relevante y unos perfiles intelectuales comparativamente mejores? ¿Qué lugar tienen los diversos profesionales procedentes de diferentes regiones del mundo en el mapa económico de España, incluyendo las administraciones públicas y los órganos sindicales? ¿Por qué la mayoría de las grandes cadenas comerciales no contratan a inmigrantes en general o les reservan puestos de trabajo de baja cualificación? ¿Qué porcentaje de directivos de procedencia extranjera hay en las empresas españolas? ¿Cuál es la tasa de temporalidad comparativa entre autóctonos y extranjeros? En suma, ¿por qué el mercado laboral español plantea una desigualdad radical entre trabajadores locales y trabajadores inmigrantes  (cualificados o no), incluyendo las diferencias salariales en puestos de trabajo similares?
Partiendo de la premisa de que existen múltiples formas de discriminación, incluyendo la «discriminación múltiple» (p.e. una mujer musulmana de procedencia africana mayor a 45 años), señalemos que además de la segregación por motivos de raza, etnia o nacionalidad, se plantean otras formas discriminatorias por género, edad, clase u orientación sexual. Es claro que esas otras formas siguen vigentes y consolidadas en los mercados laborales, aunque en este trabajo me contentaré con distinguir entre población local y extranjera para mostrar la clara desigualdad existente entre ambos.

No se trata, por supuesto, de una afirmación novedosa, pero es parte de nuestra tarea crítica documentar estas asimetrías que ponen radicalmente en cuestión la apertura política de la globalización capitalista y la injusticia que gobierna las relaciones sociales y económicas actuales. La labor de cuestionamiento de nuestra realidad histórico-social no tiene su justificación en una supuesta “originalidad” autoral (una búsqueda bastante repetida por cierto), sino en la convicción de que sólo un trabajo técnico pormenorizado puede desmontar las falacias conceptuales que contribuyen a sostener dicha realidad, entre otras cuestiones, por el desempeño de una intelligentia tecnocrática. Avancemos, pues, en esa dirección.
A los efectos de dar cuenta de la desigualdad laboral suele invocarse con frecuencia la «explicación meritocrática»: las diferencias en las condiciones de trabajo responderían tanto a una cuestión de competencias y formación («aptitudes») como a una cuestión de disposición para el trabajo («actitudes»). Si las diferencias aptitudinales ameritarían una desigualdad salarial, por su parte, las diferencias actitudinales (el “esfuerzo” efectuado por cada quien para “conseguir algo en la vida”) justificarían la desigualdad en el acceso a puestos jerárquicos de trabajo. La movilidad ascendente, disponible para todos, sólo estaría dada para aquellos dispuestos a “competir duro” por el logro de sus objetivos en el mundo laboral. Si los inmigrantes no ocupan puestos de mayor responsabilidad y jerarquía sería, según esta perspectiva, por su “retraso cultural” (cuando no su “incultura”), su “falta de formación” (si no de “educación”) y, tampoco faltan variantes que avanzan hasta invocar “pereza crónica” y la correlativa incapacidad de asumir “grandes responsabilidades” por parte de los (in)migrantes. Por supuesto, esta explicación se retacea a sí misma para no resultar inverosímil y grotesca. Se invocará de forma parcial pero, en general, se mantendrá el principio de mérito que justifica las desigualdades económicas en nombre de un diferencial de esfuerzo, tenacidad y cualificación en condiciones de partida presuntamente igualitarias.

No es preciso hacer una contrastación empírica rigurosa para saber que dicha explicación se desploma no bien se comprueba la existencia de empleos idénticos en una misma empresa que varían su salario según la condición del empleado, así como en las promociones o ascensos laborales, inclinados favorablemente hacia los empleados locales. Invocar un diferencial de esfuerzos se parece al discurso de algunos líderes políticos que quieren explicar las asimetrías de poder político-económico de los países-miembro de la Unión Europea sosteniendo que algunas naciones (las del Sur) tienen que hacer mejor los deberes (reducir salarios, recortar derechos y mejorar la productividad) para parecerse a las del esmerado Norte. O, para introducir una perspectiva histórica, dicha explicación podría con ironía retrotraerse a las leyendas sobre la “displicencia” de los indígenas con que los conquistadores justificaban su sometimiento, mientras apuraban con trabajos forzosos el expolio.

Me abstendré de ahondar en esas direcciones. El desplazamiento migratorio por factores económicos ya es una muestra suficiente para acreditar la voluntad de trabajo de esa masa marginal que, con frecuencia, es arrojada fuera de sus contextos geográficos en busca de oportunidades laborales. La cuestión, sin embargo, no se resuelve ahí. También podría invocarse la tasa de actividad de personas extranjeras (en proporción, significativamente superior a la autóctona). No seremos nosotros quienes se refugien en una nebulosa intencionalidad para determinar los factores de este diferencial.

b) La discriminación en cifras

El punto más crucial para rebatir esta perspectiva es el análisis comparativo de cualificación. Según datos aportados por el INEM, la formación de la población inmigrante es similar a la de la población local. Que el propio sistema estadístico oficial sea quien elabore estos datos evita cualquier sospecha de un enfoque sesgado de la cuestión (al menos, de un enfoque especialmente favorable ante los fenómenos inmigratorios). Dicho lo cual, es claro que la diferencia porcentual de más de un 13% entre parados locales y extranjeros (1) no responde a problemas de «empleabilidad», sino a una clara preferencia por los trabajadores locales, que sufren en menor medida los efectos del paro. Asimismo, también sabemos que alrededor del 80 % de los trabajadores extranjeros está ocupado en 6 sectores de la economía de baja cualificación (hostelería, servicio doméstico, comercio minorista, agricultura, industria y construcción). Ya hemos señalado que dicho confinamiento sectorial no obedece a problemas formativos, sino lisa y llanamente a la discriminación directa e indirecta que sufren estos colectivos.  

En síntesis, tanto por el mayor porcentaje de parados (la tasa de paro entre inmigrantes es del 32 %), por los puestos de trabajo que ocupan dichos trabajadores (empleos subcualificados y de baja cualificación), por la alta temporalidad de su inserción y por el nivel de retribución, muestran una discriminación flagrante, relativamente conocida y que, sin embargo, no suscita mayor escándalo. La conclusión no puede ser otra: en el mercado laboral español se ha naturalizado la sobreexplotación de los inmigrantes (un plus a la ya deplorable explotación laboral de los trabajadores locales) y, con ello, se suma una variante más de la discriminación laboral que sepulta cualquier idea de «igualdad» material en el acceso a oportunidades laborales.

Aunque la información proporcionada es una prueba suficiente para hablar de discriminación laboral entre trabajadores locales y extranjeros, el problema es demasiado grave para no hacer un esfuerzo adicional para documentar la situación.  Prosigamos, entonces, con otros datos relevantes, aportados por el “Informe de inmigración y mercado laboral 2010” (2). La población trabajadora inmigrada tiene tasas de temporalidad “muy superiores” (pág. 19) a las de la población autóctona. “Al finalizar 2009, la tasa de paro para el conjunto de la población fue del 18,8%, pero para los españoles fue del 16,8% y para los extranjeros del 29,7%.” (pág. 156).

No obstante la crisis económica, en los trabajadores españoles no se ha interrumpido el proceso de movilidad ascendente, mientras que en el caso de los inmigrantes no están beneficiados en las mejoras en su distribución por categorías (pág. 158). A pesar de los prejuicios que enfatizan la condición amenazante del trabajador inmigrante con respecto a los españoles, no ha habido sustitución de los segundos por los primeros: “En casi todas las ocupaciones en las que los españoles pierden ocupados, también los pierden los extranjeros” (pág. 158).

Hasta en el último informe anual se señala este agujero negro: “Apenas existen estudios que hayan determinado con rigor la discriminación que sufren los trabajadores extranjeros en el mercado laboral, pero hay indicios claros de que tal discriminación existe. Por el momento, la discriminación no ha merecido una atención especial en el proceso de inserción laboral de la población inmigrada, porque la simple legalización de tal inserción ha sido prioritaria. Ahora, sin embargo, combatir la discriminación es ya asunto inaplazable y ello demanda, en primer lugar, cierto aprendizaje para detectarla y calibrarla. La lucha contra la discriminación requiere una vigilancia específica que comienza por el acceso al trabajo, asegurando que se cumple el principio de igualdad de oportunidades y sigue con las condiciones laborales y los procesos de promoción interna en las empresas. La discriminación en algunos casos puede ser burda, pero en otros es muy sutil, y es por ello por lo que no puede ser detectada ni corregida sin mecanismos específicos establecidos a tal efecto” (pág. 160).
En esa escasez de estudios al respecto, habría que remontarse más de una década para hallar algún informe pionero, en el que se hacía un relevamiento empírico del campo empresarial español, como es el caso de La discriminación laboral a los trabajadores inmigrantes en España, del Colectivo IOE: M. Angel de Prada, W. Actis, C. Pereda y R. Pérez Molina (3). Lamentablemente, su información está desactualizada y no contamos con ningún estudio similar en el presente. Sólo indirectamente podemos inferir que la “discriminación de intensidad notable” (sic) que detectaban los investigadores con respecto al colectivo de marroquíes (la población estudiada) no sólo no ha desaparecido, sino que se ha agravado.
Aunque la discriminación laboral por motivos de raza, etnia o nacionalidad se trata de un hecho probado, es difícil prever si el estado español desarrollará planes específicos para corregir estas tendencias negativas, más allá del “Proyecto de Ley Integral para la Igualdad de Trato y la no Discriminación” (pendiente de aprobación), tan necesario como insuficiente. El giro hacia la derecha del gobierno español y la inminente consolidación del neoconservadurismo como formación hegemónica permiten anticipar un pronóstico negativo: es probable que la discriminación laboral en los próximos años se agudice, al punto de hacerse endémica, sin avances significativos en la «gestión de la diversidad» dentro de las empresas y las instituciones en general.

c) Discriminación y capitalismo

Paradójicamente, aunque el ciclo migratorio ha cambiado (su ritmo no sólo se ha desacelerado notablemente y puede producirse un saldo negativo en los próximos años, como ya está ocurriendo en algunas comunidades autónomas) la ola xenófoba y racista ha aumentado en los últimos tres años (4). A esa ola ha contribuido el propio estado español (entre otras cuestiones, criminalizando a los inmigrantes irregulares, restringiendo con cierta discrecionalidad legal el acceso y permanencia a trabajadores regulares, taponando los mecanismos de regularización y asilo y, en general, invisibilizando el problema del racismo y la xenofobia). No obstante lo dicho, sería apresurado suponer que la discriminación opera de forma indiscriminada en las estructuras del estado. Antes que un rechazo general a los trabajadores inmigrantes, sus políticas han optado por mecanismos selectivos (p.e. la tarjeta azul) que permitan discriminar categorías de trabajadores requeridos de otras consideradas prescindibles, en previsión a las necesidades instrumentales de mano de obra, sostenibilidad de la seguridad social, ingresos fiscales y crecimiento demográfico, entre otras razones.

La resultante de esta combinación explosiva de crisis económica, cultura hegemónica crecientemente xenófoba y racista y políticas de estado restrictivas es la producción de un proletariado periférico que atiende -a bajo costo y con derechos mermados- las demandas fluctuantes del sistema productivo, sin el más mínimo respeto de un principio de igualdad y trato no discriminatorio. Trabajos de mala calidad, mal remunerados, de baja cualificación (habitualmente, subcualificados según los perfiles competenciales de los trabajadores), sin posibilidades reales de promoción y con alta temporalidad son las características de los puestos laborales que se ofertan a inmigrantes desde el mercado. Ni siquiera el  desaprovechamiento de sus capacidades por parte del sistema productivo ha frenado esta práctica de trato desfavorable a una parte de la población residente en el país, presuntamente ciudadanos de pleno derecho pero tratados en verdad como ciudadanos de segunda mano. No debería sorprender la aparición más o menos mediata de brotes de indignación de colectivos específicos: son producto de una inclusión subordinada y precarizada en el mercado laboral, cuando no directamente de la exclusión del sistema económico, facilitada en cierta medida, por la utilización generalizada de tecnologías de la producción.

En última instancia, no se trata de un problema local. La discriminación abierta y encubierta es, en verdad, propiciada por la “mano invisible” de los mercados capitalistas que, a fuerza de desregulación, tiene vía libre para explotar a mano de obra más vulnerable y apostar por una reducción salarial general. Puesto que no media regulación suficiente al respecto, la inmigración laboral constituye fuerza sobre-explotable (habida cuenta de la explotación habitual de los trabajadores, cualquiera sea su origen) y por otro, usada como chivo expiatorio de la crisis, poniendo a distancia la responsabilidad de las empresas en el propio estancamiento económico. Responsabilizar al eslabón más débil de la cadena de producción tiene sus beneficios secundarios: no enfrentarse con aquellos agentes más poderosos de los que depende, en cierta medida, la propia subsistencia. Para establecer un símil, la situación es similar a cuando se acusa a una mujer maltratada de ser la responsable de su maltrato. Si bien el menosprecio hacia los sujetos más vulnerables no es sino una renegación de la situación temida para sí mismo, además de confundir el blanco, prepara las condiciones para la expansión de una práctica de cuño totalitario.

En síntesis, aunque podría leerse un cierto “cosmopolitismo del capital”, siempre y cuando sea funcional a su propia rentabilidad, por otra parte no debería llamarnos a engaño: la discriminación interna al mercado es garante de salarios bajos y de procesos de precarización laboral que reducen costos a fuerza de incrementar el malestar colectivo. La contratación de trabajadores inmigrantes no sólo presiona para una caída salarial general, sino también para el deterioro de las condiciones de trabajo en su conjunto. Tal como Marx señaló,  los parados constituyen un “ejército de reserva” que limita los niveles salariales y, como tal, son condición de existencia de la producción de plusvalía. Como complemento, un “ejército de irregulares” participa en la economía sumergida o en los sectores más precarios de la economía formal, posibilitando la vulneración absoluta o relativa, respectivamente, de derechos laborales básicos y consolidando el disciplinamiento del nuevo proletariado fragmentado. Es necesario insistir en el punto: lo que en este contexto de «metamorfosis del trabajo» (5) está en juego no es sólo la posibilidad real de negociación colectiva, sino la calidad misma del trabajo. La degradación en ese mundo, desde luego, es inseparable al deterioro de las condiciones sociales de vida, lo que no deja de ser una razón de más para consolidar unas luchas políticas y unas resistencias colectivas. 

Aunque se suela invocar la crisis como factor central de la discriminación, dicha percepción es errada: esta práctica discriminatoria claramente le preexiste y la crisis no ha hecho más que agudizarla. Se trata de una perversión intrínseca al capitalismo: sin discriminación, esto es, sin construir categorías socioeconómicas que sostengan la desigualdad efectiva entre trabajadores, la relación de fuerzas entre clases tendería a equilibrarse (en términos relativos) y las exigencias colectivas podrían estructurarse con mayor eficacia. Desde una perspectiva extraeconómica, el antagonismo entre trabajadores locales y extranjeros quiebra el mutuo reconocimiento necesario para construir unos intereses y demandas comunes, esto es, una (com)unidad de lucha. Sin esa unidad estratégicamente construida, el antagonismo con las clases dominantes queda, si no desactivado, sí al menos desenfocado.

Si por un lado la globalización capitalista garantiza flujos desregulados de capital, por otro, regula fuertemente los movimientos migratorios, en concordancia a las necesidades del capital trasnacionalizado (lo que equivale a decir: según sus territorializaciones y desterritorializaciones continuas). La dualización entre trabajadores extranjeros y locales forma parte de una estratificación social más vasta que el capitalismo produce entre trabajadores diferentes. En última instancia, es un movimiento complementario de la tendencia a la concentración monopólica: si por una parte el sistema procede por concentración (de capital), por otra parte, necesita operar por dispersión o división (de la fuerza de trabajo). En ese escenario, no cabe descartar en absoluto la producción de un excedente de mano de obra técnicamente prescindible, tanto desde la perspectiva de la producción como del consumo (habida cuenta de su ínfima participación en el mismo). Dicho de forma brutal: el capitalismo, en esta fase, produce un «sobrante» estructural de personas que son condenadas a la marginación social. Ni siquiera las requiere como recambio social a una de por sí amplia clase trabajadora que busca en la formación técnica el paracaídas que ralentice la caída o, en otras palabras, el desarrollo de competencias que disminuya los riesgos de la precarización laboral. En esta dimensión de la problemática, aunque a menudo el miedo al paro termine significando esta disyuntiva como primaria, no nos enfrentamos a la simple alternativa entre trabajo y no-trabajo sino a algo mucho más complejo y difícil: la reconstitución del «trabajo» reducido a «empleo», más o menos inestable y precario, vaciado de cualquier significación vital estructurante. Semejante metamorfosis, desde luego, requiere una elucidación independiente y desborda la reflexión aquí acotada a ciertas formas de discriminación laboral.

En cualquier caso, las crisis sistémicas forman parte del ciclo económico del capitalismo: construir categorías –trabajo intelectual y manual, cualificado y no cualificado, fijo y temporal, jerárquico o subordinado, etc.-, esto es, discriminar según criterios identitarios, forma parte de sus técnicas de dominación de una fuerza de trabajo que no está asegurada de por sí y que produce resistencias más o menos articuladas, según cambiantes relaciones de poder. No por azar la retórica de la «productividad» impregna los discursos empresariales y gubernamentales, como un modo de aumentar la rentabilidad y construir mecanismos de distinción entre los trabajadores categorizados. Pero precisamente porque detrás de esa fuerza lo que hay son sujetos humanos concretos, con sus añoranzas y su sufrimiento, es nuestra tarea cuestionar de raíz las estructuras colectivas e institucionales que sostienen y reproducen las desigualdades en aumento. 


Arturo Borra


(1) Me remito a los últimos datos de la EPA:   http://www.ine.es/daco/daco42/daco4211/epa0211.pdf

(2) Dicho informe puede consultarse en:

(3) Dicho informe puede consultarse aquí:
http://www.ilo.org/public/english/protection/migrant/download/imp/imp09s.pdf

(4) Para esta cuestión, remito al artículo donde me ocupé de esta cuestión: "Operación borrado: ¿Quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España".


(5) Los trabajos de André Gorz (La metamorfosis del trabajo, Sistema, Madrid, 1997) y Benjamin Coriat (El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa, Siglo XXI, Madrid, 1993) resultan especialmente esclarecedores al respecto.

Operación «borrado»: ¿quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España?



a) La invisibilidad de una problemática

Aunque decir que no conocemos la situación del racismo y la xenofobia en España sea una exageración, no es un asunto menor que no exista ninguna publicación de datos estadísticos oficiales relativos a denuncias y procesos penales de delitos racistas en territorio español. Semejante operación de borrado es una cuestión de primer orden, porque pone en juego, precisamente, la posibilidad de una convivencia intercultural satisfactoria.

La aproximación a esta problemática dista de ser sencilla, empezando por la propia delimitación de lo que constituye una práctica racista o xenófoba. En segundo lugar, las fuentes, precisamente por ser plurales, también implican algunas variaciones en lo que conceptualizan bajo estas categorías. Entre esas fuentes hay que tomar en consideración los informes anuales elaborados por el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia, dependiente de la Dirección General de Integración de los Inmigrantes y los informes elaborados por diferentes entidades sociales: entre algunos otros, el “Informe Raxen” (del Movimiento contra la Intolerancia), el informe “El racismo en el estado español” (de SOS Racismo), y el “Informe de Derechos Humanos” (de Amnistía Internacional). En conjunto, constituyen materiales imprescindibles para disponer de una aproximación diagnóstica –confiable aunque limitada- a una de las cuestiones más dramáticas en nuestro presente, esto es, para reconstruir un “mapa de la cuestión” sobre racismo y xenofobia en España.

Apenas hace falta decir que una problemática como el racismo y la xenofobia, más que remitirse a unas abstractas constantes antropológicas, debe reenviarse a las condiciones materiales del capitalismo avanzado, donde millones de personas son arrojados fuera de sus comunidades locales ante las fluctuaciones de los mercados de trabajo globales. En ese contexto, se producen asimismo respuestas sociales defensivas y retrógradas ante lo que algunos grupos sociales perciben como amenazas externas a sus formas de vida o sus condiciones de trabajo. La migración, sin embargo, no es reductible a una cuestión económica: simultáneamente, se producen reagrupamientos familiares, una creciente movilidad cultural y desplazamientos forzosos en masa.

En esas condiciones, es claro que estamos ante un problema político de primer orden. La extensión del racismo y la xenofobia exigen un debate público pendiente, que constituye una deuda estructural de cualquier sociedad que se autoconsidere democrática. Salvo excepciones en sentido contrario, reclama por parte de los agentes políticos, económicos e institucionales un grado de implicación radicalmente distinto al que muestran en el presente. No se trata sólo de indiferencia o reticencia; también asistimos al creciente uso demagógico de ciertos tópicos y prejuicios sedimentados sobre la inmigración en discursos de tinte xenófobo y racista y, en última instancia, a una cierta connivencia con consecuencias imprevisibles.   


b) Dos iniciativas abiertas

Como punto de partida hay que constatar la escasa difusión pública de información cualitativa y cuantitativa –cuando la hay- sobre casos de racismo y xenofobia, reforzado por un sistema judicial que no sólo tiende a desestimar las denuncias sino que además sólo de forma excepcional aplica la agravante de motivación racista contenida en el código penal. La falta de notoriedad pública no es un mero descuido o una omisión inocente: es una forma de borrar una problemática de la agenda pública, esto es, un modo de minimizar estos problemas graves y recurrentes tanto en el contexto nacional como mundial.

A pesar de las denuncias crónicas contra la falta de implicación del estado español en la lucha contra el racismo y la xenofobia, la pasividad estatal ante estos delitos persiste en el presente: el estado español no ha desplegado ni despliega los medios necesarios para transformar una situación en la que el racismo y la xenofobia en sus múltiples formas han crecido de forma indudable.

Doble problema entonces: 1) la carencia de información estadística oficial sobre este tipo de delitos y la falta de notoriedad pública de la información oficial relativa a racismo y xenofobia y 2) la falta de actuaciones en múltiples frentes que combatan de forma eficaz estas actitudes y prácticas en sectores sociales que desbordan la categoría de la “ultraderecha”, aunque sus rasgos criminales la tornen especialmente peligrosa y, por tanto, susceptible de medidas especiales inmediatas.

En síntesis, a pesar de la relevancia de ese doble problema en la vida democrática, la actual política de estado mantiene su opacidad informativa, reforzada con la obstrucción judicial y policial a la investigación de este tipo de delitos de odio. Ni siquiera los lazos entre ultraderecha y terrorismo de pequeña escala han modificado este bloqueo informativo que forma parte de las verdades (vergonzantes) de estado. Que a la fecha sigan considerándose las agresiones de este tipo como delitos comunes reafirma una permisividad estatal que hay que seguir cuestionando.

La reciente aprobación (27 de mayo de 2011), en el Consejo de Ministros, del “Proyecto de Ley Integral para la Igualdad de Trato y la no Discriminación” -pendiente todavía de discusión y aprobación parlamentaria- es producto de esos cuestionamientos recurrentes y de presiones constantes de sectores e instituciones de la sociedad civil. Dicho proyecto constituye una innovación jurídica relevante en un contexto donde las obligaciones de los poderes públicos al respecto siguen incumpliéndose. En particular, la obligación de promover las condiciones y remover los obstáculos para que la igualdad del individuo y de los grupos en los que se integra sea real y efectiva sigue constituyendo una deuda persistente del estado español: forma parte de los déficits democráticos que afectan a la sociedad en su conjunto.

Aunque es improbable que dicho proyecto de ley resuelva por sí solo la discriminación instalada tanto a nivel social como institucional, no deja de ser un paso valioso y necesario entre tanto inmovilismo. Con todo, en la medida en que esas prácticas sociales e institucionales se reproduzcan, no hay razones para no seguir incidiendo sobre unas demandas de justicia insatisfechas, así como en la demanda de visibilizar una problemática públicamente relegada. Las irresoluciones persisten desde luego. Por seguir incidiendo en la producción de información oficial sobre casos de racismo y xenofobia: si bien el proyecto mencionado contempla la elaboración de estudios y estadísticas al respecto (1) no deja de suscitar interrogantes el hecho de que sean las fuerzas y cuerpos de seguridad quienes deban recabar los datos sobre “el componente discriminatorio de las denuncias cursadas” y deban procesarlos “en los correspondientes sistemas estadísticos de seguridad” (Artículo 34, Inciso 2), habida cuenta del “componente discriminatorio” omnipresente en dichas fuerzas y cuerpos. Seguramente, sin planes de formación y supervisión efectivos destinados a la policía, los obstáculos a la producción de “sistemas estadísticos” válidos serán múltiples.

Por su parte, el despliegue del proyecto “Red Antena” (Red de Centros de atención a víctimas de discriminación por origen racial o étnico), iniciado en 2009 y del que forman parte diferentes ONG (2) no hace sino ratificar lo dicho: la necesidad de desplegar dispositivos públicos que permitan conocer y atacar estos problemas en toda su magnitud. Se trata sin dudas de una iniciativa intersectorial valiosa, en la que cabe prever la producción de información sobre casos de discriminación a nivel nacional, aunque sus logros hasta el presente sean escasos. Es demasiado pronto para saber si esta red contribuirá a corregir efectivamente estas falencias diagnósticas y contribuye a desarrollar intervenciones antidiscriminatorias eficaces.

Aunque la tarea sea difícil de dimensionar, debería formar parte de esas intervenciones, una reestructuración del propio aparato militar y policial español. La hipótesis justificada de que el aparato represivo montado en el período franquista sigue parcialmente activo décadas después no debería sorprender a nadie (y no sólo en lo referido al derecho de estas minorías, sino también en lo referido al respeto de los derechos humanos en todos los casos [3]). El cambio requerido, sin embargo, es ampliamente mayor: supone una revisión radical tanto del sistema político-judicial -en el que las rémoras autoritarias siguen operativas- como de las instituciones educativas, sanitarias, sindicales, religiosas, mediáticas y empresariales que han naturalizado, en cierta medida, la discriminación del otro.

En suma, en una formación social como la presente, que acentúa los procesos de normalización, la diversidad sociocultural es vivida (¿mayoritariamente?) como amenaza de lo propio o riesgo de autodisolución. Subestimar la dimensión de este problema más que una negligencia es un acto de absoluta irresponsabilidad: deja vía libre a un deseo irreconocido de supremacía que da lugar al fascismo. 


(c) Un mapa de la cuestión

Ninguna política de integración social puede ser efectiva sin un diagnóstico sistemático al respecto. Lo que es peor: ninguna política antidiscriminatoria puede ser mínimamente acertada sin un debido conocimiento acerca del mapa de la cuestión. La operación de borrado no suprime el problema, pero evita que adquiera notoriedad pública. Que esa operación no pueda eliminar las huellas reales de unas prácticas de segregación/ inferiorización de otros colectivos no niega su eficacia: impide que se conozca su verdadera magnitud, sus ramificaciones e implicaciones profundas, contribuyendo a su reproducción.

Si bien las estrategias oficiales pasan por recluir la cuestión en una ultraderecha minoritaria que “tolera” de varias maneras, dichas estrategias son falaces, en tanto minimizan retóricamente lo que amenaza con magnificarse en nuestra realidad social. El problema no se restringe desde luego a España: “Los crímenes de odio se han convertido en un fenómeno frecuente en muchos Estados participantes. Pero, por desgracia, la escasez de datos sobre estos delitos hace que sea difícil evaluar el verdadero alcance y la naturaleza del problema” (Informe Raxen 2010, pág. 92). En cualquier caso, el aumento de este “populismo neofascista europeo” es una conclusión corroborada. Nada señala que esta ofensiva racista y xenófoba (incluyendo la islamofobia, la gitanofobia y el antisemitismo) que recorre Europa vaya a detenerse en los próximos años, como no sea con un giro de las políticas públicas comunes.

Para el caso, me limitaré a repasar, de forma somera, lo que sabemos sobre esta situación en España. El conocimiento reducido sobre delitos dirigidos contra colectivos como inmigrantes, indigentes, homosexuales y prostitutas se lo debemos principalmente a los informes de la Red Europea de Información sobre Racismo y Xenofobia (RAXEN). En total, dicha red contabiliza unos 4000 casos de agresiones racistas al año distribuidas por todas las comunidades autónomas, propiciadas por miembros de la nueva ultraderecha, aunque dichos datos distan de dar cuenta de la magnitud del problema y no estén confirmados oficialmente (4). No hay dudas que los delitos de este tipo son significativamente más numerosos que los registrados, lo que significa que en España, cada día, al menos 10 personas sufren una agresión física o verbal por motivos de raza, etnia o nacionalidad (sin contar los que son víctimas de la homofobia, el sexismo y la aporofobia). A ello hay que sumar las más de 200 webs xenófobas que funcionan en territorio español, 23 conciertos racistas durante 2009, más de 10.000 ultras y neonazis y al menos 80 personas asesinadas desde 1992, víctimas del odio (5). Los más de 100000 votos que obtuvo la ultraderecha en las elecciones autonómicas y municipales del 22 de mayo señalan que se trata de una fuerza política activa y en ascenso.

Por lo demás, el Informe Racismo 2010 (6) de la DGII, desde una perspectiva conceptual más amplia y no circunscripta a actos delictivos sino en general a las actitudes de la población española, nos permite hacer una lectura más extensiva al respecto. Las conclusiones no son alentadoras. A pesar de la desaceleración de los flujos migratorios debido a la crisis económica, “(…) la percepción valorativa de la presencia inmigratoria se mantiene en parecidos niveles a los de 2008 (con un 46% de encuestados autóctonos que consideran “excesivo” el número de inmigrantes en España)” (pág. 359). Asimismo, un 42% considera que las leyes inmigratorias son “demasiado tolerantes” y un 32% “más bien tolerantes” (pág. 68), lo que en conjunto señala que 6 de cada 10 españoles consideran que las leyes (juzgadas por la mayoría como “muy permisivas”) deben endurecerse. Por otra parte, 4 de cada 10 encuestados considera que deben expulsarse a los inmigrantes en paro (pág. 359), y 2 de cada 3 considera que debe haber, especialmente en el ámbito laboral, preferencia de los nacionales frente a los foráneos. “A los inmigrantes se les sigue viendo como el colectivo más protegido, que perciben más de lo que aportan, que acaparan las ayudas escolares (aunque algo menos las sanitarias). Al igual que se les sigue atribuyendo responsabilidad en el deterioro de la calidad de la atención sanitaria y de la educación. Imágenes estereotípicas que, lejos de aminorarse, se han consolidado en este último año” (págs. 360-361). Finalmente, el informe señala que el 36% de los 2.836 encuestados en 2009 quedan clasificados como “reacios a la inmigración”, un 35% como “tolerantes” y el 29% como “ambivalentes”. En conjunto, aunque desde 2008 se han estabilizado estas tendencias, los resultados son muy preocupantes. El 64% de la población, en diferentes grados, no sólo no muestra una actitud de apertura hacia la inmigración sino que, en medidas variables, considera que la desigualdad entre nacionales y foráneos es legítima.

Ahora bien, ¿no es precisamente ese principio de desigualdad, esto es, la creencia etnocéntrica en la propia superioridad, lo que está en la base de todo acto discriminatorio, incluso si no asumiera formas manifiestamente violentas? Aunque hay muchas aristas para indagar al respecto, la sospecha de que el racismo y la xenofobia más o menos abiertos (según nos desplacemos en el arco político hasta la ultraderecha) forman parte de la cultura hegemónica española tiene cada vez un anclaje empírico más nítido.

Ante la afirmación de que el estado español ha dado algunos pasos para mejorar la convivencia igualitaria entre nacionales y foráneos y mitigar una discriminación que opera en todos los ámbitos (desde lo laboral hasta lo educativo), no tenemos más remedio que replicar: cuando se está al borde del abismo, dar un paso adelante no sólo es una obligación política básica sino también una forma de no despeñarse. Puesto que España es uno de los países europeos menos comprometidos con estas luchas, transformar esa situación inicial es apremiante (7). Dicho de forma más rotunda: puesto que “(…) el estado español se encuentra entre los cuatro únicos países de la UE que no tienen un órgano nacional de igualdad que publique datos estadísticos sobre denuncias de racismo” (Informe 2010 SOS Racismo, pág. 233/234 [8]), no hay razones para no seguir exigiendo la modificación de facto de esas falencias graves.

Por lo demás, son las propias políticas de estado las que cabe cuestionar de forma radical, empezando por su política de asilo restrictiva, sus políticas de detención y deportación y su política migratoria en conjunto, que tiende a criminalizar a los inmigrantes irregulares, a instalar y a refrenar las vías para la regularización (a partir de una nueva ley de extranjería que endurece las condiciones de acceso y estancia en España). Por tanto, es el propio estado quien debe rendir cuenta de su propia contribución activa a este mapa de xenofobia y racismo social e institucional y, en particular, a la legitimación de la desigualdad entre ciudadanos de distintas procedencias. Es esa legitimación política y jurídica la que habilita, asimismo, a negar siquiera el estatuto de “ciudadano” a cientos de miles de personas irregulares que sobreviven en la economía sumergida (de la sobreexplotación). 

En ese sentido, para que ese camino no se convierta en una aporía, los cambios institucionales deben empezar por una nueva visibilidad de la problemática. Dar cuenta del racismo y la xenofobia supone, en primer lugar, informar a la población de una realidad social que amenaza en convertirse en hegemónica. Es, asimismo, responder ante el Otro, asumir una responsabilidad y un compromiso en la erradicación de estos problemas endémicos que se agravan con la crisis. Recluir esa problemática en la ultraderecha es una estrategia tranquilizadora, que tiende a desconocer a una masa creciente de personas que por motivos raciales, étnicos y culturales considera legítima la desigualdad, aunque no necesariamente lo manifieste de forma expresa o no esté dispuesta a asumir de manera abierta todas las consecuencias de esa consideración.

Eso no niega, desde luego, las resistencias activas que diferentes sujetos colectivos ponen en acto: desde un tejido asociativo más o menos heterogéneo hasta grupos de activistas de derechos humanos y otros movimientos ciudadanos que perciben en este imaginario suprematista el retorno del fascismo. En esas luchas democráticas está cifrada nuestra esperanza política, en unas condiciones histórico-sociales que encarnan, probablemente, una de las peores regresiones europeas tras el 45´.



Arturo Borra



(1) Ver aquí. El inciso 1 del artículo 34 de dicho proyecto de ley incluye la producción de información al respecto: “1. Al objeto de hacer efectivas las disposiciones contenidas en esta Ley y en la legislación específica en materia de igualdad de trato y no discriminación, los poderes públicos deberán introducir en la elaboración de sus estudios, memorias o estadísticas, siempre que se refieran o afecten a aspectos relacionados con la igualdad de trato, los indicadores y procedimientos que permitan el conocimiento de las causas, extensión, evolución, naturaleza y efectos de la discriminación por razón de las causas previstas en esta Ley”. Queda pendiente evaluar metodológicamente las herramientas diagnósticas desplegadas, así como los logros conseguidos en este nivel de actuación, requisito indispensable para el desarrollo de políticas públicas que favorezcan la integración social e institucional y penalicen las prácticas discriminatorias.

(2) Ver aquí.

(3) El incumplimiento de los DDHH por parte del estado español es múltiple y ha sido denunciado por Amnistía Internacional: denuncias de tortura, restricción del derecho de asilo, aplicación del régimen de incomunicación a ciertos colectivos de presos, protección inadecuada ante la violencia de género y la trata de personas, escasos avances en la investigación del franquismo, medidas insuficientes ante el racismo, entre otros. Al respecto, Amnistía Internacional, Informe de derechos humanos 2010, pág. 179.

(4) Al respecto, el director de Amnistía Internacional en España, Esteban Beltrán, en 2008 señalaba: "¿Cómo es posible que en el Reino Unido se documenten oficialmente 50.000 ataques racistas al año y en España la Guardia Civil registre entre 10 y 20 casos y la Policía Nacional entre 80 y 100?". Su conclusión, que no cabe más que ratificar en el contexto presente, es que  España es de los países europeos más rezagados en las luchas contra estas formas de discriminación (ver aquí)

(5) El informe completo puede consultarse en http://www.movimientocontralaintolerancia.com/html/raxen/raxen.asp

(6) El informe puede consultarse aquí.

(7) Para graficar lo dicho remito al lector al documental español elaborado en 2011 “Ojos que no ven” (http://youtu.be/y7CytqYLHQY).

(8) El informe puede consultarse en http://federacionsosracismo.wordpress.com/informe-anual/

Ultraderecha, racismo y xenofobia en el contexto político español



Al menos en ciertos discursos circulantes ya constituye un tópico asociar «ultraderecha»,  «racismo» y «xenofobia». Si por un lado, de manera bastante tibia, se llama a combatir esos grupos extremistas por todos los medios jurídico-policiales disponibles, por otro se muestra una permisividad estatal que raya la complicidad: desde la autorización de manifestaciones de movimientos como España 2000 hasta la lentitud e insuficiencia de las actuaciones policiales ante prácticas inadmisibles en una sociedad democrática, como es la incitación al odio racial o étnico o la vulneración de un principio de igualdad (1). Sigue pendiente una investigación a fondo acerca de los vínculos entre policía y empresas de seguridad (algunas de las cuales son propiedad de conocidos líderes de la ultraderecha). En cualquier caso, esos vínculos no son secretos y ponen bajo sospecha la legalidad y compatibilidad entre funciones públicas y prácticas privadas de estos presuntos “agentes de seguridad”.

Que la ultraderecha crece no sólo en España sino en toda Europa se hace patente con el giro político de gobiernos como el de Francia e Italia, con sus propuestas actuales de reformar -de forma más excluyente todavía- el de por sí cuestionable «tratado de Schengen» (2), luego de haber adoptado medidas tan deplorables como la deportación y persecución de personas de etnia gitana, la creación de ministerios de identidad nacional o grupos para-policiales que patrullen las calles. De forma similar, es la dirección adoptada por Dinamarca, con su negativa a respetar dicho tratado y reforzar los controles fronterizos internos a la Unión Europea. De hecho, 19 países europeos tienen partidos políticos de ultraderecha con representación parlamentaria. En particular, en Holanda, Austria, Finlandia, Estonia, Dinamarca, Estonia, Lituania, Francia y Rumania esos partidos tienen una importancia significativa, superando el 10% de los votos totales en sus países respectivos.

Por su parte, en España, las elecciones municipales y autonómicas del 22 de Mayo de 2011 muestran que el número de votos de esos partidos ultraderechistas (que incluyen a España 2000, Democracia Nacional, Coalición Valenciana, Plataforma per Catalunya, Falange Española o Alternativa Española, entre otros), se ha duplicado en cuatro años, pasando de 47.000 votos a más de 100.000 (3).

Podría alegarse que, al fin y al cabo, aunque haya crecido de forma indisimulable el porcentaje de votantes de estos partidos, su posicionamiento sigue siendo lateral: entre el 1% o el  2% de los votos computados, según el territorio (con alguna excepción en municipios pequeños, como es el caso de Silla [Valencia], en los que se superó el 10% de los votos). Si se tiene en cuenta el total de votantes (22.971.350), la población abiertamente identificada con la ultraderecha es por el momento menor (lo que no significa en absoluto que no deba conducir a tomar medidas políticas y jurídicas correctivas y preventivas al respecto).

Dicho esto, ¿se agota el problema del racismo y la xenofobia en esta ultraderecha protofascista que apuesta a capitalizar demagógicamente una crisis económica y unos cambios culturales inculpando a la “inmigración” de estas realidades? La respuesta es una negativa rotunda, por cuatro razones al menos:

a) además de los votantes efectivos, no deberíamos perder de vista que la “representatividad” de unas elecciones como las del 22-M está seriamente limitada: el partido más votado (el PP) obtuvo casi 9.000.000 de votos, pero a su vez hay más de 11.000.000 de abstenciones y alrededor de 1.000.000 de votos nulos y en blanco. Suponer que esos doce millones de votantes (que optaron por no votar a ningún partido político) tienen necesaria y uniformemente una orientación de izquierdas es una hipótesis errónea, incluso si aceptáramos que la abstención creció en este caso entre sectores desencantados del partido de gobierno (PSOE). En una medida que no sabemos, no es válido descartar que una parte de ese electorado tenga filiaciones que no dudaríamos en tachar de xenófobas y racistas.

b) El crecimiento real de partidos de derecha y de centro-derecha, por otra parte, también señala la consolidación de una hegemonía neoconservadora que, aunque no sea identificable a secas con un programa explícitamente xenófobo y racista, suele establecer en su gestión de la inmigración obstáculos más severos todavía que los ya instaurados por el gobierno actual. Aun cuando pudiera interpretarse este giro político desde el prisma del “voto-castigo” (a un partido de gobierno que no sólo no ha respondido con eficacia a la crisis económica sino que tampoco lo ha hecho de forma coherente con su proyecto social-demócrata) hay buenas razones para suponer que una de las expectativas de parte del electorado de derechas es que dichos partidos endurecerán las políticas inmigratorias, en ocasiones nutridas por las promesas xenófobas y racistas inequívocas de la campaña electoral de sus candidatos (4). En síntesis, puesto que el “rechazo a los extranjeros” (xeno-fobia) aumenta a medida que nos desplazamos hacia la derecha, el crecimiento electoral de partidos de esa orientación constituye un indicio preocupante de una posible radicalización de políticas inmigratorias de signo negativo.

c) Entre las preocupaciones principales de los españoles, según el C.I.S., la inmigración está en cuarto lugar (5). Aunque de esta información no puede deducirse un posicionamiento invariante con respecto a la cuestión racial, étnica y de nacionalidad, sí puede interpretarse como síntoma de que una proporción relevante de la población, irreductible a la “ultraderecha” y socialmente mucho más amplia, tiene actitudes negativas hacia el fenómeno migratorio. De forma general, la cultura de la segregación no es exclusiva a ningún partido político. Incluso en partidos que pasan por “centristas”, el llamado a una política de cupos de inmigrantes es cada vez más frecuente y aumentará a medida que avancemos hacia las elecciones generales del 2012 (6). 

Finalmente, d) que la mayoría de los votantes se haya volcado típicamente hacia alternativas político-partidarias que no llaman expresamente a expulsiones masivas o al cierre absoluto de fronteras externas, apenas dice algo sobre sus filiaciones profundas al respecto. En sociedades en las que la creencia en la propia superioridad coexiste en el imaginario colectivo con una creencia en ciertos derechos humanos fundamentales, las prácticas abiertas de discriminación racial, étnica o por origen nacional tenderán a ser sustituidas por prácticas menos visibles, habitualmente eufemizadas por una retórica de la igualdad (formal) que puede ser (y habitualmente lo es) contradicha de hecho. Dicho de otro modo, que alguien no se declare abiertamente xenófobo y racista, por considerarlo vergonzante en muchos ámbitos sociales, no equivale a no discriminar.

De lo expuesto podemos extraer al menos dos conclusiones. 1) Recluir el racismo y la xenofobia a la ultraderecha es una falacia radical que esconde el grado de extensión o propagación de la xenofobia y el racismo tanto a nivel social como estatal. En particular, esta estratagema discursiva evita interrogarse tanto sobre unas estructuras institucionales y partidarias en las que esta constelación ha calado de forma escandalosa como acerca de un electorado mucho más vasto que, de forma más encubierta que abierta, mantiene disposiciones negativas hacia determinadas minorías étnicas, raciales y nacionales (gitanos, judíos, negros, rumanos, marroquíes, etc.). 2) Si bien es previsible que a medida que nos desplazamos en el arco político hacia la derecha encontraremos más propagadas estas posturas discriminatorias, ello no es óbice para señalar que el actual partido de gobierno (PSOE), lejos de elaborar políticas y medidas antidiscriminatorias, ha mostrado un desinterés tan manifiesto como persistente por estos problemas, tal como fue denunciado oportunamente por Amnistía Internacional (7). Apenas hace falta recordar las declaraciones de tintes xenófobos del ex ministro de Trabajo e Inmigración Celestino Corbacho, quien además de llamar a combatir la “inmigración ilegal”, manifestó en 2009 que España ya no puede absorber más inmigración, siendo el “mercado laboral” quien marca la “capacidad de acogida de un país” (8).

La visión absolutamente instrumentalista de la inmigración (reducida a recurso económico de bajo coste) tiene como contracara un discurso que no duda en plantear como solución una política expulsiva que vulnera los derechos de los colectivos de trabajadores inmigrantes y tiende a estigmatizarlos en el campo laboral (planteados como “sobrantes” o “amenaza laboral”). El correlato de esta visión se institucionaliza jurídicamente con la nueva Ley de Extranjería que profundiza la dirección restrictiva que puede reconocerse en otros ámbitos de actuación estatal (9). 

Dicho lo cual, el análisis sociológico de la estructura del electorado, aunque pueda constituir un apoyo empírico, es insuficiente para determinar el nivel de extensividad del racismo y la xenofobia tanto a nivel estatal como societal. Una lectura crítica tiene que abordar otras dimensiones de análisis: las prácticas económicas, políticas y culturales de diversos sujetos colectivos, reguladas por instituciones públicas y privadas de diferente índole (administración pública, sistema judicial y policial, mercado laboral, sistema de enseñanza formal, acceso a vivienda, sistema sanitario, etc.).

Si bien esa tarea difícil y apremiante excede estas breves reflexiones, lo dicho debería alcanzar para prevenirnos de un discurso que pretende confinar o identificar la problemática del racismo y la xenofobia a una ultraderecha tan peligrosa como minoritaria. Que el problema es mucho más grave se puede mostrar por caminos diferentes. Retomando el ya aludido Tratado de Schengen y por limitarme a ese ejemplo: contra una interpretación dominante que lo considera una apertura hacia el exterior, desde una perspectiva crítica, no constituye más que la expansión del perímetro común de Europa. El objetivo de dicha expansión no es otro que asegurarse provisión de mano de obra barata (proveniente de la periferia del propio continente) destinada a trabajos localmente indeseables, sin por ello dejar de hacer concesiones demagógicas a sentimientos xenófobos en aumento, esto es, sin dejar de plantear crecientes obstáculos hacia la inmigración extracomunitaria. Como corolario, el tratado permite institucionalizar el control sobre los ciudadanos en nombre de un nuevo régimen de seguridad interna y la encarcelación preventiva sin juicio previo de personas consideradas sospechosas. “Clasificar a las víctimas del engrandecimiento principalmente como una amenaza para la seguridad también permite la eliminación de las molestas restricciones que el control democrático ha impuesto o amenaza con imponer a las empresas, lo que se realizaría a través de la reclasificación de decisiones políticas (en última instancia eminentemente económicas) como necesidades militares” (10). En vez de repolitizar la economía, los estados europeos han optado por ahondar en la economización de la política, esto es, en la subordinación de sus políticas de gobierno a los mercados económico-financieros globalitarios.

En definitiva, del mismo modo que es un error conceptual grave suponer que la problemática del racismo y la xenofobia se reduce a una cuestión de violencia o agresión físicas a unas minorías o de incitación al odio por motivos de raza, etnia o nacionalidad, es un error similarmente grave identificar al conjunto de agentes discriminadores con esa ultraderecha que adopta en muchos casos rasgos auténticamente criminales. El tópico que restringe el alcance del racismo y la xenofobia a esa ultraderecha constituye, en última instancia, una coartada intelectual que mantiene a distancia la verdadera magnitud de estos problemas que ya son centrales dentro de Europa. Que las formas de segregación más extremas sean atizadas y utilizadas por estas fuerzas políticas renovadas no clausura un interrogante considerablemente más inquietante y sin embargo irrenunciable: tanto en Europa como en España, ¿cuál es el verdadero alcance que está adquiriendo el racismo y la xenofobia tanto en la sociedad civil como en las instituciones públicas?


Arturo Borra


(1) Por poner unos ejemplos concretos de un largo listado de actos de este tipo: a principios de julio de 2011, España 2000 y Coalición Valenciana boicotearon la presentación de un libro de Vicent Flor sobre el anticatalanismo en Valencia. La policía tardó más de 20 minutos para personarse en el acto y poner fin a los incidentes generados por estos grupos de ultraderecha, aunque sólo hubo 1 detenido (http://www.publico.es/espana/385541/la-ultraderecha-valenciana-revienta-un-acto-nacionalista). Tampoco debe olvidarse la manifestación de noviembre de 2010 en Benimaclet (Valencia) (http://www.kaosenlared.net/noticia/alerta-antifascista-espana-2000-manifiesta-19-benimaclet-valencia), en las que hubo amenazas sufridas por los vecinos de dicho barrio. Dicha marcha fue permitida por la  subdelegación de gobierno a pesar de las peticiones de 11 entidades barriales para que la prohíba (http://www.levante-emv.com/comunitat-valenciana/2010/11/19/once-entidades-benimaclet-rechazan-manifestacion-ultra-inmigrantes/758363.html). Mientras el crecimiento de estos discursos abiertamente xenófobos y racistas han inundado Internet, con más de 200 sitios web solamente en España, las autoridades estatales han mostrado y siguen mostrando una pasividad alarmante.

(2) El tratado de Schengen (en vigor desde 1995) es un acuerdo europeo que fija pautas comunes para suprimir controles fronterizos internos a la Unión Europea y unificar los controles fronterizos externos. Dicho tratado propone la libre circulación de personas dentro de la comunidad europea, reforzando el control de unas fronteras externas comunes.

(3) Los resultados electorales pueden consultarse en http://elecciones.mir.es/resultados2011/

(4) El caso del PP en Badalona (la tercera ciudad de Cataluña) es un inequívoco ejemplo del discurso claramente xenófobo que pueden adquirir, según los contextos locales, estas orientaciones ideológicas. Las imputaciones al actual alcalde Xavier García Albiol no dejan lugar a dudas:







(9) Para una crítica a esta ley me remito, entre otros, a http://sosracismo.es/, “INFORME ANUAL 2010. Sobre el racismo en el Estado español”  (págs. 43-59; 234-337).

(10) Bauman, Europa, una aventura inacabada, Losada, Buenos Aires, 2006, pp. 49- 50.